miércoles, 24 de marzo de 2010

LAS LÓGICAS CULTURALES QUE CONSTRUYEN LA CONVIVENCIA SOCIAL


Si se define a la autonomía cultural como la capacidad de una sociedad para decidir sobre la asignación de sus recursos para una adecuada adaptación a su ambiente, entonces la sincronización cultural es una amenaza masiva a tal autonomía. La sincronización cultural global coloca fuera del territorio nacional las decisiones sobre la asignación de recursos. Se introducen símbolos, técnicas y modelos sociales extranjeros, determinados más por los intereses y necesidades de la metrópolis que en las necesidades del país huésped.  La adopción indiscriminada de una tecnología extranjera puede, obviamente, producir profundos efectos culturales. (...) La sincronización cultural requiere que el tráfico de productos culturales vaya masivamente en una sola dirección y de un modo sincrónico.”
Cees Hamelink

Coexisten en la sociedad tres lógicas culturales que dan cuenta de la lucha por el poder simbólico propia de la construcción de hegemonía. La primera, es la lógica cultural basada en la ética de lo público, que da presencia a sentidos, valores y prácticas constructores de una ciudadanía  participativa, libre y responsable. La podemos definir como la cultura de la polis. Ella supone la conciencia colectiva de pertenencia a una comunidad nacional; esto es a un marco histórico, moral y cultural común que más allá de las contradicciones y conflictos que pudieran existir en su seno, constituye el lugar desde el cual  comprender el mundo e interactuar con él. Desde la conciencia de pertenencia a una historia compartida, es posible comprender que las prácticas propias y las ajenas, comprometen el destino de todos en cuanto humanidad.  En esta conciencia planetaria se funda la cultura de paz, que reclama la comprensión de las culturas “diferentes”, en calidad de aporte a la diversidad cultural, en lugar de amenaza a la propia identidad. El fortalecimiento de esta lógica cultural es potestad indelegable del Estado, aunque también requiera del concurso de los actores privados y comunitarios. Pero, a diferencia de éstos, que podrán perseguir objetivos parciales o sectoriales, aquella es la misión definitoria de la intervención cultural de los organismos públicos. 
La segunda lógica es la de la cultura del mercado, portadora de los sentidos y valores que sustentan los objetivos de lucro propios del mismo; competencia, logro del éxito,  consumo, triunfo de los fuertes, exclusión de los débiles, individualismo. La colonización de los imaginarios sociales por esta lógica es una de las características de la denominada globalización que invade todos los resquicios de la vida humana con su dinámica mercantilizadora. Cabe apuntar que la cultura del mercado es la que construye aquellos sentidos y produce esta dinámica, cualesquiera sean sus emisores o autores; un artista de renombre, una mutinacional del sohw-bussines, un medio masivo de comunicación, o un organismo público.
Entre ambos polos se desenvuelve, no sin contradicciones, la  lógica de la cultura comunitaria. Ésta es la que producen y difunden las OSC; los creadores independientes, pequeños productores culturales, cooperativas y los actores sociales que procuran responder a los problemas de cada comunidad desde una perspectiva diferenciada de la lógica del mercado.  La característica de esta lógica cultural es que produce valores, sentidos y relaciones de manera participativa y está guiada por fines que, siendo sectoriales o parciales, no están circunscritos al lucro. Al menos no es este el objetivo excluyente de sus acciones. Se trata de una lógica cultural que procura movilizar las conciencias colectivas para la  participación ciudadana en torno a ciertas reivindicaciones sectoriales que, sin embargo, involucran al conjunto de la sociedad y de la humanidad; ambientales, laborales, de género, por los derechos humanos, por la paz, etc. en torno a ella se producen prácticas y representaciones que dan cuenta de estos sentidos y valores. Se trata de una lógica que procura recrear la trama cultural en la que se sustenta la calidad de la convivencia social, permitiendo a vastos sectores de la sociedad, hacer frente a la lógica del mercado librada a su propia dinámica en el marco de la defección del Estado de sus potestades sociales y culturales que tuviera lugar en la década de los 90. 
Su importancia reside en que, mientras la lógica de la cultura del mercado adjudica a las prácticas humanas una finalidad económica que se agota en sí misma, la lógica de la cultura comunitaria representa fines que refutan la concepción del ser humano en tanto homo economicus
Desde esta perspectiva, la calidad de las obras artísticas y de la cultura en general, no puede circunscribirse a la excelencia o la popularidad de sus autores, ni a las  características estéticas de las obras producidas, consideradas en abstracto, como tampoco al campo artístico de manera exclusiva. El indicador privilegiado de la calidad de la cultura de una sociedad está dado por los sentidos que promueven, tanto la producción artística como los distintos discursos que circulan en ella; aquellos que la sociedad construye, con la mediación de las diversas lógicas culturales en juego. Ello comprende desde la oferta cultural de los medios masivos e industrias culturales, hasta las prácticas y el discurso de las instituciones del Estado y el sector privado, pasando por las formas asociativas con las que la comunidad procura elaborar respuestas a sus problemas.
Es desde todas estas instancias que se construyen cotidianamente valores, prácticas y sentidos que hacen a la cultura de las relaciones sociales; esto es a la calidad de la convivencia social, la cual excede ampliamente el acceso a satisfactores materiales, aunque necesariamente los incluya. La calidad de la convivencia adquiere presencia en la vida de la sociedad a través de los sentidos que orientan las prácticas de los distintos grupos que la constituyen. Cuando las prácticas de poder de unos grupos impiden o destruyen el hacer o el  “poder ser” de otros, en general los más débiles, es que la calidad de la convivencia se ha degradado. Lejos de existir un equilibrio entre estas tres lógicas, la colonización del Estado y de la sociedad por el mercado y la hegemonía de la lógica culturales que le es propia, hiere de muerte a la cultura de la polis y desestructura la trama sociocultural que la sostiene. Ésta es fundamento de la democracia, antes que las instituciones políticas.
Cuando las instituciones sociales experimentan deterioro se perciben autonomizados de las aspiraciones de la ciudadanía, es indicativo que se ha roto el marco moral y cultural común a partir del cual se construye la conciencia colectiva de pertenencia a una comunidad, en cuanto memoria histórica y proyecto hacia el futuro. Este quiebre histórico da cuenta del carácter estructural de la crisis. El resultado es una sociedad anómica y fragmentada en “tribus” que ya no se reconocen como partícipes de ningún marco  común capaz de proporcionar sentidos compartidos a sus prácticas. De ello se deriva una situación de indigencia simbólica extendida que constituye la potente fuerza reproductora de la pobreza y la exclusión social y del deterioro de la calidad de la convivencia, más allá de sus causas económicas. Las manifestaciones de estos fenómenos en la vida cotidiana  suponen nuevas formas de barbarie. A la “ley del más fuerte” del mercado y del poder político, la sociedad responde con la “ley del todo vale”.  Es decir la violencia, física y simbólica, se instala en las prácticas de los distintos grupos sociales.
Interesa, entonces, focalizar el análisis de los fenómenos culturales en los sentidos que promueven los diferentes bienes simbólicos –y no sólo los artísticos- originados en los modos de producción-circulación-apropiación de cada una de estas lógicas, las cuales imprimen sus huellas en los diversos discursos o productos. Ninguna de ellas se da en estado “puro” ni de manera aislada, en tanto la cultura siempre implica intercambio e interinfluencias.
En este contexto cabe ubicar la producción artística que, como es sabido, en cada campo cultural se estructura en circuitos culturales que comprenden desde la creación hasta la apropiación o el consumo. 
Hoy los circuitos culturales predominantes en la vida social son los que representan la cultura del mercado; es decir los massmediáticos. No puede soslayarse que quienes los controlan tienen mayor poder para resocializar al conjunto de los ciudadanos conforme a los sentidos del mundo inherentes a su lógica, mediante una dinámica de sincronización cultural que procura arrasar con los rasgos diferenciales de las distintas comunidades culturales que constituyen a la sociedad. Tampoco es posible omitir que éstas producen múltiples respuestas y sentidos resistenciales que escapan a la lógica de dicho poder, pero la capacidad de generalizar estas respuestas y sentidos se vincula a dos factores principales: la medida en que una comunidad logra preservar y dinamizar su identidad cultural y el sostenimiento de la diversidad cultural, mediante el acceso equitativo de todos los ciudadanos a los procesos que van de la creación a la apropiación de los bienes culturales.
La función de sacralización de su poder, adjudicada por la burguesía a la obra de arte original en su lucha -de alrededor de tres siglos- por constituirse en la nueva clase dirigente, es cumplida ahora por la que quienes confunden rating con democracia denominan el ágora contemporánea, es decir la televisión y el complejo audiovisual en general.  Es preciso recordar que, si bien todos los ciudadanos consumen hoy televisión, ninguno elige al presidente de una empresa televisiva, ni al de las que ofician de anunciantes, salvo sus accionistas. Tampoco a nadie se le ocurre que el gerente de programación deba representarlo. Aunque con matices y discrepancias puede convenirse en asignar esta función a las instituciones políticas.
En este marco cabe plantear los nuevos desafíos que hoy enfrentan las políticas culturales en nuestro país y en la región latinoamericana. 
2. Los nuevos retos mundiales que enfrentan las políticas culturales
“La noción de diversidad ha resurgido en las últimas dos décadas con una fuerza inusitada, planteada como ruta posible a las desavenencias resultado de la crisis del estado-nación y de la transformación de las identidades y sus relatos. Específicamente es un término que pretende responder a la crisis del estado-nación que enfatizó la unidad y la homogeneidad a costa de la diversidad y la diferencia. Esto no significa que la diversidad desapareció del proyecto del estado-nación, sino que se constituyó a partir de preceptos que organizaban jerárquicamente la tipología cultural de la nación, en la cual unos grupos o rasgos culturales eran altamente valorados y otros negados.”
Ana María Ochoa Gautier
Con respecto a los nuevos retos que las políticas culturales deben responder a nivel mundial, en el siglo XXI,  la Red Internacional sobre Políticas Culturales (RIPC), y la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo, celebrada en Estocolmo, Suecia, en 1998, convienen en señalar, como los más importantes a los siguientes:
a)     La fractura entre el desarrollo del campo científico y tecnológico y el campo humanístico y artístico.  Salvar las divergencias y fracturas entre ambos campos es fundamental, dado que “de no actuar para situar el trabajo cultural al mismo ritmo de los cambios  que afectan al mundo, tal vez hoy como nunca se correría el riesgo de ver surgir una brecha insalvable entre economía y desarrollo cultural ; entre globalización y diversidad cultural ; entre educación y cultura y entre desarrollo político y pluralidad social.”
b)     La  preservación y la dinamización de la diversidad cultural ante los desafíos que plantea la globalización. En este contexto ha de ubicarse la acción de los medios masivos de comunicación y las industrias culturales, dado que “El intercambio de contenidos culturales dentro de los países y a nivel internacional guarda una estrecha relación con ellas -las industrias culturales- toda vez que los productos que comercializan reflejan, en mayor o menor medida, la cultura en que se generan. Por ello resulta tan importante que las industrias culturales locales, nacionales y regionales, sen vigorosas y dinámicas con el fin de que contribuyan a una retroalimentación cultural en sus propias sociedades, y a un fortalecimiento de su imagen y presencia en el exterior. (...).”
c)      La emergencia de nuevos actores sociales -bajo la forma de las diferentes OSC- debe verse como una oportunidad para el fortalecimiento de la democracia y el compromiso con la pluralidad cultural. El fortalecimiento de estas organizaciones autónomas y su articulación con las políticas públicas como factor indispensable del desarrollo cultural plantea, entre otras estrategias, la necesidad de: “responder plenamente a las inquietudes culturales de individuos y comunidades locales ; fomentar la participación de la sociedad civil en la formulación de las políticas culturales, a fin de garantizar su representatividad y viabilidad ; diseñar políticas culturales abiertas a la participación de los nuevos actores; mediar para la creación de incentivos  fiscales a empresas y organizaciones civiles que impulsan la cultura ; crear canales de comunicación permanentes entre éstas y las instituciones públicas ; propiiciar una relación más estrecha de la actividad cultural con la de otras esferas como el turismo y el patrimonio natural; promover encuentros a nivel nacional e internacional para el intercambio de experiencias y la vinculación entre los nuevos actores culturales y entre éstos y las instituciones públicas.”
d)     Una concepción más abierta del patrimonio cultural que comprenda tanto la preservación del patrimonio tangible (obras de arte, piezas arqueológicas, testimonios de la historia) cuanto “las relativas a la riqueza cultural intangible susceptible de registro y catalogación escrita y audiovisual ; grabaciones de música y narraciones orales, videos de festividades, diccionarios de lenguas. Más allá del registro, la preservación del patrimonio intengible parte de su concepción como patrimonio vivo, que a diferencia del patrimonio tangible, se conserva en su verdadera dimensión sólo cuando es aprovechado, interpretado o recreado por las comunidades que lo originaron. En este sentido, contribuir a la preservación del patrimonio intangible significa en gran medida favorecer las condiciones para que los individuos, grupos y naciones que lo conservan puedan desarrollarse culturalmente de acuerdo a sus tradiciones.”
 Por su parte, el Plan de Acción de Estocolmo, entre varias consideraciones coincidentes con las anteriores, subraya : “La creatividad en las sociedades favorece la creación, que es un compromiso individual esencial para constituir nuestro patrimonio futuro. Es importante conservar y favorecer las condiciones de esta creación y, en especial la del artista-creador, en el seno de la colectividad”.
 El Plan otorga un particular énfasis a la necesidad de “Promover la diversidad cultural y lingüística, dentro y para la sociedad de la información” (Objetivo 4). También sostiene que es urgente “Hacer de la política cultural un componente central de la política de desarrollo” (Objetivo 1) y “Poner más recursos humanos y financieros a disposición del desarrollo cultural” (Objetivo 5).
 La “Coalición para la Diversidad Cultural”, constituida por 83 organizaciones de profesionales del ámbito cultural de Argentina, Brasil, Canadá, Colombia, Chile y México, elaboró la Declaración de Cartagena de 2002, como producto de la reunión celebrada en Cartagena de Indias, Colombia, cuyo contenido está basado en la Declaración de Montreal, Canadá, de setiembre de 2001. El propósito de dichas declaraciones fue someter una serie de propuestas elaboradas por especialistas a consideración de la Primera Reunión Interamericana de Ministros de Cultura que da seguimiento a la Cumbre de las Américas (celebrada en Quebec, Canadá en abril de 2001) y a su Plan de Acción.  
La Declaración de la Primera Reunión Interamericana de Ministros de Cultura de Cartagena, Colombia,  destaca entre sus puntos principales :
a)     El respeto a los derechos culturales como parte de los derechos humanos y en el marco de las políticas de desarrollo, como inescindible de la diversidad cultural y el diálogo entre las culturas.
b)     La relación entre cultura y equidad social, destacando la necesidad de políticas culturales integradoras de los sectores en situación de vulnerabilidad y/o marginalidad por diversos motivos.
c)      La importancia que los Estados deben conferir a las políticas culturales en el marco de las políticas públicas.
d)     El apoyo a los creadores, las organizaciones y microempresas culturales.
e)     La mayor cooperación interamericana para la conservación y difusión de los recursos patrimoniales tangibles e intangibles.
A partir del reconocimiento del poder de la cultura en relación con el desarrollo sustentable, se alienta el compromiso a incrementar los lazos entre la cultura y los sectores de la educación, los medios masivos de comunicación, el trabajo, el medio ambiente, la salud, el urbanismo, la economía, la ciencia y la tecnología y las relaciones internacionales.
El Plan de Acción de Cartagena de Indias, emanado de esta Primera Reunión, recoge varias inquietudes de la Declaración de la Coalición por la Diversidad Cultural y, entre otras acciones, propone habilitar una Comisión Interamericana de Cultura en el marco del Consejo Interamericano para el Desarrollo Integral y llevar a cabo un estudio de factibilidad para crear el Observatorio Interamericano de Políticas Culturales. 
El consenso internacional sobre los principales desafíos a los que deben responder las políticas culturales, así como el generado en torno a ciertas estrategias fundamentales, no implica la omisión de los problemas y retos particulares que confronta cada nación. Los documentos emanados de estas coincidencias internacionales y regionales procuran establecer un marco general para las estrategias, prioridades y acciones particulares que definen los estados en sus  distintas jurisdicciones.  Con ello se busca compatibilizar ciertas políticas básicas, con miras a lograr un equilibrio de las relaciones culturales internacionales y en las asimetrías del desarrollo cultural que se observan entre las naciones.   
Una preocupación común a todas las declaraciones y reuniones de especialistas y representantes de los estados, es el libre comercio de bienes culturales impulsado por Estados Unidos que, en cada reunión, se opone a que se incluyan referencias a  este tema en los docuentos respectivos, de las cuales pudieran resultar posteriores limitaciones a la discusión del mismo en la Organización Mundial de Comercio. De allí que todas las declaraciones apelen al principio de diversidad cultural, como derecho de los pueblos, pero los representantes de dicho país en las reuniones internacionales, también se oponen al uso del término “pueblo” en los documentos –al que perciben sospechoso de contradecir la “libertad de mercado”- según consta en las actas de las mismas.

