domingo, 28 de marzo de 2010

EL PERONISMO Y LA DICOTOMÍA CIVILIZACIÓN-BARBARIE. EL ´FACUNDO´ DE SARMIENTO; LA CONSTRUCCIÓN LITERARIA DE UN MITO POLÍTICO

“Pero la civilización no se decreta. Por haber sancionado constituciones republicanas, ¿tenéis la verdad de la república?
No, ciertamente: tenéis la república escrita, no la república práctica.”
Juan Bautista Alberdi

1. La Historia Oficial

La versión oficial, liberal-unitaria, de la historia argentina se alimenta del mito civilización vs. barbarie, reivindicando al primer término desde una visión racional-positivista de la sociedad que descarta lo popular. El hiato entre la dinámica social del pueblo, en su carácter de sujeto histórico, y las instituciones republicanas, percibidas como exclusivo producto de élites “iluminadas”, da cuenta de una concepción de la política como relación gobernantes-gobernados que no permite el disenso ni concede derecho a la diferencia. Se trata de una ideología autoritaria y pre-moderna –antes que liberal y moderna- que ha servido a naturalizar la violencia como forma de resolución de los conflictos, así como la creencia de que una modernidad superficial, basada en el remedo de ciertos rasgos de la cultura e instituciones políticas de matriz racionalista europea, serían equivalentes a una democracia moderna.
Las antinomias irreconciliables que atraviesan la historia argentina de los siglos XIX y XX adolecen de un tinte biologista y racista que inscribe en el rubro de barbarie todo rasgo cultural y/o político que escape a las codificaciones de aquella matriz, solo sustentada por clases dominantes fóbicas al propio pueblo. Si bien ellas establecen como centro político-administrativo a la ciudad de Buenos Aires, el proyecto liberal-oligárquico se funda en una constelación de poder urbano-rural generadora de conflictos que involucran al conjunto de la Nación. La propiedad de la tierra percibida como fuente de dominio, prestigio y poder –un residuo colonial- es contradictoria con la concepción capitalista moderna que la inscribe entre los instrumentos de la producción. Ella engendra el país agroexportador subordinado a las necesidades de expansión industrial de las metrópolis centrales. La pretensión de la oligarquía de resolver este problema, de orden político y económico, por la vía militar, requirió un andamiaje ideológico que enmascarara las verdaderas causas del atraso, desplazándolas hacia ciertos sujetos sociales.
La tarea intelectual de alegorización de la lucha política mediante el planteo de la dicotomía civilización-barbarie, inicialmente asumida por Sarmiento, remite a la disyunción cultura-naturaleza, de raigambre iluminista. Desde este punto de partida, la corriente historiográfica inaugurada por Mitre, y abonada por la exhuberante prosa sarmientinna, se dedica a construir una historia mítica que sustrae del debate el conflicto central.
El léxico médico empleado por los publicistas liberales-unitarios de la época justifica la imposición de un proyecto económico y político a sangre y fuego como una práctica remedial que es menester aplicar a un cuerpo enfermo, el de la Nación, para que, civilización europea mediante, recupere la salud (Terán; 1983).

2. El ´Facundo´ de Sarmiento, la fundación del mito y la construcción de un Estado escindido de la Nación
Una de las contradicciones más impactantes del Facundo, es la reiterada referencia a la vastedad de un territorio escasamente poblado al Sur de la provincia de Buenos Aires, junto a la imperiosa necesidad de eliminar a los “salvajes” -indios y gauchos- que constituían la población mayoritaria del mismo. Sarmiento define el principal problema de Argentina como ausencia. Existiría así un desequilibrio estructural entre una ausencia, de espíritu -o sea de instituciones y cultura- y una sobrepresencia, de la naturaleza, término que engloba al territorio físico y a los pobladores originarios del mismo.
