Desde que
perdiera vigencia el concepto iluminista de cultura, que la restringía a “elevación
del espíritu por el arte”, y se
aceptara la concepción antropológica -en el sentido de que la cultura de una
sociedad, además del campo de producción artística y las representaciones
simbólicas, comprende a las prácticas, relaciones y valores que dan cuenta de
sus particulares formas de hacer, sentir y pensar con respecto al mundo físico
y social- las políticas culturales y la gestión del sector respectivo de la
administración pública se han complejizado notoriamente.
En algunos
casos, ello ha derivado en enormes confusiones. Si, en efecto, para las
funciones de las políticas culturales, la cultura comprende todo –desde las diversas instituciones
sociales, hasta, el arte, la economía, el deporte, la salud, la gastronomía,
etc.- se plantearía una absurda disyuntiva. O las políticas y la gestión
públicas del sector requieren un supra-Estado cultural que comprenda todas las
áreas atravesadas por la cultura, o bien “el todo es cultura” se disuelve en la
nada. Peor aún, si los bienes culturales pasan a ser entendidos como una
manufactura entre otras, no será posible formular políticas congruentes de
desarrollo cultural, y cabría que de ellos se ocuparan sólo la iniciativa
privada y el “libre mercado”, como pretenden los neoliberales decimonónicos que
proliferan en la Argentina.
El acceso a
la cultura fue consagrado –por la Declaración de los Derechos Humanos
de1948- como uno de los derechos humanos
básicos a nivel individual, pero recién en los ´60 se consagra a nivel
colectivo. Se sancionan entonces dos
principios clave para orientar la acción cultural de los estados: el derecho de
los pueblos a preservar su propia identidad cultural y, de manera
indisociable, la necesidad de hacer otro tanto con la diversidad cultural dentro de cada sociedad y a nivel mundial.
Estos principios universales de carácter moral, aluden a la eliminación de toda
forma de colonialismo, dominación o hegemonía de unas culturas y unas naciones
sobre otras. Es que la concepción
iluminista había servido de justificación doctrinaria a los procesos de
colonización europea del Tercer Mundo, en tanto sus ejecutores argumentaban que
se trataba de llevar las luces de la “civilización” a los pueblos “bárbaros”, o
“atrasados”. A ella obedece la disparatada idea, tan cara al positivismo, de
concebir el desarrollo histórico como proceso lineal con un único punto de
llegada y desplegado en el tiempo, en lugar de proceso multilineal que se
desenvuelve en espacios socioculturales diferentes, siendo por ende,
susceptible de adoptar lógicas diversas.
Esta
suscinta introducción permite visualizar la tradición teórica en la que se
inscriben las industrias culturales (IC), cuando emergen como nuevo campo
artístico -y mercantil-, a fines del siglo XIX, con el cinematógrafo. Cabe
apuntar que, hasta mucho después de entonces, la obra artística era concebida
como la expresión original del genio del artista, producida conforme a técnicas artesanales.
Investida de un aura sacralizadora
ella imponía un goce estético basado en la contemplación distanciada, en su
carácter de manifestación única e irrepetible del espíritu. De manera
correlativa, el “consumo”, consistía en el coleccionismo de los poderosos y los
dispositivos de consagración artística recaían en las academias de cuño
aristocrático y burgués. La función cultural del Estado, era velar por el
patrimonio y administrar museos, teatros oficiales y bibliotecas. Primero la
litografía, luego la fotografía y más tarde el cine, vienen a trastocar esta
percepción del arte al revolucionar los modos de producción, circulación y
consumo de los bienes culturales.