 

3. LOS NUEVOS PRINCIPIOS ORIENTADORES DE LA ACCIÓN CULTURAL 

“En este  tiempo de decisiones, el arte también debe decidirse. Puede convertirse en el instrumento de unos pocos que actúan como dioses, decidiendo el destino de la mayoría y exigiendo una fe ciega frente a todas las cosas, y puede colocarse al lado de la mayaría poniendo su destino en sus propias manos. Puede entregar a los hombres a estados de embriaguez, a ilusiones y maravillas y puede entregar a los hombres al mundo. Puede aumentar la ignorancia y puede aumentar la sabiduría. Puede apelar a los poderes que manifiestan su fuerza en la destrucción y a los poderes que manifiestan su fuerza en la solidaridad.”
Bertolt Brecht

Si bien existe una amplia coincidencia internacional sobre los problemas mundiales a los que deben responder las políticas culturales, son las características y necesidades de cada contexto socio-histórico las que determinan la agenda de prioridades. Esto significa que el desarrollo cultural demanda la adaptación de los principios universales a las particularidades de cada espacio local y nacional. Pero también supone que las condiciones que imperan más allá de las fronteras nacionales no pueden ser omitidas, máxime en un mundo donde los contactos entre las naciones y culturas aumentan día a día.
En la actualidad los circuitos culturales no pueden estar restringidos a las fronteras de un país ni, mucho menos, de una localidad. Potenciar  las capacidades endógenas –sea a nivel local o nacional- requiere del auxilio de las exógenas. Por tal motivo las políticas culturales han de ubicarse en cuatro escenarios diferentes pero articulados:  local, nacional, regional e internacional, cuyos desafíos y particularidades merecen respuestas puntuales aunque armonizadas y coordinadas entre sí. 
Los desafíos derivados de la situación de crisis comprenden, en América Latina, un registro tan amplio y variado que, obviamente, no pueden ser abarcados en su totalidad.  Es posible, sin embargo,  encontrar ciertos problemas comunes a la región que afectan de manera directa a la cultura de las sociedades y a su desarrollo, entre ellos:
Estos problemas asumen características particulares a las que es preciso responder sin omitir el “horizonte de llegada”,  en términos del proyecto de Nación al que cada sociedad aspira. Perder de vista este horizonte significa limitar la acción cultural a intervenciones dispersas y fragmentarias que, como la experiencia demuestra, derivan en un pragmatismo reproductor de los desequilibrios imperantes. Omitir las respuestas a las acuciantes demandas inmediatas que plantea la crisis implicaría incurrir en una obsolescencia banal. La recuperación de la facultad del Estado para formular y gestionar políticas culturales que puedan dar respuesta a los enormes desafíos planteados por la crisis, demanda la definición de un marco de principios orientadores, que posibiliten armonizar las acciones  puntuales de corto plazo con los objetivos y metas a mediano y largo plazos.
Estos principios básicos pueden sintetizarse en:
§         El impulso a los procesos de descentralización, participación y  fortalecimiento de la capacidad de articulación del Estado, tanto con respecto a los agentes comunitarios y privados como de carácter intersectorial. En este caso la articulación entre cultura, comunicación y educación es fundamental.
§         La integración de sociedades fragmentadas mediante la reconstrucción de la trama cultural que sustenta la cultura de la polis, de modo de contrarestar la hegemonía de la lógica  cultural del mercado.
§         La inclusión de los sectores sociales excluidos, mediante estrategias   dirigidas a superar la desigual distribución del capital, material y simbólico, de modo de que puedan constituirse en actores protagónicos del desarrollo local. Es decir, la generación de las condiciones para la producción de capital social.
§         La preservación y dinamización del patrimonio cultural  de las culturas populares que involucra saberes, valores y procesos de reconocimiento indispensables para mejorar la calidad de vida de las comunidades.
§         El desarrollo de las capacidades de comunicación, expresión y creación de los sujetos, en tanto recursos estratégicos para la reconstrucción de la autoestima, la apropiación del cambio tecnológico y la innovación, aplicables a la resolución de diferentes problemas.
§         La intervención de pluralidad de actores en los procesos de producción cultural y comunicación social, en su calidad de factores esenciales de la democracia y del fortalecimiento de las identidades culturales y la diversidad cultural.    
§         El fomento a la capacidad de producción endógena de las industrias culturales y la estructuración de circuitos para la comercialización y difusión de los bienes producidos a nivel local, nacional, regional e internacional.
§         La formación de una conciencia integracionista y el incremento de los intercambios culturales entre las sociedades de la región, en su calidad de co-partícipes de la construcción de una identidad cultural ampliada.
La posibilidad de instrumentar políticas culturales que respondan a los principios arriba mencionados exige la construcción de un nueva institucionalidad cultural pública que favorezca:
§         La articulación entre la cultura de las relaciones sociales y la cultura  artística.
§         La respuesta a las Necesidades Culturales Insatisfechas como estrategia dirigida a la inclusión social y la construcción de una sociedad más democrática e integrada.
§         El estímulo a la producción de sentidos congruentes con los principios orientadores básicos de las políticas culturales públicas y el apoyo a las iniciativas de los agentes comunitarios y privados que contribuyan al logro de los objetivos considerados prioritarios. 
§         El establecimiento de relaciones virtuosas entre el campo político y el cultural mediante la reformulación del rol del Estado, la despartidización de la gestión cultural y la profesionalización de la misma, con miras a una  planificación que posibilite la continuidad de los planes sustantivos.
§         El  impulso a las políticas y la gestión cultural locales en tanto  factores del desarrollo de las comunidades.
§         El énfasis en la dimensión cultural de los procesos de integración.

El nuevo concepto de universalismo que reclama un mundo auténticamente multicultural, exige la participación de pluralidad de actores en la vida cultural, tanto de las sociedades como a nivel internacional. Es decir se trata de promover la diversidad cultural, que además del diálogo entre diferentes lógicas culturales y del intercambio equilibrado de los bienes simbólicos que las representan, apunta a una mayor riqueza de sentidos. En esta riqueza de sentidos, descansa hoy la posibilidad de que los individuos y las sociedades se constituyan en sujetos creativos y libres. A su vez, el capital social es indisociable de la centralidad del interés público en la vida de la sociedad, sólo posible de alcanzar mediante la armonización y articulación de intereses sectoriales en torno a ciertos objetivos compartidos por la mayor parte de la misma, hacia cuyo logro han de orientarse las energías colectivas. La reestructuración de las relaciones entre Estado, sociedad y mercado, es un requisito para la regeneración de la cultura de la polis, en tanto recurso imprescindible del cambio que pueda dar sustento a una convivencia social de calidad.  Esta misión -eminentemente política- no parece transitar por la multiplicación de respuestas parciales y fragmentarias que dejen intocada la hegemonía de las fuerzas del mercado sobre la sociedad y el  Estado, aunque atenuando sus consecuencias.
En el caso de Argentina y de América Latina,  es evidente que los procesos de desacumulación internos, la desestructuración del Estado y la inequitatividad creciente en la distribución de la riqueza material y en el acceso al capital simbólico, configuran una dinámica sinérgica que reproduce de manera ampliada las condiciones de pobreza, exclusión y destrucción del capital social.
El desafío de acrecentar la capacidad de respuesta del Estado a las demandas sociales no implica un  “estadocentrismo” –como los representantes del neoliberalismo pretenden- sino que incluye necesariamente el fortalecimiento de la capacidad de organización y participación de la sociedad en la construcción de las condiciones para su resolución. Esto significa una redistribución del poder social.
Entre los fenómenos exacerbados por la crisis cabe mencionar la desconfianza, el miedo, el rechazo al “otro” y la no admisión del conflicto, que producen mentalidades autoritarias e intolerantes. La agenda pública ya no es una cuestión de la política sino que es establecida por los medios masivo. En ella la demanda de “seguridad” pasa a ocupar un lugar prioritario. Es paradójico comprobar que, en el marco del derrumbe de las instituciones llamadas a custodiar la legalidad –la Constitución, las leyes, el Poder Judicial, etc.- así como de las dirigidas a garantizar los derechos universales de los ciudadanos, la seguridad  sea reducida a lucha contra la delincuencia, ausencia de delito e invisibilidad del conflicto social. Esta simplificación remite al mito del “orden” del imaginario bugués decimonónico y a la absurda creencia de que, del fracaso político en su potestad de garantizar una convivencia social de calidad –y esto es auténtica seguridad-  puede surgir el éxito para combatir el delito.  Los desplazamientos de sentido del lenguaje del poder no son inocentes; ellos entrañan una violencia simbólica que suele preceder, acompañar y justificar el ejercicio de la violencia física.
La recreación de la cultura de polis es una condición para la superación de la crisis
 La cultura de las relaciones sociales como proceso y la cultura en cuanto producto de la creación 






















