lunes, 15 de febrero de 2010

CINE, TELEVISIÓN Y NIÑOS. IDENTIDAD Y DIVERSIDAD CULTURAL, UNA DEUDA INTERNA









Sería superfluo desarrollar un tema que ya ha sido exhaustivamente analizado y escrito: la poderosa influencia del audiovisual en la formación de las identidades e imaginarios sociales, en particular de los niños, niñas y adolescentes, de modo tal que para las políticas públicas de numerosos países del mundo constituyen una institución socializadora y formadora de la personalidad, al mismo nivel que la familia y la escuela. En consecuencia le dedican a la formación audiovisual de los niños una atención prioritaria, tanto en los planes y programas de la educación formal como en los referidos a las áreas de cultura, televisión y cine. Es así que existe una vasta documentación sobre las normas y regulaciones referidas a la calidad que debe tener la televisión a la que tienen acceso los niños, se trate o no de programación específicamente dirigida a ellos.

En un coloquio organizado por el Consejo del BBC en junio de 1996, la “televisión de calidad” fue definida por el profesor Bart McGettrick -entonces director de la universidad Bearsden, Glasgow, y miembro de EBC de Escocia- como aquella cuya misión es: "servir a la sociedad con la educación en todas sus formas, formal e informal, por la ayuda, el desarrollo y la innovación con el uso eficaz de los medios de difundir, y de otras tecnologías relevantes." A su juicio, el BBC no sólo existe para reflejar los valores contemporáneos, sino también para fomentar y promover aquellos que apoyen y estimulen el bien común. En su opinión, "una sociedad donde la dignidad del ciudadano introduce en cada situación la posibilidad de aprender es una ' sociedad virtuosa ' y cualquier sociedad que reduzca esa dignidad es una ' sociedad abusiva '".

En estos propósitos educativos, en un sentido amplio, se inscribe el Festival Internacional de Cine, “Nueva Mirada” para la Infancia y la Juventud y los cursos y talleres que a lo largo del año Nueva Mirada dicta en municipios e instituciones educativas del país. Pero, desafortunadamente, todo esto es apenas un grano de arena en el desierto...

Es sabido que los niños y jóvenes ven televisión entre tres y cuatro hora diarias promedio, son usuarios casi adictos a los videojuegos, las películas que cada año los circuitos comerciales de salas ofertan para ellos pueden superar las siete u ocho, devoran películas alquiladas o compradas en los video clubes -su consumo en este circuito se considera una importante fuente de reactivación del mismo- y la oferta de dibujos animados de la TV cable los atrapa.

Sin embargo, la superficie de esta “hiperoferta” encubre una situación alarmante. Unos pocos datos bastan para ilustrar el problema.
En materia de cine en salas, el 95% -o más- de los títulos dirigidos a los niños proviene de un solo país. Estos son los films que ocupan los primeros lugares entre los más taquilleros de cada año. En 2003, ellos fueron "Buscando a Nemo" (2,1 millón de entradas vendidas), "Matrix: Recargado" (2,0 millones), "El señor de los anillos: las dos torres" (1,7 millones), "Todopoderoso" (1,5 millones), "La maldición del Perla Negra" (1,4 millones), "Terminator 3" (1,3 millones) y "Matrix: Revoluciones" (1,1 millones). El film argentino dirigido a los adolescentes, “Bandana, seguir intentando” del multimedio Telefe, logró ubicarse después de los citados y antes de “Hulk” (620.000), “Tierra de osos” (475.000) y “Harry Potter, la cámara secreta” (456.000). A estos les siguieron en orden decreciente “ La leyenda de Simbad”, “Looney Tunes”, ”Scooby-Doo” y “El viaje de Chihiro”. Excepto esta última, una notable producción japonesa dirigida por Hayao Miyazaki, la mencionada “Bandana…” y “El señor de los anillos, las dos torres” de Nueva Zelanda, el resto de los títulos provino de las majors estadounidenses o fueron co-producciones con ellas.

En 2004 el ranking fue encabezado por “Sherek 2” (2.9 millones de espectadores), seguida por un film para adultos (“La pasión de Cristo” con 2.5 millones) y por la argentina “Patoruzito”, de Patagonik Film Group -filial de Disney con participación accionaria del Grupo Clarín y Telefónica de España- que convocó a 2.1 millones, antecediendo a “El señor de los anillos, el retorno del rey” (más de 1.8 millones). Después de estos títulos, de los siete filmes que superaron el millón de espectadores seis fueron de los Estados Unidos y el último argentino, “Luna de Avellaneda” con 1.04 millones, que fue seguido de cerca por “Los Increíbles”, producida por Pixar, poco después adquirida por la corporación Disney.