Esta inmensidad territorial, “cuyas riquezas sin explotar son acechadas por salvajes que aguardan las noches de luna para caer cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y las indefensas poblaciones” (Sarmiento; 1963) podría resultar positiva solo en el caso de ser dominada por quienes pudieran civilizarla. El positivismo sarmientino concibe a la civilización, más en su dimensión económica que como perfeccionamiento moral e intelectual de la sociedad. Para explotar las riquezas de las feéricas llanuras pampeanas, desperdiciadas en manos de salvajes, la generación del 80 encara el proyecto de sustitución poblacional y cultural más ambicioso de la historia moderna.
Si bien es cierto que la furia de los malones arrasaba las poblaciones que habían invadido las tierras indígenas, Rosas, después de su campaña punitiva (1832-1833) logró un pacto que aseguró un largo período de convivencia pacífica con los indios. Pero el programa de los triunfadores de Pavón estipulaba que debía “limpiarse a la pampa de los indios empujándolos más allá del Río Negro”. Algunos observadores de la época estimaban que esta misión, encomendada al Gral. Roca, era difícil o imposible de cumplir, pensando quizá en un proceso que combinara la persuasión y la asimilación cultural. No obstante, el testimonio del viajero francés Alfred Ebelot, constata con asombro que el objetivo, que muchos estimaban iría a tardar entre uno y tres siglos en alcanzarse, se había logrado en apenas tres años (Pérez Amuchástegui; 1980).
Los habitantes originarios de la “campiña” fueron designados el enemigo identificado, en tanto representantes de las fuerzas del mal -“la soledad, el peligro, el salvaje, la muerte” (Sarmiento; 1963) que debían eliminarse de raíz. De allí que el eufemístico título de “Campaña del desierto” dado al operativo militar de Roca, sirviera a ocultar que el mismo apuntaba al exterminio de poblaciones enteras, antes que a la colonización de tierras deshabitadas.
Además del indio, el gaucho -objeto de reconocimiento por su valentía cuando integrara los ejércitos intependentistas- también fue concebido como una forma peculiar de naturaleza, cuyos rasgos de personalidad obedecerían a una determinada composición racial y a una suerte de mímesis con las indómitas fuerzas de la campiña. Obligados al nomadismo por un régimen que les negaba el acceso a la propiedad de la tierra, condenándolos a ser carne de cañon del ejército o peones eventuales, los gauchos deambulaban por los campos dedicándose al cuatrerismo para sobrevivir. Se construye así el mito del gaucho matrero, vago e inservible para el trabajo, depositario de la negatividad del sistema social, que predomina hasta fines del siglo XIX.
La sede local de la civilización la ubica Sarmiento en la cosmopolita ciudad de Buenos Aires, ya que la “docta” Córdoba no pasa de ser para él el lugar donde duerme la siesta el arcaico hispanismo del interior. Esta operación clasificatoria establece una doble dicotomía: naturaleza-barbarie-campo-interior del país –equivalentes de irracionalidad y muerte- versus sociedad-civilización-ciudad-Buenos Aires –sinónimo de vida y razón- que remite a la de vacío vs. lleno. Adopta así la antinomia campo/ciudad de la tradición europea –que responde a la opción agricultura/industria- pero para establecer un orden civilizatorio jerárquico en cuya cúspide ubica a las potencias colonialistas de la época, Inglaterra y Francia, frente a una España que percibe retrógrada y decadente.
La propuesta consiste en “llenar” el vacío -de civilización- de la campiña-naturaleza, con los dones de la razón y el progreso intrínsecos a la ciudad cosmopolita, representados por un sector social preciso, más que por la inexistente pujanza industrial de aquella.
Aunque a simple vista parezca contradictorio demandar un exterminio poblacional para llenar un vacío de población, el sistema ideológico construido por Sarmiento apunta a demostrar la validez de esta afirmación. La dicotomía civilización/barbarie alude a la oposición: “adentro” vs. “afuera” planteada por la etimologia original del término bárbaro de la antigüedad clásica, aunque Sarmiento invierte el sentido de la demarcación. Construye así una alegoría literaria de las relaciones sociales a implantar por el proyecto liberal-unitario, mediante la cual designa a quienes serán los sujetos y quienes los objetos del mismo; los incluidos y los excluidos.