Los ecos de viejo un debate vuelven a plantearse. Este es el que opone una política cultural para la gestión de los campos artísticos a una política cultural dirigida a transformar las relaciones sociales. El mismo remite a la controversia que algunas décadas atrás se planteara entre los partidarios de la democratización de la cultura y quienes preconizaban la democracia cultural. El saldo fue que, habiéndose adoptado el primer paradigma, se derivó hacia dos vertientes; una que entiende a la  cultura como “elevación del espíritu  por el arte”, para el disfrute de los entendidos y los mismos artistas, y otra centrada en la cultura de la diversión, fundamentalmente a través de la producción y difusión de espectáculos.
En el caso de Argentina, la preconizada democracia cultural no pasó de la habilitación de algunos talleres de enseñanza artística o centros culturales de exiguos presupuestos, y de resultados nunca evaluados. En suma, los organismos culturales no instrumentaron plenamente ni un paradigma ni el otro,  quedando ambos sujetos a las iniciativas de fundaciones privadas y departamentos de extensión cultural de algunas universidades. Estas carencias facilitaron la proliferación de “la cultura del mercado”, de la mano de los procesos de concentración y transnacionalización de los sistemas masivos de comunicación.
El enunciado cultura de las relaciones sociales podría derivar en mera retórica  si la gestión cultural, en el afán de abarcar el todo social soslaya su campo de intervención específico, el de la cultura en cuanto práctica dirigida a la producción de contenidos simbólicos. Para la gestión cultural, los distintos campos artístico-culturales constituyen las herramientas de su misión de servicio a la sociedad, como los hospitales y la tecnologia médica lo son del área de la salud, o las escuelas en relación a la educación, aunque en ninguno de los casos se trate de las únicas. 
El objetivo de la política cultural pública no es el desarrollo de las artes en sí,   sino el desarrollo de la sociedad, dando por entendido que el término desarrollo supone implícitamente cambio.
Desde la perspectiva de la cultura de las relaciones sociales, el desarrollo cultural significa promover una convivencia social rica, creativa, solidaria, productora de ciudadanos críticos, autónomos y responsables en cada ámbito de intervención, se trate de un barrio, una ciudad, la provincia o la Nación.
La definición de los principios, los objetivos y las prioridades que orientarán dicha intervención, así como los mecanismos de participación en la vida cultural de los agentes públicos, privados y comunitarios, los dispositivos de financiamiento y la organización de las instituciones del área son los aspectos a establecer por una macro política cultural nacional que proporcionará el marco a las micro políticas que se formulen para cada campo y sector.   
Lejos de ser subestimada, la presencia de la cultura artística en la vida de la sociedad es fundamental en tanto ella promueva la producción de sentidos y prácticas que signifiquen una mayor calidad de vida de los ciudadanos y el desarrollo de sus capacidades. Si bien, por su propia naturaleza, las prácticas artísticas son autosuficientes y fragmentarias en tanto responden a la subjetividad de ciertos individuos o grupos, el desafío consiste en articular las dos dimensiones que, en todos los casos comprenden; la cultura de las relaciones sociales y la cultura artística. En la actualidad el divorcio entre ellas y la cristalización de las compartimentaciones entre campos artísticos y entre las prácticas  profesionales y no profesionales, remiten a la fragmentación  cultural  de la sociedad y al distanciamiento de las prácticas artísticas de la vida cotidiana de los  ciudadanos.
Derrumbar las barreras entre los  “enclaves” que fragmentan la cultura de la sociedad considerada como un todo; los ámbitos de creación especializados de los aficionados; la cultura erudita de las culturas populares; el patrimonio, de las prácticas artísticas y la vida cotidiana; los medios masivos de comunicación de la cultura que en cada espacio los  creadores especializados y las comunidades producen, implica flexibilizar las barreras que separan a los distintos sectores sociales y segmentos de público. 
La primera exigencia para impulsar la cultura de las relaciones sociales es conocer la cartografía cultural de espacios atravesados por diferentes flujos culturales de dirección única y sin mayores contactos entre sí, los cuales responden a las condiciones de estratificación socioeconómica –a la vez que la reproducen- determinando un acceso cada vez más desigual al capital simbólico de la sociedad. La segunda es reestructurarla de modo de constituir circuitos culturales con interconexiones múltiples en torno a los cuales se constituyan redes de proyectos  que, sostenidos por pluralidad de agentes públicos, comunitarios y privados, interrelacionen la cultura artística y las prácticas sociales para potenciar a ambas a fin de que cumplan un papel integrador de los espacios involucrados. Esta es la trama cultural, de la que la cultura artística y los creadores constituyen una parte sustantiva. Asimismo, en lugar de ser concebidos como meros artefactos técnicos para vehiculizar “contenidos”, la televisión, la radio, la informática y las redes virtuales, han de integrarse a dicha trama, como instituciones de servicio público a las cuales los ciudadanos han de tener acceso como actores y no únicamente en calidad de consumidores o público.
Las prácticas sociales referidas a diversidad de campos –el medio ambiente, la solidaridad social, la salud, la alimentación, el turismo, etc.- que suelen llevarse a cabo en el marco de proyectos autogestionados por asociaciones de la comunidad son también productoras de valores y sentidos que constituyen una parte significativa de la cultura de la sociedad. Por consiguiente, una política de desarrollo cultural comprende la articulación de las micro-políticas que, referidas a cada campo particular de la creación, producción y circulación de bienes artísticos y servicios culturales, con las diversas prácticas sociales productoras de ciudadanía. Del mismo modo que sucede con las políticas económicas, de salud, educación u otras, toda política cultural remite al proyecto de país al cual una sociedad aspira. Los principios orientadores de la política cultural dan presencia a dicho proyecto y se expresan  en las decisiones de los poderes públicos y las prioridades que ellos establecen, desde el  financiamiento y los marcos normativos hasta  la organización institucional del área y los planes, programas y proyectos que les dan presencia en la vida de la sociedad. La congruencia entre estos componentes la proporciona el proyecto político que las políticas culturales sostienen y del cual constituyen un poderoso instrumento dinamizador.
Es evidente que la actual organización centralizada, vertical y concentradora de las decisiones de los organismos culturales públicos y el modelo de gestión autoreferencial inherente a la misma, responden a un determinado proyecto político. Este paradigma es el subproducto de la accidentada trayectoria histórica en la que se forjó la institución cultural pública en Argentina a partir de las concepciones iluministas en boga en el primer tercio del siglo XX. Si el mismo no fue apto para responder satisfactoriamente a las aspiraciones y necesidades de la sociedad pasada, mucho menos puede serlo de la actual.  
El énfasis puesto en la resolución del crónico déficit presupuestario de los organismos culturales suele desplazar la atención de los problemas cualitativos que tornan obsoleto al actual modelo de gestión. Si bien la inversión cultural del Estado debe alcanzar niveles dignos, las mayores partidas presupuestarias no producen soluciones automáticas a problemas institucionales crónicos.
Una política cultural actualizada ha de superar la dicotomía existente entre la acción cultural pública difusionista-conservacionista-patrimonialista y la acción cultural privada sometida por entero a la lógica mercantil.  En tanto la primera quede acotada a dar satisfacción a los procedimientos administrativos, las apetencias partidocráticas de poder y las demandas de los artistas y las corporaciones del sector y la segunda a la lógica de acumulación de capital en cuanto fin valoso en sí, ninguna de las dos cumple con el fin de responder a las necesidades  culturales de la sociedad .
No es competencia de las políticas culturales ni de la gestión del sector, ocuparse de la salud de la población, del medio ambiente, el turismo, el trabajo en general, el deporte, la educación, la ciencia, la promoción social, o el consumo, para esto existen organismos que, supuestamente, son los específicamente encargados de ello.
En cambio, sí es competencia de los organismos culturales públicos aportar, mediante sus intervenciones, a la construcción de una cultura de la salud, una cultura ambiental, una cultura informativa, una cultura turística, una cultura del trabajo, una cultura deportiva, una cultura científica, una cultura política, una cultura educativa, una cultura de la solidaridad y la cooperación, una cultura del consumo. Para ello, las políticas culturales y las políticas de salud, educación, turismo, deporte, ciencia, etc., deberán articularse en programas y proyectos de carácter intersectorial. Los mismos pueden ser co-gestionados con los diversos organismos públicos involucrados, las organizaciones de la sociedad que vienen actuando en cada uno de los campos y los actores privados que compartan los objetivos de desarrollo perseguidos por el Estado.
De lo anterior se desprende que ya no es posible concebir a la gestión cultural como coto exclusivo del arte y los artistas, sino en calidad de factor sustantivo del desarrollo integral de la sociedad.
La nueva generación de políticas culturales amplía considerablemente el  espacio de la cultura artística, en lugar de reducirlo. Ésta podrá cumplir funciones esenciales en la construcción de sentidos y prácticas sociales, tanto desde los ámbitos especializados de producción-circulación de los diversos bienes y servicios culturales, como a partir de los no-especializados o comunitarios, cuanto más interelaciones establezca con la vida cotidiana de cada comunidad.
Concebir a la cultura artística como medio del desarrollo de la sociedad, no debe llevar a omitir que ella es también un fin valioso en sí, en cuanto quehacer y producto humano. Pero cerrar la brecha entre arte y vida, objetivo que obsesionara a las vanguardias, solo será posible en la medida que la cultura artística y la cultura de las relaciones sociales no consituyan esferas escindidas entre sí. A este propósito, quizá utópico, deben apuntar las  políticas culturales de nueva generación. Si una política cultural no está orientada por la utopía de una convivencia social de alta calidad y de sociedad mejor, no merece calificarse de tal.  Estos propósitos constituyen las condiciones sociales en las que la  influencia de la cultura artística puede impregnar con su presencia los distintos ámbitos de la sociedad, trascendiendo las fronteras de los espacios habituales de los “públicos de las artes” y de los de los públicos de la cultura de la diversión  massmediática.      
La construcción de redes de proyectos y la multiplicación de agentes que participen en la dinamización de la trama cultural de la sociedad en su funcionamiento, necesariamente impulsa una transformación de la cultura de las relaciones sociales y de la cultura artística. La relación de la producción privada, individual o grupal de los artistas y creadores con la construcción del espacio público y la producción de ciudadanía, no es una misión que pueda depender del mercado, ni quedar librada a la autogestión de aquellos. Este es el espacio de las políticas y la gestión cultural públicas.
Aunque la disociación de los creadores de sus circunstancias sociohistóricas sea esgrimida como una cualidad de la producción artística erudita -tal como lo preconizaran las tesis de l´art pour l´art decimonónicas- esta asepsia es más supuesta que real, en tanto asume como marco de referencia de sus prácticas la institucionalidad del campo de creación del que se trate, la que inevitablemente está vinculada a determinadas realidades sociohistóricas (Bourdieu; 1995). Pese a que sus fines explícitos sean los estéticos, toda producción artística es portadora de una dimensión ideológica vinculada al sistema de relaciones de poder inherente a la tradición del campo respectivo, ya sea para reproducirla o transformarla. Se trata, en todos los casos, de una de las dimensiones que asume lo social histórico que da cuenta de la realidad de vida de los pueblos con mayor elocuencia que las prácticas específicamente políticas y económicas, tanto por lo que los bienes simbólicos revelan como por aquello que silencian u omiten. Además, las funciones de diferenciación social asignadas por aquella tradición a las artes y la literatura, son complementarias de las de mercantilización y consumo de contenidos simbólicos que promueve la llamada cultura de masas, aunque con el objetivo explícito de “entretener”.                    
El rasgo diferencial de las políticas y la gestión cultural del siglo XXI es la articulación entre la cultura de las relaciones sociales y la cultura artística, en cuanto campos de intervención que solo desde una concepción iluminista de la cultura es posible escindir.  Ella reclama una nueva institucionalidad cultural, en tanto las actuales instituciones culturales fueron forjadas para omitir dichas articulaciones y para responder a las necesidades de representación y reproducción del poder,  más que para hacerlo con respecto a las demandas, aspiraciones y necesidades culturales de la sociedad.
En tal sentido la nueva institucionalidad debe facilitar procesos de   planificación estratégica participativa dirigidos a construir espacios inclusivos de los diversos actores sociales, públicos, privados y comunitarios para la construcción y el procesamiento de los planes y proyectos. Además de posibilitar una mayor productividad, esta metodología de gestión da respuesta a la necesidad de constituir redes sociales de sostén de los proyectos que los  preserven de los cambiantes avatares políticos.  En este caso, la  eficacia de la gestión estará dada por la medida  en la que los ciudadanos se apropien de los mismos y participen co-gestionándolos o autogestionándos. Para que ello suceda los proyectos deben ser experimentados como un aporte sustantivo al mejoramiento de la calidad de vida de las comunidades; es decir han de responder a sus necesidades y aspiraciones.  
1.2. La construcción del sentido y la producción cultural. De la “cultura de la diversión” a la “cultura de la imaginación”
En el debate sobre la cultura han ido cobrando fuerza varios preconceptos. Entre ellos importa aclarar el que categoriza a la cultura según la oposición divertida/aburrida. Puede suceder que la demanda de una cultura “divertida” se interprete como  necesidad de los sectores jóvenes, ejerciendo presión sobre la toma de decisiones. O que el  temor a quedar entrampada en la lógica elitista que suele proliferar en torno a ciertas instituciones culturales, induzca a la gestión cultural a suponer que el “suministro” de experiencias divertidas le permitirán adquirir una imagen “moderna”.  Otra fuente de presiones suele provenir de los decisores políticos aquejados de crisis de legitimidad, en particular entre los electores jóvenes. La idea de que es preciso atraer a un público masivo mediante la oferta de productos y servicios que gocen de popularidad es funcional a la construcción del mito juventud, construido en torno a valores que, supuestamente, serían intrínsecos a una etapa de la vida considerada en  términos biológicos.
La dicotomía cultura divertida-cultura aburrida -que connota las de juventud-vejez ; moderno-antiguo- supone la adopción de un marco ideológico que valoriza a los seres humanos en tanto productores-consumidores-electores, conforme a la lógica del mercado y del marketing político.
Uno de los arcaísmos políticos en boga supone que la  convocatoria masiva de jóvenes a un recital de música o mega-evento gratuito, produciría la adhesión política de este electorado y que el prestigio o la popularidad de ciertos artistas se transmitirá “por contagio” al político o funcionario que, por auspiciar el evento “divertido”, lo suele  inaugurar con el aburrido discurso de rigor. Esta convención se inscribe en las reglas de la escenificación de la política, antes que en el campo de la acción cultural. 
De estas presiones no está ausente la televisión, que promueve dos estereotipos complementarios; el de una  cultura juvenil mítica -por definición “divertida”- y la idea de que la cultura seria, es “aburrida”. La función reproductora de la diferenciación social originada en causas socioeconómicas, enmascaradas por la apelación a la diferencia estética que cumpliera la política cultural iluminista con sus intervenciones solemnes y sacralizadoras, es así retomada desde el  nuevo escenario de privatización del espacio público y mercantilización de la cultura.  
Esta concepción plantea una falsa dicotomía. Sería un absurdo extrapolar la oposición verdadero-falso de su campo de origen -la ciencia- a cualquiera de los géneros literarios o a la  creación artística en general, porque no es pertinente a la misma.  Divertir/aburrir tampoco es una disyunción pertinente al arte y la cultura, ni una finalidad de la creación. Mucho menos puede serlo de la gestión cultural. 
La cultura y, dentro de ella el arte, se definen por una particularidad: construir sentidos. Otra cuestión es cómo se los construye. Y como bien se sabe confundir medios con fines es fatal.     
El mundo actual no es precisamente divertido, basta con ver un noticiero de televisión o leer el periódico para comprobarlo. Tampoco se presenta comprensible; la mayor transparencia adjudicada a la hipertrofia informativa en la sociedad de las redes sume a los ciudadanos en un oscuro laberinto de interrogantes que provocan angustia. Existe coincidencia en señalar que una de las principales motivaciones del consumo cultural en la actualidad, residiría en la búsqueda de respuestas de las personas  a los muchos interrogantes que las acosan en un contexto de incertidumbre extrema, en el cual las sociedades son recorridas por significantes  contradictorios.
Por un lado estremecern las masacres y los genocidos en gran escala, los abusos de los poderosos sobre los débiles -sean sectores sociales o naciones-, el desastre ecológico, el hambre y la exclusión social de cada vez más vastos sectores, la anarquía voraz de los mercados, la  violencia que implosiona en la vida cotidiana y la destrucción del tejido social, en cuanto síntomas de un des-orden promotor de inéditas formas de barbarie. Por el otro, los avances de la ciencia y la técnica y las nuevas formas de organización social que procuran dar respuesta a múltiples demandas no contenidas por la política ni respondidas por el Estado y el mercado, demuestran que las comunidades humanas mantienen una elevada capacidad de superar sus problemas con creatividad y apuntando a un futuro mejor. 