Un esquema similar se repitió en 2005, año en el que “Madagascar” , con 2.256.552 espectadores fue el primero de la lista, seguido por el film argentino “Papá se volvió loco” -de Argentina Sono Films y el multimedio Telefé- con 1.7 millones, “La guerra de los Mundos” con más de 1.5 millones, “Los Fockers, la familia de mi esposo”, con 1.3 (éstas últimas ATP); “Harry Potter y el caliz de fuego” con más de1.2 millones. Por debajo del millón de espectadores estuvieron “Star Wars III”, “Los cuatro fantásticos”, “Herbie a toda marcha”, “Batman inicia”, “Chicken Little”. La segunda película argentina de mayor éxito del año, “El aura”, se ubicó después de estas cinco y en el puesto 15 del ranking con 616.083 espectadores. Solamente estos 15 títulos supusieron una facturación de $ 30.443.680. De ella $ 17.904.762 correspondieron a las películas para niños y adolescentes extranjeras, las que representaron el 58,81% de las recaudaciones. Las dos nacionales de mayor recaudación sumaron $ 4.569.810, aunque “Papá se volvió loco” (con $ 3.337.644) dirigida a toda la familia, fue también disfrutada por niños y adolescentes familiarizados con la serie televisiva protagonizada por el mismo actor, Guillermo Francella. El resto de la facturación se repartió entre la argentina “El aura” ($ 1.232.166) y cinco títulos de las majors que representaron $ 7.969.108, varios calificados ATP, o sea que los niños también pueden verlos aunque no estén específicamente dirigidos a ellos.

En 2006, los 10 títulos extranjeros más vistos fueron, "La era del hielo" con 2.5 millones de espectadores y casi 6 millones de recaudación, "Crónicas de Narnia", con 2 millones de espectadores, "Piratas del Caribe; el cofre de la muerte" con 1.500.270 de espectadores, seguida de un film para adultos ("El código Da Vinci", con 1.476.000) e inmediatamente por "Cars" más de 1 millón de espectadores, "Vecinos invasores" con 950.000, "X-men la batalla final" con 756.000, "Superman regresa" con 514.000 y "Poseidon" con 490.000.

Entre las argentinas "Bañeros 3", con 1 millónb de espectadores, "El ratón Perez", con 870.000 y Patoruzito 2, la gran aventura con 300.000 fueron las que encabezaron el ranking.

Un fenómeno semejante se produce en el MERCOSUR , considerando a Brasil y Chile que son los dos países que, junto con Argentina, tienen una producción sostenida de cine.

Si se analizan los tres mercados en su conjunto es posible verificar que los filmes estadounidenses para niños dominan los ránkings cinematográficos del Mercosur.

Por su parte, si extendemos nuestro análisis a las 30 películas más vistas y con mayor recaudación, encontraremos que en en el ránking argentino hubo cinco filmes. Si hacemos lo mismo con Brasil , fueron dos las películas nacionales mas vistas ("Os dois filhos de Francisco" y "Casamento de Romeo e Julieta") yen Chile una ("Mi mejor enemigo").

Las 10 películas más vistas y de mayor recaudación en Argentina, Brasil y Chile para el año 2005
fueron:
1 Madagascar 7.208.356 espectadores con US$ 19.096.203
2 Harry Potter y el cáliz de fuego 5.676.229 espectadores con US$ 16.643.300
3 Os dois filhos de Francisco 5.313.624 espectadores con US$ 15.882.816
4 La guerra de los mundos 4.723.724 espectadores, con US$ 13.632.879
5 Star Wars Episodio III 4.155.653 espectadores, con US$ 13.555.056
6 Los cuatro fantásticos 4.107.791 espectadores, con US$ 11.558.721
7 Batman inicia 3.308.723 espectadores, con US$ 9.994.685
8 El reino de los cielos 3.154.659 espectadores, con US$ 9.633.103
9 Sr. y Sra. Smith 3.130.583 espectadores, con US$9.364.347
10 Constantine 3.115.764 espectadores, con US$ 9.115.293

Este fenómeno se viene repitiendo año a año, dejando en claro que los niños, adolescentes y jóvenes son el principal mercado del cine y que éste es controlado por los films de las majors.
En Argentina, salvo los films producidos o co-producidos por los multimedios, solo en casos excepcionales pueden aproximarse a las cifras consignadas. Las películas argentinas dirigidas a los chicos suelen figurar entre ellos, como lo prueban la citada “Patoruzito”, “Manuelita” (1999) con 2.318.422 espectadores y “Corazón, las alegrías de Pantriste” (2000), con 1.030.230, entre otras producidas por una major local y los multimedios.