Cabe acotar que Sarmiento soñaba con una inmigración noreuropea y que los, aún escasos, inmigrantes no eran vistos como “invasores extranjeros”. Esta percepción se afianzará en los sectores dominantes entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, cuando se modifica la relación entre población nacional y extranjera y los inmigrantes comienzan a fundar las organizaciones gremiales y políticas que encabezan las primeras huelgas y movilizaciones. Es entonces que el gaucho, ya “domesticado” y convertido en paisano o peón de la estancia, será erigido en mito positivo y símbolo de la argentinidad, por la misma clase que lo persiguiera y despreciara. El objeto de desprecio y represión pasará a ser la “chusma extranjera”, compuesta por los inmigrantes que luchan por sus derechos sociales y políticos.
Pero en la época en que Sarmiento escribe ´Facundo´, la necesidad de inmigrantes era intrínseca, antes que a la idea de civilización en abstracto, al proyecto que les asigna el rol social de mano de obra laboriosa y sumisa, para oponer al gaucho y al criollo del interior, opositores al injusto orden que el mismo instala por la fuerza de las armas.
Si el autor apela al límite territorial de la línea de los fortines que deslinda las poblaciones blancas de las tribus de indios y éstos son concebidos como invasores bárbaros, no es por su condición de exteriores a una frontera física, sino por su carácter de resistenciales al proyecto oligárquico. Al incluir también en la categoría de extranjero –o bárbaro- al gaucho, convertido por la fuerza en soldado de las campañas militares internas, a los caudillos de las montoneras y a los integrantes del Partido Federal del interior del país -todos ellos partícipes de un proyecto alternativo- y ubicar “adentro” a los inmigrantes europeos, el autor evidencia que alude a los límites de un espacio simbólico; el proyecto político de la generación del 80. No es, entonces, una paradoja que califique a los pobladores originarios como objeto; los “otros” invasores externos, mientras considere a la inmigración europea parte del “adentro” –el “nosotros”- asignándole el rol de sujeto.
El carácter civilizador de la ciudad responde a la lógica universal del progreso; significa la preeminencia de la sociedad urbana industrial sobre la agraria. Sin embargo la campiña pampeana y el interior del país no son considerados una sociedad rural a ser transformada por el avance de la industria, sino un objeto a ser apropiado por una clase social, la única capaz de insuflarle espíritu, en cuanto genuina representante de la civilización; es decir de la corona británica en el aspecto económico y de Francia en el cultural.
Como sucede con otros mitos, el de civilización/barbarie revela su función ideológica legitimante de un orden del mundo que se pretende incuestionable. Se trata, en este caso, de una ideología colonialista congruente con el carácter colonizador del proyecto que propugna que un minoritario, aunque poderoso, grupo social concentre la suma del poder político y económico. Todo lo que se oponga a este orden será considerado bárbaro y, como tal, objeto de control, disciplinamiento o exterminio.
Contrariamente a la apertura a la inmigración para poblar el país que pretendía Alberdi, desde la perspectiva de un proyecto político cuyas instituciones expresaran a la nación real e impulsaran su desarrollo autónomo, el mito y la utopía moderna de progreso de la generación del 80 persiguen el objetivo de enmascarar que su proyecto consiste en la sustitución de indios y gauchos por cabezas de ganado y latifundistas y de las culturas originarias y criolla por la europea. El espacio urbano físico, la ciudad de Buenos Aires –que pocos conocían de manera directa- erigido en símbolo de la utopía, lo es en realidad del poder despótico que asienta en ella su ejercicio.
Como una nueva Roma, la Ciudad-Estado irradiaría su influencia civilizadora hacia el interior del país, fundando la nación utópica. Adoptadas desde este marco ideológico, las instituciones políticas de las naciones “modernas”, experimentan una mutación de sus funciones. No era igual que ellas sirvieran a legitimar el poder de una burguesía ascendente que asumía la representación de los intereses nacionales, restando poder a la clase dominante precedente –la nobleza- a fin de conducir la expansión del capitalismo industrial, internamente y transfronteras, que utilizarlas para que una elite se apropiara de las tierras de los “naturales”, a fin de subordinar el devenir del país a sus intereses y someter la Nación en gestación a una potencia externa. En el primer caso las instituciones políticas deben tender a la inclusión mediante formas negociadas de resolución de los conflictos, de modo de legitimar a la nueva clase dirigente. En el segundo tienen por función perpetuar una estructura de relaciones de poder retrógrada y excluyente que no puede hallar vías de legitimación política.