El  surgimiento de los movimientos sociales locales y globales que con sus movilizaciones y planteos públicos van definiendo los perfiles de nuevas utopías, señala la emergencia de una conciencia crítica que es preciso profundizar. La actual dinámica del capitalismo globalizador y la lógica de poder de las fuerzas políticas y económicas que la impulsan manifiestan su carácter destructivo y depredador de la convivencia social y la condición humana. Ante esta evidencia aquellos recuperan las prácticas y valores que propugnan un cambio de paradigma de desarrollo, mediante la articulación de respuestas colectivas también globales, las cuales admiten diversidad de posiciones ideológicas y políticas. 
Aunque no exentos de contradicciones, estos movimientos constituyen una fuerza que construye nuevos sentidos dirigidos a restituir los vínculos quebrados entre las distintas esferas del quehacer social; la ciencia y el arte; los valores humanos y la economía; las prácticas sociales y el medio ambiente, etc., que abren paso a una comprensión del mundo más rica y compleja. También suponen un replanteo de las relaciones entre el Estado y la sociedad que es menester tener en cuenta para las transformaciones que aquél pretenda impulsar.
La actual crisis de sentido se inscribe en una verdadera guerra simbólica -o por la imposición del sentido-  cuyos referentes dan cuenta de la lucha por la hegemonía que tiene lugar en las sociedades. Mientras los grandes conglomerados multimediales transnacionales acentúan sus funciones reproductoras y propagandísticas del Poder Corporativo Global Concentrado (PCGC ), los estados rehenes del mismo son sometidos a un profundo desgaste institucional y  las sociedades avanzan generando formas autónomas de construcción de sentido. La disolución de las mediaciones políticas estadocéntricas y partidocéntricas cede paso a una fragmentación del poder social. Si bien ésta implica mayores  dificultades para la producción de  sentidos integradores de la diversidad de aspiraciones e imaginarios sociales,  en orden a gestar un proyecto colectivo que los comprenda y sintetice, también crece la necesidad de una cultura que los construya.       
La crisis de sentido y la “imaginación radical”
La actual crisis de sentido implica una negación del valor de la vida. Fenómeno al que algunos pensadores denominan nihilismo,  asociándolo  a la pérdida de la fuerza vinculante de los “ideales de la modernidad”,  o la denominada crisis de los “grandes relatos”.
Al no verificarse el horizonte de una sociedad fundada en las ideas de progreso y emancipación humanos que aquellos ideales trazaban, se abre paso una conciencia alienada en el yo individual ante la imposibilidad de imaginar y proyectar el futuro de manera colectiva. La razón técnica viene a ocupar el vacío derivado de aquella pérdida, asumiendo el carácter de ideología al depositar en los avances tecnológicos –desapegados de las relaciones de poder que ellos suponen- la resolución de diferentes problemas humanos y sociales que exigen respuestas políticas.
 El sentido de la vida está asociado, antes que a la razón técnica, a la esfera de las relaciones sociales donde se recrean valores y proyectos colectivos que posibilitan el reconocimiento de sujetos diferentes, cuyos fines y metas no se perciben antagónicos de los mismos. Algo cualitativamente distinto de un mercado anónimo, cuyo objetivo es la reproducción del capital sin finalidad ulterior alguna. El debilitamiento de los lazos societarios por la satisfacción de las necesidades e intereses individuales organizada por el mercado, erosiona la convivencia social y las fuentes de construcción de identidades asociadas a la misma. Las relaciones, prácticas y sentidos colectivos que posibilitan la cohesión social, más allá de las diferencias que separan a las personas y grupos, pierden legitimidad.
El resquebrajamiento del espacio simbólico significado como Nación -al cual correspondían una política, una cultura, una estructura social y una economía determinadas- supone que las funciones de integración y orientación de las fuerzas sociales y de las demandas y aspiraciones colectivas,  como forma clásica de las prácticas políticas representadas por el estado moderno, se disgregan y autonomizan. Cada campo del quehacer social -economía, política, cultura, etc.- ya no guarda correspondencia con los restantes y, en su conjunto, ellos no actúan como instancias organizadoras de la sociedad. 
La esfera de las decisiones políticas, no sólo se ha desviculado de los “mundos de la vida” (en palabras de Habermas; las relaciones interpersonales, el espacio local, como instancias próximas en las cuales todos se sienten en capacidad de incidir) sino también del Estado, de igual manera que éste lo ha hecho con respecto a la Nación. Es perceptible que las decisiones que orientan la vida de la sociedad, dependen cada vez más de espacios exógenos a la política y a la misma Nación; Wall Street, FMI, medios de comunicación social, grupos de presión económicos. Aunque las causas de esta situación escapen a la comprensión de buena parte de los ciudadanos, ella es experimentada por todos. Crece la sensación de estar frente a poderes omnímodos y difusos en cuyas determinaciones no es posible influir.
El discurso político transita dos ejes por igual alejados de los mundos de la vida, el marketing electoral y la esfera tecno-económica. La contrapartida de esta paradojal despolitización de la política y de la emigración fragmentaria de lo político a otros territorios de las prácticas sociales, introduce nuevas fracturas de sentido.
La “racionalidad” que justifica estos fenómenos como necesarios, o bien inevitables, quiebra la relación básica que protege a los humanos de la locura: la de íntima correspondencia entre el discurso y la porción de realidad de  vida a la que el mismo alude. Quebrado este lazo de confianza fundamental que permite establecer relaciones de sentido con el mundo ¿en qué confiar o creer?
La información que circula por los medios masivos de comunicación presenta determinados problemas de la realidad  como “hechos” carentes de causalidades e interrelaciones y, en general, bajo una faz espectacular que torna indescifrable su sentido profundo. Estos dispositivos discursivos son parte sustantiva de las prácticas ideológicas dirigidas a construir una retórica de la representación del poder, dirigida a enmascarar las causas y relaciones entre los fenómenos para ocultar los reales intereses de aquél. La hipertrofia informativa no acrecienta la transparencia de las cuestiones públicas sino que contribuye a su mayor opacidad.
El discurso de los medios de comunicación presenta como un hecho inmodificable la subordinación de la polis al mercado, proponiendo en consecuencia, la personalización extrema de la política y la concepción de la vida como goce del instante. Se trata de construcciones simbólicas sustitutorias de las prácticas sociales productoras del sentido de polis por excelencia; la política y la cultura. Las representaciones massmediáticas de “lo real” profundizan la brecha entre economía, política y cultura, en lugar de cotribuir a cerrarla.      
La propiedad de re-presentar -atribuida al arte desde el artista-cazador de Altamira hasta la  llegada de la era digital- significa “restituir presencia”. Esta función no debe confundirse con la de reproducción, mediante una u otra técnica -como sucediera en los inicios del cine- de las contingencias de los objetos materiales que ofrece la realidad física, meros artefactos inertes en tanto carentes de significados en sí. Re-presentar es un acto simbólico por medio del cual los individuos invisten de sentido a la realidad y a sus prácticas en relación con ellla, constituyéndose así en sujetos. Este acto, a veces solitario, pone en juego la propia experiencia del mundo y la integralidad de la experiencia humana intersubjetivamente construidas. La representación,  intrínseca a todas las prácticas humanas, y específicamente a las artísticas, constituye un espacio de comunicación y encuentro de  ideas, pensamientos, creencias, valores, apetencias, fantasmas; en suma de imaginarios colectivos.
La cultura del goce del instante demanda excitación y desenfreno, algo opuesto de emotividad y reflexión como operaciones simbólicas interrelacionadas en la construcción del sentido del mundo y de las propias prácticas en relación con él. Se requieren potentes dosis de anestesia para adormecer aquella parte del yo que, al menos desde el artista-cazador de Altamira, es inherente a la condición humana. Carece de importancia el vehículo calmante; se trate de la música ensordecedora de una disco, el talk-show televisivo, el consumo en un shopping, las ilusiones psicodélicas de un video game, o las más carnales de un porno-show. Si bien el sentido forma parte de todas estas actividades, con seguridad diferirá el que le adjudiquen unos y otros individuos, aunque todos coincidirán en que ellas son divertidas porque les permiten desenchufarse. Y, en efecto, ellas procuran que los individuos se desconecten de su condición de sujetos; o sea, de construir sentidos colectivos que les permitan comprender su  realidad para transformarla.  
La alienación supone una conciencia refleja que impulsa a vivir -o a sobrevivir- sin conferir a las propias prácticas más  finalidad y sentido que el goce del momento o la experiencia acotada a fines instrumentales inmediatos; no se propone interrogar al mundo para comprenderlo ni intervenir en él mediante el ejercicio de la voluntad de decisión sobre el destino individual y colectivo.      
A su vez, la asunción de un proyecto colectivo supone la representación imaginaria de un futuro mejor, percibido como el continente necesario de los proyectos individuales en cuyo seno se definen las relaciones entre los sujetos y sus prácticas, en cuanto integrantes de una sociedad o, en su caso, de una familia. Pero la lógica del mercado es intrínsecamente destructura de estos lazos inmateriales. Para ella no existen la sociedad ni la familia, sino tan solo los individuos, y éstos son definidos por sus funciones de productores-consumidores de diferentes bienes y servicios; es decir, circunscritos a fines instrumentales.
La esfera económica, al autonomizarse de la política y de la cultural, requiere del auxilio de sentidos que le posibiliten reproducirse como fin desprendido de toda ulterioridad y trascendencia.  Estos son los que remiten a un presente perpétuo. La cultura del goce del instante desplaza los sentidos capaces de alimentar ciertas metas colectivas, así como las prácticas que engendran la voluntad de alcanzarlas. De manera concomitante, el futuro es percibido con angustia y miedo, en lugar de esperanza. La capacidad humana de imaginar se debilita y disminuye la confianza en las propias fuerzas para incidir en la realidad. Es esta una crisis cultural que va mucho más allá de la dimensión “material” de las relaciones sociales, si es que fuera posible escindirla de la simbólica.        
Escribe Cornelius Castoriadis que las relaciones sociales reales -es decir, socio-históricas- son instituídas, no porque lleven un “revestimiento jurídico” -en algunos casos no lo tienen- sino porque “fueron planteadas como maneras de hacer universales, simbolizadas y sancionadas”.  Ellas “suponen una red a la vez real y simbólica que se sanciona ella misma, o sea una institución.  Esto significa que la dimensión simbólica no es una adherencia agregada a la “materialidad” de las instituciones, sino que forma parte de la naturaleza de las mismas (Castoriadis; 1993).   
Por otra parte, según el filósofo,  “La sociedad construye su simbolismo, pero no en total libertad.” Tampoco sin libertad alguna, dado que: “El simbolismo se agarra a lo natural y se agarra a lo histórico (a lo que ya estaba ahí); participa finalmente en lo racional. Todo esto hace que emerjan unos encadenamientos de significantes, unas relaciones entre significantes y significados, unas conexiones y unas consecuencias a los que no se apuntaba, ni estaban previstos. (...) el simbolismo a la vez que determina unos aspectos de la vida y de la sociedad (y no solamente aquellos que se suponía que determinaba) está lleno de intersticios y de grados de libertad” (Ibid.). La “imaginación radical” impulsa a los seres humanos a explorar aquellos grados de libertad y ampliarlos para inventar sus instituciones, así como sus propios fantasmas.
Plantea Castoriadis que lo instituido aparece desde la horda primitiva; todos los elementos de la institución ya están presentes en ella, salvo que la misma no está simbolizada como tal. Evidencia de que la institución adquiere presencia en la vida social a partir de que instituye un orden símbolico que traduce la acción de lo imaginario. Pero el papel del imaginario está en la raíz, tanto de la alienación como de la creación, de la historia y, obviamente, del arte (Ibid.). La creación presupone -al igual que la alienación- la capacidad de darse lo que no es (en los encadenamientos simbólicos del pensamiento racional constituído). Pero mientras la alienación implica una autonomización del imaginario institucional con respecto a la dimensión social, la creación es constitución de lo nuevo en una relación de intercambio de sentido entre los sujetos y de ellos con el  mundo (Ibid.).
Dos formas de constitución de lo simbólico son posibles; una inmediata en la que el individuo es dominado por el orden simbólico instituido y otra libre, lúcida y reflexiva, ya que si bien el discurso está presente en el simbolismo de lo que es, esto no implica que le esté fatalmente sometido. En tanto el objetivo del discurso no es el símbolo sino el sentido, todo discurso apunta a producir sentidos que pueden ser percibidos, pensados o imaginados . Son estas diversas modalidades de relación con el sentido las que presiden la representación y la creación, como procesos sociales mediante los cuales se constituyen los sujetos. 
La imaginación radical es la facultad de imaginar lo que no es a partir de lo que es, la que al imponer su presencia imaginaria al mundo orienta las prácticas sociales hacia la construcción de nuevas instituciones. Estas no son sólo lo que la  materialidad de sus códigos o funciones pretende, sino fundamentalmente, productos históricos del imaginario colectivo. De allí el carácter particular, dinámico y cambiante de toda institución social, aunque el discurso del poder de cada época, pretenda que ellas son eternas e inmodificables.
Los imaginarios alienados están condenados a reproducir lo instituido. La imaginación radical es instituyente; apunta al cambio. Ella es un fruto precioso de la experiencia humana que germina al crear nuevas relaciones de sentido, las cuales darán lugar a  nuevas instituciones, aunque para ello sea preciso apelar a los “escombros” de las viejas construcciones simbólicas (Ibid.). Si la imaginación radical es prerequisito de la creación, constituye el objetivo central de la acción cultural. Sin embargo, ésta también es partícipe del simbolismo institucional dado que ha sido construida por y, a la vez construye, determinados imaginarios que re-presentan relaciones de poder  las que, obviamente, no son estáticas sino dinámicas.   
La gran tarea de la modernidad que puso en marcha el Renacimiento fue la producción de imaginarios instituyentes. Esta revolución no fue solamente obra de algunos artistas e intelectuales, sino el producto de las relaciones de poder en un campo -el de las artes y la cultura en general- en un tiempo y espacio dados. Las luchas de los artistas e intelectuales  por la apropiación del capital simbólico fue regulada por la competencia de los poderosos -Iglesia, príncipes, banqueros, dignatarios, grandes comerciantes, todos ellos mecenas- mediante instituciones que, incluso ejerciendo la censura, posibilitaron la construcción de sentidos, prácticas e imaginarios que resignificaron al mundo desde la perspectiva de un nuevo proyecto político; el de la burguesía.
Aquellos imaginarios apelaron, no obstante, a la reactualización de construcciones simbólicas de la antigüedad clásica, sustraidas del espacio social durante el medioevo pero preservadas por intelectuales de los enclaves europeos de la cultura islámica. Este curioso itinerario de las ideas fundantes de la modernidad dará a luz la utopía que -en el siglo XIV y desde un orden social dominado por la religión- propugna la organización de los estados-nación. El rol de agente del cambio asumido por la burguesía sería impensable sin la generalización de las prácticas sociales y políticas y los valores e imaginarios asociadas a ella. El origen del Estado-nación, como institución fundante de la modernidad, es indisociable de la revolución cultural que supuso imaginar al individuo como centro del universo y a éste regido por las leyes de la razón y la ciencia.
La imaginación radical del Renacimiento anticipó un nuevo sistema de organización social y política que,  al  transformar aquellas ideas en los ideales de emancipación y progreso humanos sin límites con el Iluminismo del siglo XVIII, dio lugar al Estado moderno desde el seno mismo del absolutismo monárquico. Estado que fue concebido como instancia articuladora de la razón y la historia; de la ideas y la realidad material, en virtud de la sustitución del principio del origen divino del poder terrenal por el principio del raciocinio de los ciudadanos como fuente del mismo. Estos cambios históricos, políticos y económicos, fueron también y fundamentalmente culturales: imaginar a la Nación como unidad territorial, política y cultural inescindible del Estado, exigió una ardua labor intelectual dirigida a  representar un  proyecto entendido como deseable y factible de alcanzar. 
La dimensión cultural es parte sustantiva de todo proyecto político, de los que procuran reproducir el mundo que es y de aquellos que apuntan a cambiarlo. Política y cultura son las dos dimensiones constitutivas de la  Nación en cuanto construcción simbólica y espacio material, aún pese a las tensiones que motiva el actual proceso de globalización. Es impensable que existan políticas culturales divorciadas de un proyecto político, se sea o no conciente de ello.
La personalización de la política, ligada a su metamorfosis en género del espectáculo mediático, representa su privatización, en tanto pérdida del sentido dirigido a organizar las prácticas sociales en función de un proyecto colectivo (Velleggia; 1997). De ella está ausente la imaginación radical que posibilita  construir el sentido del presente y también del pasado, como operaciones intelectuales intrínsecas a la definición del proyecto futuro. Hay tantos pasados, o sentidos del mismo, como proyectos de Nación los distintos actores sociales asumen en el presente e imaginan hacia el futuro. Como bien señala Agnes Heller, pasado, presente y futuro son tiempos imbricados, sólo susceptibles de ser recortados del continuum histórico a los efectos del análisis historiográfico (Heller; 1982).