Es sabido que el término, industria cultural, es acuñado por Horkheimer y Adorno, integrantes
de la Escuela de Frankfurt, en su obra “Diálectica del Iluminismo”, publicada
en Estados Unidos y
Holanda en 1944 y en Frankfurt en1947. Además de la crítica a “la razón del Iluminismo” -cuyo inicial carácter
positivo habría degenerado en negativo al servir a justificar teóricamente al
poder- los autores utilizan el término industria
cultural para referirse a la producción en serie y el consumo masivo de
bienes culturales, mediados por tecnologías de reproducción/difusión, en el
marco del debate de la época entre cultura erudita y cultura de masas. Según
los autores, la IC tendría como rasgo distintivo una suerte de compulsión a la
repetición que vacía el sentido de lo nuevo, bloqueando la capacidad crítica y
la de imaginar. Esta degradación cultural, que los autores asocian a la
emergencia del totalitarismo –cuyo marco histórico era el ascenso del Hitler en
Alemania- deviene del germen de
autodestrucción presente en el Iluminismo, el cual al jerarquizar
ciertos rasgos humanos -la racionalidad- y subvalorar otros aspectos, sirvió
tanto a legitimar la libertad como la opresión.
Formulan así la célebre -y aún vigente- frase: “La prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura
política”. De este modo, las IC serán inscritas en los suburbios de la
cultura, en tanto producto de la
mercantilización capitalista y de la necesidad ideológica de su reproducción.
Entre quienes refutan esta concepción figura
Walter Benjamin, también integrante de la Escuela de Frankfurt, que, en un
memorable ensayo –el cual se anticipa casi un siglo a las elaboraciones
actuales- subraya, entre otros conceptos fundamentales, que las verdaderas
revoluciones culturales son las que tienen lugar, no en los contenidos de los
productos artísticos, sino en los modos de transmisión y circulación de la
cultura. Son éstos los que producen un nuevo sensorium social. Es decir; nuevas formas de percepción del arte y
del mundo; nuevas formas de relación obra-público y arte-sociedad.[1]
Desde los estudios recientes de
la economía politica de la cultura y la comunicación, el especialista español
Ramón Zallo define a las industrias culturales como, “un conjunto de ramas, segmentos y actividades auxiliares industriales
productoras y distribuidoras de mercancías con contenidos simbólicos,
concebidas por un trabajo creativo, organizadas por un capital que se valoriza
y destinadas finalmente a los medios de consumo, con una función de
reproducción ideológica y social”.[2]
Equivocadamente se suele atribuir
el carácter de industria cultural a cualquier tipo de producción cultural que
pueda constituirse en mercancía. Esto
no es una novedad; desde que se operara el desplazamiento del mecenas por el
mercado en el siglo XVIII todos los productos artísticos son -o pueden
ser- mercancías, aunque ellos no
respondan a los patrones que caracterizan a las IC. Éstos son la naturaleza
específica de sus productos, sus modos de producción, circulación y
apropiación y los agentes e instituciones organizadoras intervinientes en
ellas. Estas variables posibilitan acotar el campo de las IC, diferenciándolo
de otros, cuestión no menor ya que a veces se pretende englobar en esta categoría de IC, bienes y servicios tan
disímiles como la moda, las artesanías, el turismo, el deporte, los artículos
deportivos, los casinos y juegos de azar, el teatro, etcétera.
En términos técnicos, el concepto “industrias
culturales” acota el campo a los bienes artísticos, cuyo naturaleza se basa en la producción
de contenidos simbólicos que son materia de una reproducción en serie, para una
difusión o comercialización masiva ; es decir, mediada por tecnologías y
soportes de reproducción y/o medios de comunicación o distribución masiva. Novedad que, si bien arranca con la imprenta de tipos
móviles de Guttemberg, adquiere plena presencia en la vida social en el siglo
XX, como correlato cultural de los procesos que dan lugar a la llamada sociedad
de masas
Tal definición no constituye un
afán intelectual antojadizo, sino que obedece a la necesidad intrínseca de
definir los fenómenos sociales en cuanto objeto
de conocimiento y, en este caso, también de políticas públicas apropiadas a
determinados campos y tipo de bienes y no a otros. Los patrones arriba enunciados,
que rigen el campo de las IC, permiten diferenciarlas, tanto de los otros
campos artísticos de producción de bienes simbólicos, cuanto de las distintas
manufacturas industriales. Si bien todo conocimiento es constantemente
perfeccionado, ampliado y modificado, para que estos avances se verifiquen es
preciso una delimitación precisa, congruente y legitimada de los campos de
incumbencia, conforme al conocimiento disponible al momento de efectuar la
clasificación. De ningún modo podrá lograrse avance alguno si el conocimiento
precedente es ignorado.