En tanto la guerra civil sustituye a la lucha política, la elite oligárquica necesita, tanto un ejército convertido en su guardia pretoriana cuanto “tribunas de doctrina” (Mitre; 1870) para una tarea de re-culturación que legitime el poder ganado en los campos de batalla. Este “vacío”, resultante del método para llenar el anterior, reclama una intensa tarea de elaboración intelectual y publicística y de la instrucción pública como estrategias político-ideológicas de la sustitución material. Expropiar contenidos es una operación semántica mediante la cual, a la vez de tornar simbólicamente invisibles las culturas de quienes son excluidos o exterminados, se introducen nuevos componentes culturales. Resocializar a criollos e inmigrantes conforme a la matriz cultural de una patria europea mítica, fue la misión asumida por la prensa, la literatura, las artes y la enseñanza formal.
Es sabido que la construcción del drama exige contrastes marcados entre opuestos irreconciliables. El arquetipo argentino de barbarie es el gran hallazgo literario que hará del Facundo una obra clásica. La figura del caudillo riojano Facundo Quiroga, que Sarmiento redime de su muerte por asesinato en Barranca Yaco, requiere el auxilio de otra figura complementaria y aún viva. Sobre el escenario del drama planea una sombra ominosa surgida de las “entrañas de la tierra”, la del dictador -personaje caro a la literatura latinoamericana del siglo XX- personalizado en Juan Manuel de Rosas. Indios, gauchos, caudillos del interior y dictador son amalgamados en el polo de la barbarie federalista, que entonces sí adquiere una presencia amenazante. La descripción detallada de ambos personajes y las comparaciones que transpolan los órdenes universal/particular, son indispensables para que la simplificación que practica el mito adquiera densidad dramática y articule historia, literatura e ideología, dando verosimilitud doctrinaria al anti-federalismo militante que vertebra la obra.
La roja simbología del federalismo rosista, que remite a la sangre y la muerte de la mano de los bárbaros mazorqueros –no casualmente gauchos de la campiña bonaerense- termina de componer la identidad de un “otro” cuya violencia es descripta como tan irracional e inmotivada en causas históricas objetivables, que no puede sino atribuirse a la fuerza esencial y arrasadora de la tierra encarnada en una “raza” de hombres. La correspondencia entre los rasgos físicos y la personalidad del personaje central es subrayada una y otra vez. La mirada, la barba y la voz gutural de Facundo actúan como señales de la psicología del sanguinario “tigre de los llanos”, explicándose sus conductas en la comunión, por medio de la sangre, entre aquella “raza” y las fuerzas de la naturaleza, por definición incontrolables. Este vacío, de orden moral y espiritual, pero de origen físico y racial, obedece a un determinismo cuyo quiebre demanda des-naturalizar a la naturaleza, también mediante la sangre.
La oposición civilización/barbarie, en cuanto figura retórica dirigida a alegorizar la dicotomía irreconciliable entre dos proyectos políticos, extrae verosimilitud de su magistral construcción literaria, antes que de la sesgada interpretación de los hechos históricos de Sarmiento. Es curioso comprobar que las fuerzas que representan a la civilización, siendo parte fundamental de la historia no estén personalizadas, salvo en ciertas alusiones elogiosas (al general Paz entre otros), aunque tras ellas existieran personajes muy concretos; tanto monarcas, déspotas ilustrados, políticos y diplomáticos europeos, como “doctores”, terratenientes, sanguinarios militares y ambiciosos comerciantes –en su mayor parte ingleses- de Buenos Aires, con muchos de los cuales Sarmiento mantenía correspondencia. En cambio, del polo de la barbarie, la personificación pormenorizada en Facundo y Rosas -y el estremecedor anecdotario con el que construye sus perfiles dramáticos- confieren a las fuerzas de la irracionalidad una presencia aterradora, revistiendo de riqueza literaria la tesis ideológica de la obra. Este aparente desbalance en el tratamiento del drama no es un error técnico, sino un recurso para introducir el punto de vista del relator de manera solapada. A través del narrador-autor Sarmiento, no habla el opositor político encarnizado al rosismo, sino la misma voz de la civilización. ¿Cómo cuestionar esta autoridad inapelable?