La lógica que preside la creación, en cualquier campo; sea político, científico, o artístico es, precisamente, imaginar lo que no es. Las prácticas creativas que dan nacimiento a la obra, si bien reclaman procesos complejos, en los que intervienen conocimientos y habilidades técnicas, tienen su punto de arranque en un acto de interrogación que pone en tela de juicio el mundo tal cual es, o aparenta ser, e imaginan nuevas opciones. De allí que las dictaduras pretendan erradicar de la sociedad la conciencia crítica, siempre asociada a las facultades de interrogación, imaginación y creación.  
En una democracia, por imperfecta que sea, y mucho más si lo es, la acción cultural, lejos de obstruir la lógica de la creación sólo en ella justifica su existencia.  Si no adopta la misión de impulsar la imaginación radical de la sociedad  estará negando su propia esencia, del mismo modo que lo hace la privatización de la política con la suya. Demás está decir que la cultura de la diversión no parece un horizonte utópico apto para promover la conciencia crítica y abrir la percepción humana a la interrogación y la problematización del mundo que es, ni mucho menos a la imaginación del que no es.
La gestión cultural no es una ciencia administrativa -aunque requiera de su auxilio- ni consiste en generar programación para determinados espacios o  edificios -más modernos o vetustos-, pese a que esto es necesario, tampoco significa la producción de megaeventos o de acciones puntuales, en la falsa creencia de que se está “haciendo cultura”. La cultura la hace la sociedad. La misión de la gestión cultural es generar las condiciones para el pleno desarrollo de aquella. La dinámica del cambio no se basa en la ignorancia o la negación del presente y del pasado, ni en la actitud mesiánica de pretender fundarlo todo desde cero. Si no se parte del conocimiento de la realidad que es y de la trama de causalidades que la originan, tomando en cuenta las distintas variables del complejo escenario de la sociedad y el campo cultural, será poco factible impulsar lo nuevo.
La lógica de la creación implica, por definición, una utopía. Asumirla plantea riesgos y dificultades. Pero si la gestión cultural se aferra a lo que es, porque está de moda o parece asegurar éxito de público, no estará aportando al desarrollo de la sociedad sino al deterioro de su cultura. Por “divertidas” que resulten las acciones resultantes, ellas se inscribirán en el más terrorífico de los aburrimientos: la muerte de la imaginación.
La reconstrucción de la trama cultural en el cambio
Adoptar como punto de partida de la gestión cultural la lógica de la creación y como objetivo la emergencia de la imaginación radical, exige tomar en cuenta dos preguntas interrelacionadas:
¿Cómo impulsar en la sociedad el desarrollo de la capacidad de interrogación y comprensión crítica del mundo que es?
¿Cómo generar las condiciones que promuevan la representación de un horizonte mejor por parte de los ciudadanos y propiciar la emergencia de la imaginación radical y las prácticas sociales consecuentes?
La primera dinámica implica estimular la capacidad de interrogación de los fenómenos que se manifiestan como hechos aislados e inmodificables y sus múltiples relaciones de sentido, apuntando a desarrollar competencias de análisis  de los diferentes discursos que circulan en la sociedad. Comprender el  mundo que es constituye una demanda generalizada de los ciudadanos ante la crisis, tanto para encontrar explicaciones a ella como para atisbar alternativas de superación a la angustia que provoca. Esta necesidad cultural no es registrada por las encuestas de opinión habituales, no puede ser satisfecha por el consumo ni tampoco por la cultura del goce del instante. Las respuestas englobadas en la categoría de “entretenimiento” sirven a escamotear el carácter ideológico de las mismas. Esta categoría, inventada por el management del show-business, incluye, tanto los productos de las industrias culturales que ofrecen miradas inquisitivas sobre la realidad,  como la chatarra cultural que suministra buena parte de la programación televisiva y las diferentes actividades dirigidas al “tiempo libre”, desde el turismo a los deportes. Esta indefinición cualitativa, en beneficio de lo cuantitativo, responde a los objetivos mercantiles de la lógica de la cultura del mercado y apunta a preservar a las conciencias de la duda,  apartándolas del ejercicio de la interrogación sobre el mundo que es. 
La gestión cultural tiene a su alcance recursos e instrumentos de importancia sustantiva para aportar a la interrogación y comprensión del mundo;  las artes plásticas, el teatro, el patrimonio, la música, la pantomima, los concursos literarios, las muestras y festivales temáticos, los talleres de reflexión filosófica u otros, el video, el comic, etc. y, por supuesto, el humor, distinto de la cultura de la diversión cuando motiva a pensar aunque apelando a la risa. El fin último de estos recursos culturales no son los productos  en sí, sino los sentidos a los que ellos dan presencia en la vida de la sociedad y su potencial de interpelación para provocar interrogantes que lleven a descubrir nuevas relaciones de sentido. 
La principal dificultad reside en modificar los habitus de percepción (Bourdieu; ), modelados por las diferentes instituciones culturales que cumplen las funciones de reproducción simbólica de la sociedad.
El mayor poder a-culturador de la televisión reside en la configuración de un determinado habitus de percepción de lo real, antes que en los “contenidos” puntuales de los productos. Se trata de una percepción acosada por la retórica de la urgencia y el impacto emotivo, destinada a bloquear la probable emergencia de interrogantes sobre los distintos fenómenos que aborda. Ella introduce en el continuum de la programación unas pocas categorías estereotipadas sobre lo real que se replican sin cesar como “tesis explicativas” acerca del acontecer cotidiano e histórico. La sobreabundancia de ellas induce a decidir únicamente, cuál de dichas categorías “pret a porter” cabe aplicar al fenómeno de que se trate, desde el auge de la comida light y la moda de la música cuartetera, hasta la crisis del país o la guerra en Oriente Medio. De este modo, la velocidad impresa a las operaciones de suministro y consumo de series estructuradas de informaciones-opiniones que entrañan categorías de clasificación de diversidad de fenómenos nuevos -y, por ende, ideología- los transforma al instante en supuestos viejos conocidos. Los procesos en los cuales ellos adquieren pleno sentido son desplazados por la  “novedad”, algo distinto de la  innovación. La rápida sucesión de novedades cierra las puertas a la innovación, cuya emergencia exige miradas y preguntas nuevas, antes que respuestas pre-formateadas. Al funcionar de similar manera con respecto al pasado, este habitus de percepción también lo despoja de los significados que permiten explicar el presente, misión que define a la historiografía en cuanto ciencia.
La construcción de sentido mediante la vertiginosa sucesión de hechos  desgajados de sus procesos constitutivos, que aparecen, estallan y se extinguen como  voraces llamaradas  es el mayor obstáculo interpuesto a la comprensión del mundo presente -siempre vinculado al pasado cercano y remoto- y a la posibilidad de imaginar un futuro distinto.
Así, la experiencia de la comprensión vendría a ser una actividad “aburrida” o innecesaria, inmediatamente sacrificada en aras de la gratificación sensorial. El borramiento de las jerarquías entre fenómenos de distinto orden conforme a una lógica binaria,  implica una sobreestimulación sensorial solo posible de sostener en una  simplificación extrema del sentido que opera una des-jerarquización equiparadora de fenómenos disímiles. Esta linealidad discursiva reclama hechos  personalizados y dramatizados. Renovar la atención,  demanda sobredimensionar la personalización dramatizada de los fenómenos abordados, desplazar sus probables causas por los efectos mostrables y los procesos de análisis por el impacto. Si las evidencias “demuestran” que  todo lo que es no puede ser de otra manera, sólo resta ausumir la vida como sucesión de momentos divertidos.   
Un recurso insoslayable para una política cultural es el  patrimonio que, inscrito en un proyecto de cambio,  mucho podría contribuir a contrarestar dicho habitus perceptivo. Pero en general considerado solo como objeto de preservación de sus manifestaciones tangibles, el patrimonio es despojado de su carácter de presencia viva y convertido en repertorio estético. La preocupación casi excluyente por el monumentalismo lleva a soslayar al patrimonio intangible que es el que acusa los mayores grados de deterioro.  Los monumentos y obras perdurables del patrimonio tangible, vinculados a los poderes hegemónicos de cada época, desplazan de la atención el acervo patrimonial de las culturas populares relacionadas a las prácticas cotidianas que dan sentido a la vida de la mayor  parte de la sociedad.  Sin embargo, ellas constituyen valiosos recursos para la reconstrucción del hilo de la historia, del cual es posible extraer conocimientos sobre el presente e imaginar futuros posibles.
Los nuevos enfoques sobre el patrimonio pueden  dar  respuesta a una necesidad cultural de las sociedades que ven bloqueado su  acceso a la memoria por vivir inmersas en el culto al presente perpetuo. Es posible constatar que los lapsus más graves de memoria están referidos al pasado reciente más que al lejano, en particular en los jóvenes. Aunque se responsabilice de esta situación a las instituciones educativas ella puede explicarse porque ciertas etapas y aspectos de la historia están ausentes de los distintos ámbitos de la sociedad en los que las personas intercambian informaciones y saberes. Son estos lapsus los que debe priorizar una política cultural referida al patrimonio.
En tanto la realidad es  inabarcable en su totalidad, la selección del recorte de “lo real” del presente se correlaciona con la efectuada  en relación al pasado. La reconstrucción intelectual del continuum histórico no es posible si ciertas porciones del patrimonio pasado son omitidas y otras confinadas  a la categoría de objeto inerte, divorciado del presente. Asimismo, esto induce a despreciar el patrimonio que se está construyendo en el  presente en su calidad de legado para el futuro.  
La segunda dinámica propuesta implica algo muy distinto del viejo programa cultural del iluminismo -burgués y socialista- consistente en “inyectar” en la conciencia del pueblo una ideología política, suponiendo que carece de la facultad de pensar por sí mismo, por lo que habría que evitarle este trabajo reservado a las élites intelectuales y las vanguardias políticas. Por el contrario, se trata de generar espacios de intercambio promotores de relaciones de comunicación, expresión y creación, que posibiliten el reconocimiento colectivo para la constitución de sujetos -esto es, de ciudadanos- capaces de elaborar sus pensamientos, discursos y estrategias de acción. Descubrir relaciones de sentido, poder expresarlas y crear otras nuevas, constituye un aprendizaje grupal o colectivo que no suele darse manera espontánea sino que reclama estrategias concientes.
Según el dramaturgo Bertolt Brecht, el desplazamiento del placer emotivo que proporciona la catarsis –catharsis-  por el placer intelectual de experimentar el descubrimiento, por el principio del distanciamiento que practicaran las vanguardias, remueve los condicionamientos perceptivos rutinarios del espectador vinculándolo al mundo de la vida a través del espectáculo teatral, pero sin someterlo a la magia de éste. La obra artística, en tanto mediación entre los sujetos y el mundo, no agota su sentido en sí misma ni en la “descripción” -o la crítica- del mundo que es, sino que dispara significados más allá de ella. No es propósito del arte propiciar actos de consumo, como cualquier otra mercancía, sino de interrogación, develamiento e imaginación.
Se sabe que la percepción no es pasiva, sino activa y configuradora, pero ello no implica que todo acto de comunicación active las facultades de descubrimiento, de expresión y de imaginación o creación. Si la magia del espectáculo -como pensaban Eisenstein y también Brecht- impacta los sentidos, pero la percepción involucra el nivel intelectual para la construcción del significado, todo acto de construcción de significados contiene una dimensión ideológica; es decir conceptual. De esto se desprenden algunas consecuencias.
La calidad integral de una obra artística, no es sólo una cualidad intrínseca a la más correcta formulación de los códigos que la constituyen  considerados en abstracto, sino que depende de la calidad de la relación con el público receptor que ella sea capaz de impulsar. En esta relación de comunicación,  además de construirse el significado y la verosimilud de la obra, se produce la fruición estética y se pone en juego la dimensión cognoscitiva del arte.
Por más verosímil que resulte un film cuyo objetivo excluyente sea “entretener”, mediante el sometimiento del espectador a una suerte de hechizo sensorial, o proporcionándole información unívoca bajo la forma de clissés dirigidos a evitar los “desvíos interpretativos”, el mismo tendrá una pobre calidad artística por la sencilla razón de que la simplificación de los niveles de significación restringe el universo de las facultades humanas puestas en juego al momento de la percepción.   Una mayor riqueza artística implica una mayor complejidad de niveles de significación y, consecuentemente, la apelación a la plenitud de las capacidades perceptivas del espectador. Esto sucede con las obras abiertas que, en general, rebalsan los esquemas generísticos. Precisamente, el género impone una codificación rígida tendiente a simplificar la complejidad y descartar los sentidos abiertos porque es su función impedir los “desvíos interpretativos”.
Esto señala que la selección de los códigos de un lenguaje artístico –o, en su caso, de determinadas obras a promover- implica correr el  riesgo de una tensión en la comunicación con sus destinatarios. Una relación obra-receptor sin tensión alguna, supone un sometimiento complaciente a la entelequia que algunos representantes del show-business denominan "gusto del público". En el otro extremo, en el arte experimental y el de las vanguardias, la mayor tensión impuesta a la relación obra-receptor puede llevar a la ruptura de la comunicación. En este caso, aunque la obra sea portadora de una elevada calidad estética, puede no alcanzar la verosimilitud que le permita establecer una comunicación plena con quienes la recepcionan.  Es posible, entonces, reconocer en el acto de apreciación dos niveles de la obra; el informativo y el estético, que también mantienen una relación de tensión entre sí. El primero se vincula más con las competencias culturales del espectador y el segundo con las competencias lingüísticas (Chomsky; 1970). El desarrollo de ambas competencias es una cuestión prioritaria  de la gestión cultural para dar respuesta a dos objetivos fundamentales. Primero, la formación de la capacidad de apreciación de los distintos lenguajes artísticos, que dará por resultado públicos competentes y receptores críticos que demandarán una producción de grados crecientes de complejidad y mayor apertura a lo nuevo. En segundo término, para impulsar prácticas artísticas innovadoras que posibilitarán una renovación de los quehaceres artísticos.
Con respecto a la dificultad del público para la incorporación de la novedad, y citando al teórico de la estética André Moles, escribe Gillo Dorfles que, después de la educación y del patrimonio de códigos culturales comunes entre creador y público: “Lo que caracteriza la adecuación de la obra de arte a su función comunicativa es ‘la adopción de un equilibrio entre original y ya conocido ; entre informativo e inteligible’ .  Moles distingue varios tipos de memoria que se ponen en juego en la percepción de la obra. Así, habría “una memoria propia permanente y absoluta comparable a la de las máquinas calculadoras, que poco tiene que ver con la fruición estética y una memoria inmediata (‘suerte de fosforecencia de la percepción’) limitada en el tiempo y equivalente, más o menos al período de saturación perceptiva que nos permite tener la sensación de una continuidad existencial , pero que desaparece al sobre añadirse cada imagen sucesiva que sustituye a la precedente y ésta es la que no permite al individuo normal recordar toda una obra teatral...” (o, para el caso cinematográfica o musical). Ella es, asimismo, la que empujaría al individuo a experimentar fruición estética en lo ya conocido (Dorfles; 1984).
Pero también, agrega el autor, existiría otro elemento que él denomina “campo de libertad de la obra”. En relación al mismo, plantea: “Si puede admitirse que la información semántica de una obra puede agotarse y olvidarse, parece, con todo, que la característica esencial de la obra de arte es la de trascender con su riqueza la capacidad perceptiva del individuo”. O sea, “la normal capacidad perceptiva del individuo no llega a consumir totalmente la obra” , en el acto de su percepción (Ibid.).
En tanto la relación obra-espectador es un fenómeno comunicacional y, por consiguiente esencialmente humano, el nivel estético y el de comunicabilidad de la obra dependerán de su mayor potencial para activar y estimular las facultades perceptivas, congnoscitivas e imaginativas en las que se basa la fruición estética. Ésta no se agota en el acto del consumo, no agota todos los niveles de significación de la obra en su percepción inmediata ni es deseable que lo haga. Estos rasgos remiten a los mayores grados de libertad o apertura con respecto a lo ya conocido. La obra abierta, no sólo exige al espectador la intervención más plena de sus facultades perceptivas y sus competencias culturales y lingüísticas, sino también le proporciona mayores grados de libertad interpretativa, activando sus capacidades cognoscitivas e imaginativas. Derribar los condicionamientos que mantienen adormecidas estas facultades es primordial.
En una democracia cultural los espectadores o públicos han de transformarse en creadores y emisores de sus propios discursos y en actores de los procesos de circulación e intercambio de los mismos. La producción de los especialistas puede, no sólo coexistir sino también interrelacionarse con la de los aficionados, derribando los muros que distintancian a ambos grupos de agentes entre sí.
Es, por cierto, deseable que las acciones y servicios encaminados a lograr dichos propósitos tengan la mayor convocatoria posible, pero esto no puede llevar a confundir el “éxito” cuantitativo, con la capacidad de interpelación, en términos cualitativos. El nuevo paradigma de la acción cultural puede sintetizarse en “ni minorías selectas, ni masas fascinadas: ciudadanos creativos”. La calidad de los servicios culturales se medirá por su aporte persistente a estos propósitos.