Una obra de teatro, una obra
literaria o pictórica y un concierto, pasarán a formar parte del campo de las
industrias culturales, solamente si
la creación de primer grado u original,
es reproducida mediante la
intervención de técnicas y soportes
que dan por resultado una creación de
segundo grado: un programa de TV, una película, un libro, una reproducción
seriada de la pintura, un fonograma, un CD, etc. para su venta y/o difusión masiva.
Desde esta perspectiva, las
industrias culturales “abarcan la
producción y la puesta en circulación de mercancías cuyo valor de uso es
simbólico y que tienen la posibilidad de incidir en la conformación de las
representaciones imaginarias de sus consumidores. Por ello, su radio de acción
no se restringe a la fabricación de contenidos culturales, sino que incorpora
el contacto con los públicos (distribución, comercialización y difusión) e
inclusive la fabricación de los bienes de capital necesarios para la producción
cultural masiva y la “meta-simbolización” de los productos simbólicos para su
venta.”[3]
Ellas comprenden a los complejos industriales-mediáticos; audiovisual
(cine, video y televisión), fonográfico (industria fonográfica y radio) y
editorial (industria editorial; publicaciones periódicas y libros) y la publicidad, en su carácter de rama
auxiliar o complementaria.
Estas precisiones adquieren un sentido
políticamente operativo, desde que las llamadas industrias del copyright -otro sello distintivo de las IC que comprende
también al software informático-
constituyen el sector más dinámico de la economías de los países avanzados en la materia, en primer lugar los
EE.UU. donde ocupan entre el primero y el segundo lugar, según los años, por su
aporte al PBI y en la generación de empleo y de divisas por exportación.
Al asimilar estos bienes simbólicos a cualquier otra manufactura, los Estados Unidos
pretenden imponer en la OMC la liberalización del comercio internacional de productos
audiovisuales. A ello se oponen Canadá, Francia y la mayor parte de los
países del mundo, mediante la doctrina de
la excepción cultural. Ésta señala que los bienes culturales no pueden
equipararse a otras mercancías o manufacturas, dado que se distinguen de todas
ellas por el hecho de estar basados en
contenidos simbólicos que construyen valores, ideas y concepciones, los cuales
dan cuenta de las identidades e imaginarios de cada sociedad, a la vez que
contribuyen poderosamente a producirlos.
Si cada Nación no se ocupa de proteger este
sector estratégico de su economía y su cultura, en tanto implica la producción
de su propia identidad cultural y de los imaginarios sociales, ninguna otra lo
hará por ella. En el caso de que los objetivos de los EE.UU se impusieran en la
a OMC, no sólo se cercenaría el derecho fundamental de los pueblos a la
preservación de su identidad cultural, sino también se estaría atentando contra
el principio universal de hacer otro tanto con respecto a la diversidad
cultural.
Es fundamental comprender que todos los productos
culturales, y en particular los de las IC por su alta penetración, implican
contenidos simbólicos que constituyen un bien público por excelencia, cuya
preservación y dinamización hace al desarrollo integral y a la calidad de la convivencia de la sociedad, a fin de evitar confusiones teóricas cuyas
derivaciones prácticas podrían ser
fatales.
[1]
Benjamin, Walter ; “El arte en la era de su reproductibilidad técnica”, en
Curran, James ; Gurevitch, Michael y Woollacot, Jane ; “Sociedad y Comunicación de Masas”, Fondo
de Cultura Económica, México, 1981.
[2] Zallo, Ramón ; “Economía de la
comunicación y la cultura”, Akal, Madrid, 1988. Ver del mismo autor : “El
mercado de la cultura. Estructura económica y política de la comunicación”, Donostia (Gipuzkoa), 1992.
[3]
Zallo, Ramón ; Op. Cit.
Permitida la reproducción parcial o total citando la fuente:
Velleggia, Susana: "Las industrias culturales, algunas precisiones teóricas".