La mirada sobre Argentina del Sarmiento exiliado en Chile -donde se publica por primera vez el Facundo como folletín del diario El Progreso, desde mayo de 1945- es la del europeo desarraigado de su patria. Desde esta distancia, física y simbólica, el país real adquiere el carácter de “objeto” para la fabricación de la nación utópica.
La construcción de una versión de la historia de carácter mítico-doctrinario procura revestir de racionalidad una empresa irracional, y de signos de modernidad una estructura de relaciones de poder pre-moderna, en épocas en la que las naciones que obraban como marco de referencia estaban en pleno proceso de industrialización. La civilización, concebida como la ampliación de la frontera agrícola para la inserción subordinada del país en el mercado capitalista mundial en calidad de exportador de productos primarios, y la concentración de la tenencia de las tierras expropiadas a sus pobladores originarios -para incorporarlas a la jurisdicción nacional bajo el control de escasos propietarios partícipes del proyecto político- hacía necesario desarticular las relaciones sociales del país real y rearticularlas desde un polo de poder centralizado que les imprimiera la lógica de la nación imaginaria que debía reemplazarlo.
Esta es la contradicción fundante que el mito oculta; las instituciones políticas y la cultura argentinas debían ser de matriz europea moderna, pero el país material habría de basarse en la economía agrícola y ganadera del latifundio, herencia histórica del período colonial, a fin de tornarlo funcional a las necesidades e intereses de las naciones que avanzaban en su industrialización y a los de un reducido sector interno de terratenientes, “doctores” y comerciantes porteños. Es esta opción política, y no la “razón histórica” del progreso, la que plantea un dilema cuya resolución no puede ser otra que el aniquilamiento de uno de los términos de la antinomia. La violencia desatada es proporcional a la distancia entre la nación imaginaria y el país real.
El Facundo introduce la paradoja que signará la trayectoria histórica de Argentina desde el siglo XIX hasta el presente. La construcción del significado dominante de la identidad argentina no fue producto de las prácticas sociopolíticas encaminadas a construir su significante; el Estado-nación moderno -tal como sucediera en Europa con la burguesía en su prolongada lucha contra la nobleza - sino que lo precedió. Después de construido el objeto simbólico nación argentina en el imaginario de una clase social, fue menester “producir” los significantes que lo representaran. En tanto los referentes sociohistóricos no se adaptaban a él, se hizo preciso sustituirlos por los que pudieran representarlo. El error consistió en suponer que, al fundar un Estado se estaba construyendo una Nación.
Solo el fundamentalismo anti-popular de la generación del 80 –intelectuales-guerreros y, en su mayor parte, también políticos y terratenientes- puede explicar que, desde una construcción simbólica sin asidero en la realidad endógena, se derivaran decisiones políticas para “fabricar una nación” (Terán; 1983). La adopción del marco de referencia sociohistórico exógeno -Francia e Inglaterra y, en menor medida el iluminismo norteamericano del siglo XVIII- como si fuera el propio marco de pertenencia, implica, en palabras de Arturo Jauretche, la “zoncera madre” .
El estado argentino nacido de esta construcción mítico-utópica fue condenado a permencer escindido de la Nación y en disponibilidad para ser apropiado por sucesivas elites políticas asociadas a los grupos de poder económico interno y exteriores. La unidad entre ambos términos es la gran tarea de la modernidad, aún pendiente, encarada primero por el irigoyenismo, con la incoporación de las clases medias de origen inmigrante a la vida política y después por el peronismo, al proponerse integrar a las masas pobres de las periferias de las ciudades y del interior del país.