Un estado democrático no puede censurar ni impedir la libre expresión, pero sí puede y debe intervenir en la generación de las condiciones culturales que impulsen la constitución de mercados en los predominen la diversidad  y la calidad de los productos ofertados. Las actuales tendencias a la uniformación de la oferta cultural masiva y su escisión creciente del campo de la cultura erudita, solo pueden contrarestarse con la formación de públicos competentes y con una mayor participación de la comunidad en los procesos de producción y difusión de la cultura.
La constitución de comunidades creativas integradas por actores provenientes de campos diversos que ponen en común experiencias y conocimientos con miras a propiciar ideas y proyectos innovadores, constituyen reservas de imaginación y espacios de libertad cuya influencia es contagiosa. Cada comunidad creativa puede constituirse en un nodo generador de innovaciones -artísticas, científicas, tecnológicas, etc.- que, conectado a otros, permitirá establecer una red de circulación de experiencias y proyectos integradora y dinamizadora de la cultura de la sociedad, además de constituir instancias de gran potencialidad económica que pueden incrementar el bienestar de los espacios en los cuales se insertan. En este aspecto, la informática constituye un importante recurso cultural para articular grupos multidisciplinarios de diversos campos de conocimiento y disciplinas que, por lo común, suelen marchar por andariveles separados; ciencia  y arte; cultura y economía; tecnología y ecología, etcétera.
1.3. La cultura artística en el marco de las Necesidades Culturales Insatisfechas
El objetivo de promover la cultura de las relaciones sociales ubica a la cultura artística en un nuevo nivel, se trate de la producción ejercida por especialistas, o de aquella originada en las prácticas de la comunidad y los grupos de aficionados. 
En  todos los casos la cultura artística da presencia a sentidos cuya capacidad de interpelación depende de las características de los productos, de las condiciones del ámbito en el cual circulan y de las relaciones que los mismos promueven con y entre sus destinatarios. Si bien las dimensiones informativa y estética son inherentes a toda  obra artística, la construcción de significados tiene lugar en la relación de la misma con sus receptores. La puesta en contacto con la obra constituye una acción comunicativa (Habermas; 1984) que comprende tanto la relación emisores-receptores mediada por aquella, como los procesos que promueve entre estos últimos.