3. El peronismo; civilización y barbarie

Aunque hay todavía quienes califican al peronismo de barbarie en el estricto sentido –peyorativo- de Sarmiento, el argumento no carece de cierta lógica si se lo contempla a la luz de la demarcación “adentro”/”afuera”; “vacío/lleno”, establecida por el mito que aquél fundara.
Es preciso apuntar que, conforme a dicho mito, el peronismo debiera considerarse una elevada expresión de civilización; dio un decidido impulso a la industrialización, a la constitución de una burguesía nacional y a los procesos de urbanización y ampliación del acceso al consumo y la educación a las clases populares, típicos de la sociedad de masas según los patrones europeos modernos. Pero... este proceso fue conducido por un Estado que asumió la construcción de un proyecto nacional y popular como eje de la organización de la sociedad y supuso la transformación de los excluidos en sujeto histórico; es decir en pueblo. Ello implicó que, quienes hasta entonces pertenecían al afuera y eran representativos del vacío –de civilización-, fueran incluidos en el espacio de producción de ciudadanía en sus tres dimensiones constitutivas; socioeconómica, política y cultural, antes privativo de un reducido sector social, y dignificados como representantes genuinos de la identidad cultural argentina en cuanto civilización.
Para el nuevo orden, dos instituciones fundantes de la modernidad, el Estado y los sindicatos, debieron concentrar el poder social que, sustraído a las clases oligárquicas y sus intelectuales orgánicos –las élites ilustradas urbanas- habría de ser redistribuido hacia las clases populares, en muchos casos iletradas. El cuestionamiento al orden instituido por el mito y la inversión del sentido del mismo y de las jerarquías sociales por él establecidas es uno de los tabúes consagrados por todas las culturas. No en vano el folklore de los distintos pueblos confiere el carácter de rito a esta transgresión confinándola a una etapa acotada del año; el carnaval.
Para los deudos de la nación imaginaria liberal-positivista, que solo adquirió cierta carnadura en algunos espacios de la ciudad-puerto, este cambio significó una carnavalización de la realidad. La insólita irrupción de la considerada barbarie en el seno mismo de la civilización y la inversión del sentido de ésta, como es habitual en todo proceso de cambio histórico, produjo también el marco ideológico-doctrinario y las prácticas políticas que la legitimaran. Por fuerza, todo ello habría de ser percibido como irracional y, por ende, bárbaro, desde aquella matriz de pensamiento, todavía prevaleciente en los sectores intelectuales de la Ciudad-Estado fundada por el proyecto oligárquico.
Desde este imaginario, el “orden” -entendido como sometimiento sin fisuras del pueblo a los poderosos- se construye simbólicamente como equivalente del “progreso”, el que, a su vez, remite a determinadas instituciones políticas gobernadas por elites supuestamente representativas de los intereses de la Nación, de manera desapegada de las demandas populares. Es consustancial a esta ideología –que excede los marcos políticos partidistas- que la imposición de tal “bien superior”, demande el acaparamiento del Estado por un agente al que se presume ideológicamente neutral, sean las Fuerzas Armadas y/o las tecnocracias formadas en las doctrinas económicas, militares y políticas de las metrópolis centrales. La recurrencia a este paradigma de ejercicio del poder –no pocas veces respaldado por la fuerza de las armas y justificado por la invocación a un orden dirigido a llenar “vacíos” diversos- dio por resultado instituciones políticas débiles y crecientemente autonomizadas de las aspiraciones e intereses mayoritarios de la sociedad. El Estado, convertido en botín de guerra de ciertos grupos, fue articulado en cada caso al poder económico dominante interno y de la potencia mundial hegemónica de turno y divorciado de la Nación, en cuanto entidad simbólica representativa del pueblo.
Las instituciones republicanas modeladas desde esta trayectoria no manifiestan vocación por fundar una democracia moderna que restaure los vínculos entre pueblo, Nación y Estado ni aptitud de representar los intereses mayoritarios de la sociedad argentina. Por el contrario, los gobiernos emergentes de la misma suelen asumir el proyecto de los grupos de poder minoritarios y prescindir de las demandas de la mayor parte de la sociedad. Esta tradición supo producir instituciones, empresarios, partidocracias, burocracias y demagogos funcionales a su reproducción, así como crisis cíclicas que evidencian la inviabilidad del (des)orden engendrado por la lógica que la preside.
En este divorcio entre pueblo, nación y Estado percibió Juan D. Perón el problema estructural del país, que debía superar todo proyecto político que aspirara al cambio de paradigma de desarrollo. La respuesta al mismo fue la comunidad organizada. Concepto no suficientemente profundizado ni comprendido, aún dentro del peronismo.
Desde esta perspectiva, las entonces denominadas “organizaciones libres del pueblo” -y hoy ONG´s o Asociaciones de la Sociedad Civil- son las instancias constitutivas de la comunidad organizada, llamadas a establecer una mediación entre la lógica económica guiada por fines de lucro y la lógica de los partidos políticos orientada hacia el logro del poder, en ambos casos entendidos como fines valiosos en sí.




Bibliografía citada:

• Alberdi, Juan Bautista, Escritos póstumos, Tomo X, pág. 155, citado por Fermín Chavez en Civilización y barbarie en la historia de la cultura argentina (1965), Ediciones Theoría, Buenos Aires.
• Barthes, Roland; (1959) Mitologies, Editions du Seuil, Paris.
• Feinmann, José Pablo; (1986) Filosofía y Nación, Legasa, Buenos Aires.
• Galasso, Norberto; (1995) La larga lucha de los argentinos. Y cómo la cuentan las diversas corrientes historiográficas”, Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos Aires.
• Gorostegui Torres, H ; (1972) Historia Argentina. La organización Nacional” T5 , Halperín Donghi, Tulio (Coord), Paidós, Buenos Aires.
• Jauretche, Arturo; (1973) El medio pelo en la sociedad argentina, Peña Lillo, Buenos Aires.
• Jauretche, Arturo; (1992) Manual de zonceras argentinas, Corregidor, Buenos Aires.
• Mansilla, Lucio V.; (1957) Una excursión a los indios ranqueles, Galerna, Buenos Aires.
• Pérez Amuchástegui, Antonio; (1980) Mentalidades argentinas, 1860-1930, EUDEBA, Buenos Aires.
• Rodriguez Molas, Ricardo E.; (1968) Historia social del gaucho, Editorial Marú, Buenos Aires.
• Romero, José Luis; (1965) Las ideas en la Argentina del siglo XX, Nuevo País, Buenos Aires.
• Romero, José Luis; (1981) “Campo y ciudad, la tensión entre dos ideologías”, en Cultura y Sociedad en América Latina y el Caribe, UNESCO, París.
• Sarmiento, Domingo Faustino (1963); Facundo, Editorial Sopena, Buenos Aires.
• Scalabrini
• Terán, Oscar (Comp.) (1983) Prólogo, AA.VV., “América Latina; Positivismo y Nación”, Editorial Katún, México.
• Terán, Oscar; (1986) En busca de la ideología argentina, Catálogos Editora, Buenos Aires.
• Velleggia, Susana; (2002) “Estado-nación, ´populismo´ y democracia en América latina”, en la red Nac & Pop, setiembre, Buenos Aires.
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1 comentarios: on "EL PERONISMO Y LA DICOTOMÍA CIVILIZACIÓN-BARBARIE. EL ´FACUNDO´ DE SARMIENTO; LA CONSTRUCCIÓN LITERARIA DE UN MITO POLÍTICO"

Juan Mas dijo...

lA VISION DE ESTE ARTICULO MARCA UNA CLARA DEFENSA DEL POPULISMO.
CREER QUE LA CULTURA SEPARA AL PUEBLO EN BÁRBARO Y ELITISTA ES DESCONOCER QUE EL CONOCIMIENTO ES EL CAPITAL MÁS GRANDE DE LAS NACIONES.
LA BARBARIE POPULISTA HA MARCHADO DESDE LO MÁS PROFUNDO DE LA HISTORIA CON INJUSTICIA Y MUERTE.
FACUNDO LA DOLOROSA REALIDAD ARGENTINA

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