Es posible comprobar que,  en la situación de crisis, cada vez más numerosos los agentes intervienen en la acción cultura y que la capacidad del Estado en la materia es largamente sobrepasada por ellos. Las OSC, empresas,  fundaciones, cooperativas de artistas, grupos teatrales, musicales, de cineastas, que llevan a cabo sus propios proyectos culturales crecen por doquier. Algunos de estos proyectos son exclusivamente llevados adelante por dichas organizaciones y es bueno que así sea, otros podrán compartirse entre ellas y los organismos públicos -hecho  deseable- pero existe también un campo de intervención cultural que reclama el liderazgo de las políticas y la gestión públicas. Esto significa que si quizá como nunca antes en la historia, las sociedades son atravesadas por una intrincada red de flujos informativos y comunicacionales, que suponen nuevas formas de construcción de sentido y de relación con la cultura, de ello se siguen nuevas necesidades que es preciso responder, las cuales reclaman una  participación también mayor de las instancias públicas.    
Si el objetivo rector de las políticas y la gestión cultural es incrementar la calidad de la convivencia social e impulsar el desarrollo de las comunidades, los planes, programas y proyectos que se diseñen deberán dar respuesta a las Necesidades Culturales Insatisfechas (NCI) de los diversos sectores sociales, en particular de los más carenciados. No se trata de producir proyectos especiales para cada grupo o sector social -salvo en el caso de los niños y adolescentes- sino que es deseable efectuar cortes transversales. Es decir, los proyectos han de tender a involucrar  a ciudadanos de diferentes edades, géneros y clases sociales en torno a la respuesta a diversas NCI, para que cumplan un papel social integrador. Mientras la “segmentación” de los mercados, de acuerdo a los indicadores socioeconómicos que habitualmente se utilizan con fines mercantiles reproduce la fragmentación social y deteriora la trama cultural de la sociedad, la misión de la gestión cultural pública es adoptar categorías conceptuales y métodos apropiados a sus objetivos de integración sociocultural.  
Desde esta perspectiva la identificación de las NCI de los distintos ámbitos sociales y geográficos, opone a la lógica mercantil de los “segmentos de público”, una lógica socialmente integradora sin la cual no es posible reconstruir la trama cultural de la sociedad. Ello demanda que las fronteras que diferencian y compartimentan  a los diversos sectores sociales a partir de sus consumos culturales, sean flexibilizadas. Si una lógica reproduce la dinámica socioeconómica desagregadora del mercado, afianzando las relaciones y los valores de diferenciación  que le son propios, la lógica cultural de la polis debe proponer los que los contrarresten y superen. 
Sería deseable que la noción de NCI pasara a formar parte de los indicadores de las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), hasta ahora acotados a satisfactores preponderantemente materiales y, por tanto, portadores de una concepción que vivisecciona  a los sujetos en dos dimensiones inescindibles: material y simbólica; cuerpo y espíritu. Si bien las NCI van mucho más allá del mapa de las NBI, son los sectores sociales más pauperizados materialmente los que manifiestan las más agudas carencias culturales en tanto la situación de exclusión articula indigencia material e indigencia simbólica de una manera tan dramática que se estima que una persona adulta en esta situación solo maneja un vocabulario de alrededor de 150 palabras.  
Si las NBI señalan la ausencia de acceso a los satisfactores materiales, las NCI indican una desposesión de las informaciones, conocimientos y aptitudes que posibilitan dicho acceso, así como un bajo nivel de desarrollo de la comprensión de los distintos fenómenos de la realidad y de las facultades de expresión y comunicación. Esta situación, que reproduce las condiciones de marginación estructural de grandes conglomerados humanos, supone un violento proceso de des-ciudadanización destructor de las instancias de formación de capital social.
La vinculación entre inmersión socioeconómica e indigencia simbólica, consiste en que muchos individuos no pueden reconocerse en tanto sujetos; no pueden ser a través de su hacer por estar desposeidos de prácticamente todas las fuentes de construcción de identidad; el trabajo, la participación en la vida política, el acceso a informaciones y conocimientos apropiados, los lazos sociales que proporcionan seguridad  y confianza, etc. configurándose una situación de a-culturación que los inhabilita, no sólo en su calidad de ciudadanos, sino de seres humanos capaces de dar respuestas autónomas a los problemas que confrontan. Esta suerte de invalidez cultural se manifiesta en actitudes de pasividad, aislamiento, incomunicación, pérdida de la autoestima,  violencia y, en consecuencia, en la incapacidad de adoptar conductas orientadas hacia objetivos que impliquen un horizonte de mediano o largo plazo mediante procesos sostenidos en el tiempo, más allá de la mera sobrevivencia en el día a día.
El papel de los servicios culturales públicos; las NCI como marco de la toma de decisiones
Desde la perspectiva del Estado, la cultura implica un servicio público. Esto significa que la intervención en la producción-circulación de bienes culturales puede ser directa -en los casos en que se la considere prioritaria en virtud de los objetivos de las políticas culturales-; indirecta, cuando apela a régimenes de fomento y estímulos diversos para impulsar la producción de los diferentes agentes de la sociedad y la estructuración de circuitos culturales y reguladora, en cuanto a los marcos normativos dirigidos a  un equilibrio de las relaciones entre los intereses sectoriales en pugna. En estas tres formas de intervención complementarias entre sí,  la  selección y combinación de ellas dependerá,  tanto del análisis de la situación del campo cultural objeto de intervención, como del diagnóstico de las NCI de los distintos sectores sociales de cada ámbito y de las prioridades que las políticas públicas –no solo las culturales- se proponen satisfacer.  
Sería una pretensión impracticable –y totalitaria- que los organismos culturales públicos estuvieran presentes en los diferentes procesos de creación, producción y difusión artística que tienen lugar en la sociedad. Pero hay ciertas funciones que no pueden delegar.  Entre ellas: a) velar por la diversidad cultural, resultante de las prácticas del conjunto de los agentes e instituciones organizadoras del campo cultural y por el equilibrio entre las lógicas culturales en juego; b) generar las condiciones para que pluralidad de actores sociales  puedan producir y difundir sus discursos y  adquirir presencia en la vida social ;  c) garantizar el acceso equitativo de todos los ciudadanos al capital cultural de la sociedad; d) promover la preservación y dinamización de la identidad cultural nacional, entendida como intercambio y diálogo de las diferentes identidades locales y grupales que la constituyen.      
Mediante su intervención directa, el Estado debe ofrecer productos y servicios culturales de la más alta calidad que puedan constituirse en un marco de referencia en un espacio o región. Pero la calidad del servicio no se define en abstracto o solamente por la  dimensión estética de los productos, sino en todas y cada una de la etapas de su diseño e implementación, de acuerdo a su aporte a las  prioridades y metas de desarrollo cultural (Picart; 2000).
Los  parámetros válidos para medir la calidad de los servicios culturales públicos no residen, entonces, en la cantidad de espectadores-usuarios que logren convocar, ni en el prestigio de los artistas contratados, apoyados o promovidos, sino en los  sentidos que ellos proponen para despertar la conciencia crítica de los ciudadanos, apelar a  su memoria, fortalecer su identidad, modificar valores y actitudes; en suma, para humanizar y mejorar la calidad de vida a nivel  personal, familiar  y colectivo. Desde este principio de calidad es, por cierto, fundamental que el servicio alcance la más amplia convocatoria posible. Pero éste es un problema técnico a resolver por equipos de gestión competentes que no puede confundirse con el principio rector de las decisiones políticas.  
Es en las zonas más castigadas por las carencias socioeconómicas donde se torna imperioso que las políticas culturales asuman como prioridad  la función de integración social, sólo factible de cumplir mediante la articulación de la cultura de las relaciones sociales y la cultura artística. El principal problema que plantea esta opción es que no cualquier producto artístico servirá a estos propósitos, sino aquellos que reúnan los requisitos necesarios para la animación de la vida comunitaria. Ellos han de ser los apropiados para impulsar la participación, la organización y el involucramiento de la comunidad en la gestión de su propia calidad de vida, propiciar procesos de reconocimiento colectivo y de fortalecimiento de la autoestima e incrementar las capacidades de expresión, comunicación y creación, en tanto requisitos inherentes a los objetivos de desarrrolo. Éstos constituirán los principios orientadores de las políticas y la gestión cultural, proporcionando  el marco para la toma de decisiones. Multiplicar el potencial cultural de los diferentes grupos y OSC que trabajan junto a la comunidad para la resolución de problemas diversos puede constituir una fuente de proyectos que den origen a nuevas formas asociativas que contribuyan  a  mejorar las condiciones materiales de vida de las comunidades. 
Resulta evidente que el fomento a la producción artística de los especialistas no puede percibirse como una cuestión divorciada de la dinámica cultural de cada comunidad ni confinado a los espacios de los “entendidos” y que las decisiones que se adopten en la materia no pueden obedecer a factores subjetivos o a las preferencias de los funcionarios.  En este caso las políticas y la gestión cultural públicas asumen una función fragmentadora, sirviendo a reproducir, tanto las desiguales relaciones sociales de poder como la dinámica autoreferencial  de las instituciones culturales. Ella puede sintetizarse en una visión patrimonialista-conservacionista-difusionista que, por un lado procede a la creación de “reservas incontaminadas” de la alta cultura, mientras que, por el otro, relega la producción de las industrias culturales y medios de comunicación social a dinámica mercantil y desatienden u omiten las prácticas culturales de los agentes comunitarios. Desde una concepción semejante no será posible dar respuesta a las NCI de la población.         
Los servicios culturales públicos no sólo han de formular “su oferta” y “administrarla”, sino para responder a las NCI la misma ha de basarse en metodologías de planificación participativa y en procesos de concertación con los agentes privados y comunitarios de cada espacio. Se trata de que los servicios culturales vayan al encuentro de los ciudadanos en los espacios en los que se desenvuelve su vida cotidiana. Establecer redes de intercambio, realizar diagnósticos conjuntos y definir proyectos co-gestionados, son procedimientos que, a la vez de responder a las políticas culturales de nueva generación, forman parte de las métodologías de planificación más avanzadas utilizadas en diferentes áreas pero que,  hasta ahora, la gestión cultural se resiste a incorporar.
La “actividad cultural” es inherente al ser humano en cualquier lugar y circunstancia, en cambio el desarrollo cultural es un proceso cualitativamente distinto guiado por estrategias concientes, dirigidas a potenciar las fortalezas y contrarestar las debilidades que toda sociedad posee.
Superar la dicotomía entre la lógica cultural de la polis y la del mercado reclama constituir a la sociedad en sujeto de la cultura a partir de políticas que enfaticen tres derechos humanos básicos; derecho a la presencia, derecho a la expresión y derecho a la diferencia. La vigencia de estos derechos es inescindibles de las tres dimensiones de  la ciudadanía; política, socioeconómica y cultural que el Estado tiene la obligación de garantizar. En el área de  competencia específica de los servicios culturales públicos ella se expresa mediante la  producción de sentidos dirigidos a dar presencia a ciertos valores fundamentales:
 Solidaridad, cooperación y comprensión de la diferencia cultural como aporte enriquecedor, en lugar de amenaza. 
  Participación, en tanto ejercicio de autonomía y de responsabilidad social.
 Autoestima, a partir del desarrollo de la capacidad de análisis y comprensión de los problemas -individuales y sociales- y de la voluntad de superarlos. Se trata de pasar de una conciencia refleja, que deposita la resolución de los problemas en factores externos, providenciales o mágicos, a una conciencia crítico-reflexiva, que los vincula a causas identificables y modificables mediante procesos sostenidos en el tiempo.
 Libertad de crear, expresarse y difundir informaciones y producir conocimientos, en cuanto requisitos de la formación de mentalidades  innovadoras y abiertas al cambio.

Las crisis de hegemonía no son “gobernables” porque, precisamente, desinvisten a las instituciones políticas de sus funciones de mediación y gestión del consenso. La implosión de la dimensión simbólica en la que aquellas venían cifrando su capacidad de organizar la convivencia colectiva destruye la cultura de la polis y la violencia del estallido se disemina por la sociedad asumiendo diversas manifestaciones públicas y en la privada.
En estas circunstancias también tiene lugar la emergencia de imaginarios instituyentes que apuntan a la construcción de nuevos sentidos. Vastos sectores sociales comienzan a producir nuevas utopías  (Morin; 2001) que apuntalan ciertas prácticas colectivas en torno a las cuales se reconstruye la cultura de la polis. Ellas procuran recrear la convivencia social a partir de valores y sentidos opuestos a los identificados como causantes de la crisis. Aunque éstos sigan prevalenciendo en los grupos más cercanos al poder, se abren paso lógicas contra-hegemónicas o simplemente no-hegemónicas que promueven una nueva dinámica sociocultural.
Mediante la protesta activa los actores sociales excluidos –pobres, mujeres, jóvenes, trabajadores precarizados, desocupados, piqueteros- se constituyen en ciudadanos. Las movilizaciones y reclamos, a la par de darles visibilidad en su apropiación de la escena pública -de la que fueran marginados para ser tornados simbólicamente invisibles – no son solamente prácticas resistenciales. Es esta  una lucha por la identidad que trasciende las reivindicaciones materiales.
Es decir, pese a que la demanda de cambio no asuma aún los perfiles de un proyecto nítido y mayoritariamente compartido, el mismo podrá ponerse en marcha, si el poder político tiene la voluntad, la capacidad y la legitimidad para generar el consenso necesario que posibilite construirlo. La crisis instala una nueva dinámica cultural que multiplica los espacios de expresión y potencia las energías creativas favorables al cambio con miras a una reestructuración de las relaciones sociales de poder. Esta dinámica es productora de capital social, en tanto promueva la inclusión de los sectores sociales excluidos con miras a recrear la cultura de la polis.
Las políticas y la gestión cultural se enfrentan en este caso a un desafío inédito. El nuevo escenario planteado por la crisis supone una oportunidad de reconstrucción de la trama cultural de la sociedad, atendiendo a la dinámica del cambio. Esto significa la reestructuracion de las diversas instancias de producción-circulación del capital simbólico. Estimular las prácticas que contribuyan a canalizar estas energías creativas liberadas, ha de ser una preocupación fundamental de las políticas culturales que apunten a la construcción de una convivencia colectiva productora de ciudadanía y de capital social.
A diferencia del mercado anónimo, la existencia de una Nación se sustenta en la de un marco moral y cultural común. Las personas no experimentan a “la Nación” en su vida cotidiana, la que permanece acotada a los límites del territorio local o, a lo sumo, regional, como bien lo señalara Renato Ortiz. Ella solo puede cobrar presencia en la vida de los ciudadanos si existe a nivel simbólico, al formar parte de los valores, las representaciones y las prácticas que les proporcionan sentido de integración en cuanto comunidad, y de pertenencia a una entidad mas amplia concebida como herencia de sus mayores y legado para sus hijos.  Esta conciencia colectiva  de una memoria histórica y de un proyecto hacia el futuro - cuyo emergente es habitualmente denominado identidad cultural- constituye el marco integrador de las historias y proyectos individuales, los cuales no se perciben como contradictorios con el mismo sino contenidos por él. 
La identidad cultural acude a ciertos símbolos que la representan –himno, bandera, etc.- pero este simbolismo institucional se convierte en un ritual hueco, si aquella conciencia colectiva se quiebra o dilluye. El espacio simbólico de la Nación representa el hilo de la vida que une a las generaciones pasadas con las venideras y,  más allá de los cambios y conflictos existentes en su seno, proporciona los cauces para resolverlos de acuerdo a la capacidad articuladora de la cultura que obra como marco de referencia común y de la política que le da presencia a través de sus prácticas.       
Una  sociedad social,  territorial y políticamente escindida produce sub-culturas sin mayores contactos entre sí que retrotraen al estadio tribal o, en el mejor de los casos, al feudal. Al diluirse el marco moral y cultural común, el hilo de la vida que sostiene a la identidad se quiebra; la conciencia de Nación se extingue, el Estado se transforma en una entelequia ausente y los sujetos son convertidos en individuos aislados y desamparados; esto es son des-ciudadanizados.
Las dos dimensiones inscindibles de la cultura; cultura artística y  cultura de las relaciones sociales son constitutivas de los procesos de producción de sentidos, valores y prácticas que definen, tanto la existencia de una conciencia histórica crítica –o no alienada- cuanto la calidad de la convivencia social.
Frente al imperio del economicismo arcaico, su contracara necesaria, el asistencialismo paternalista, apunta a paliar los efectos de la crisis dejando intocadas las causas que la originan. Se completa así el círculo vicioso de la exclusión social mediante la a-culturación de los “asistidos”. Esta dinámica cristaliza las relaciones de dominación, en tanto genera y/o refuerza los lazos de dependencia que inhabilitan a los excluidos para la adquisición del capital cultural que les permitiría remontar la situación de inmersión comunitariamente. La función simbólica del asistencialismo es ocultar las causas de la exclusión social y legitimar al poder político por la administración de la beneficencia pública como valla de contención de la protesta. Esto también cercena la capacidad de respuesta del Estado a las demandas de la sociedad al descartar, de manera implícita, el ejercicio de los dispositivos políticos y culturales dirigidos a reorganizar la vida colectiva de acuerdo a  las aspiraciones de aquella.
Transformar la situación de inmersión estructural de los indigentes y pobres, uno de cuyos componentes esenciales es la indigencia simbólica, demanda estrategias pluridimensionales e intersectoriales. Esto supone que, de manera simultánea a la creación de las condiciones materiales que promuevan la inclusión social, han de generarse las culturales y políticas que reviertan el círculo vicioso reproductor de la pobreza y del deterioro de la convivencia social.
La misión que define a las políticas culturales públicas en un espacio determinado; ciudad, provincia o Nación, es la facultad de construir ciudadanía. Ella no se limita a la vigencia de ciertas instituciones políticas sino que, además, implica tres dimensiones imbricadas; socioeconómica, política y cultural. La construcción de ciudadanía equivale a la generación de las condiciones que promuevan la formación de capital social , las cuales exigen la presencia de prácticas  y sentidos  que, al ser colectivamente asumidos, impulsan un incremento constante de la calidad de la convivencia social. Es esta trama cultural la que sostiene a la democracia, antes que las instituciones políticas.       
Las respuestas a este reto suponen, en todos los casos, la redistribución del poder social en términos materiales y simbólicos, dado que el capital social no es una adquisición individual o de ciertos grupos, ya sea mediante el acceso a satisfactores materiales básicos, a una mayor y mejor educación,  a la apropiación del cambio tecnológico o a la existencia de relaciones signadas por la solidaridad, la confianza, la cooperación. Mientras todos estos factores no constituyan las condiciones culturales en las que se desenvuelve la vida del conjunto de la sociedad, no será factible que un país alcance niveles aceptables de formación del capital social y, por consiguiente, de desarrollo (Iglesias; Kilsberg; Rist; 2000).        
La reconstrucción de la trama cultural de la sociedad constituye una dimensión que ha de estar presente en todas las políticas públicas además de las específicas para el sector,  articuladas a las iniciativas de las organizaciones que agrupan a los nuevos y viejos actores sociales, en tanto ellas suponen la participación en cuanto práctica educadora para acrecentar el mas valioso de los recursos; una ciudadanía crítica, conciente y responsable.

1.      ¿Cómo reconstruir el “capital social” gravemente deteriorado por la crisis arrasadora que venimos de experimentar?. Término de moda para aludir a la relación entre cultura y desarrollo, cuyas implicancias sería menester analizar en profundidad.  
2.      ¿Cómo dar presencia protagónica en la vida de la sociedad a las lógicas culturales, a las identidades y las prácticas, los sentidos y valores que nutren la cultura de la polis?
3.      ¿Cómo articular circuitos culturales que, al dar cabida y potenciar a las distintas identidades culturales que expresan la rica diversidad cultural de nuestro país y de América latina, contribuyan a la formación de una conciencia integracionista y a preservar la imprescindible autonomía cultural, para hacer frente a la dinámica de la sincronización cultural compulsiva que conlleva la globalización?

La respuesta a estos –y otros- desafíos exige una nueva generación de políticas culturales y nuevas métodologíass de gestión culturales, ya que las tradicionales se revelan impotentes para hacerlo.

1.      Inclusión social
2.      Identidad y Diversidad Cultural.
3.      Interrelación de la cultura artística con la cultura de las relaciones sociales.

Permitida la reproducción parcial o total citando la fuente:
Velleggia, Susana: "Las lógicas culturales que construyen la convivencia social".


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