Estas películas se estrenan en más de 100 salas de las grandes ciudades del país de manera simultánea, con millonarias campañas de publicidad para su lanzamiento y algunas de ellas van acompañadas de merchandising o libros que, como en el caso de la zaga de Harry Potter, son best-sellers actúan, al mismo tiempo, como promoción de los filmes para la formación de “mercados cautivos” antes de su estreno. Son estos títulos, además de los argentinos de mayor éxito, los que luego pasan a integrar la oferta de los video-clubes y la televisión abierta y por cable. En los video-clubes ellos vuelven a reeditar los éxitos resonantes de las salas, se trate de alquileres o de ventas.
A su vez, la venta de merchandising se ha transformado en una fuente de facturación tan o más importante que la taquilla de los cines y la venta de sus derechos a todos los circuitos electrónicos sumados. Muñecos, disfraces, mochilas, remeras, lapiceras, figuritas, carpetas escolares y objetos de toda especie pueblan, por sucesivas oleadas según los estrenos, el mundo cotidiano de los niños pertenecientes a distintas clases sociales. La merchandising se erige en el rasero democratizador por excelencia de los consumos culturales de los niños. Las piezas que componen este sistema han sido ideadas para todos los bolsillos, de modo que ninguna mente infantil pueda escapar de su magia.
En el período 1991-2001, la Argentina produjo, en promedio 1,3 película para chicos por año. Éste suele ser el título que encabeza el ranking de espectadores o que figura entre los primeros títulos de los estrenos nacionales del año respectivo.
En 2000, 2001 y 2002 se estrenaron tres títulos nacionales para chicos cada año cuya mayor parte superó largamente a los filmes argentinos mas exitosos.
Los videojuegos son en su totalidad de procedencia extranjera. A partir de 1990, en este campo, disputado por compañías europeas, japonesas y de los Estados Unidos, se percibe una creciente presencia de los videojuegos de origen estadounidense.
Señala el especialista Diego Levis, que los videojuegos suelen ser la puerta de entrada a la cultura digital. Hecho que torna imperioso encarar la alfabetización audiovisual de los niños y jóvenes, como parte insoslayable de una educación integral de cara a las aceleradas transformaciones que experimentan las sociedades, en la que se ha dado en llamar la era de la imagen, o la sociedad de la información y el conocimiento. Es este un universo de violencia al que los niños, adolescentes y jóvenes pueden dedicar entre 3 y 8 horas diarias. La violencia opera aquí a dos niveles, el de los contenidos simbólicos de la mayor parte de ellos -donde el juego consiste en matar o morir, dañar o ser dañado- y el del lenguaje, estructurado por una sucesión veloz de efectos de imagen y sonidos onomatopéyicos que exacerba la psicomotricidad en procura de mantener la atención constante, mientras bloquea las facultades en las que interviene el pensamiento complejo; los procesos de reflexión y análisis.
La televisión abierta incluyó en 2004 sólo un 6,7% de programación para chicos sobre el total de horas emitidas (sin considerar la publicidad). La misma estuvo constituida por replays de viejísimas series de dibujos animados, de EE.UU. y animé japonés, la pretérita “El Zorro” y algunos documentales sobre vida salvaje del BBC. Los tres programas de producción nacional fueron dos shows consistentes en una imitación degradada del de la brasileña Xuxa y el programa de “Piñón Fijo”. Sería un elogio calificar a esta oferta como de baja calidad. Lo que ella mas revela es ausencia; del concepto de niñez, de inversión productiva y de interés por los niños, excepto en su carácter de consumidores. Situación ésta que se agravó en 2005 con la inclusión de los niños como objeto de diversión y carnada de rating de los programas para adultos. Las nefastas implicancias de estos programas, para los niños y la sociedad en su conjunto, merecen un análisis que no es factible hacer aquí.
A pesar que durante 2005 la programación dirigida a los niños de la televisión abierta creció unos puntos y la inversión productiva en los programas se elevó, todavía su calidad deja mucho que desear.
En materia de TV cable, de las mas de 100 señales comercializadas, las dirigidas a los niños y adolescentes son 19 y excepto Magic Kids, del grupo Pramer, que incluye algunas producciones nacionales, todas provienen de Estados Unidos. Dos de estas señales (Cartoon Network y Nickel Odeon) ya están incorporando bloques de animación para adultos probados exitosos en los Estados Unidos; comedias, acción y erotismo. Ante la pregunta del periodista sobre esta invasión en un espacio supuestamente exclusivo de los niños, sobre todo respecto de “Adult swim” de contenidos muy fuertes para ellos, Hernán La Greca, director creativo de Cartoon Network para América latina, responde: “Antes del bloque aparece en pantalla una placa en la que se informa que algunas personas pueden considerar el contenido como no apropiado para menores de 18. Nosotros no somos nadie para decir qué contenido es apropiado y qué no. No tenemos la culpa de que los padres utilicen la TV como si fuera una baby sitter. La programación de “Adult swim” no reconoce segmentos. Se pueden reír tanto adultos como niños. Claro que cada uno hace su propia lectura de los contenidos.” La respuesta sugiere, al menos, dos interrogantes, qué lectura harán los niños de 4 a 12 ó 13 años de estos materiales y qué está deteriorando más la cultura de la sociedad, si la práctica desenfrenada de la des-responsabilización, como presencia ideológica de la lógica cultural del mercado que no deja resquicio sin invadir, o los contenidos de algunos productos puntuales.
Entre los rasgos característicos de la programación televisiva argentina, investigaciones recientes señalan: la recurrencia a las disputas, el lenguaje vulgar y el escándalo; “el tratamiento de la femineidad absolutamente estereotipado hacia la posición de objeto sexual o de ser esencialmente débil y un marcado sesgo cultural etnocentrista”, así como la editorialización y dramatización de las noticias, bajo la apariencia de información ecuánime.
Otro estudio apunta los elevados índices de violencia presentes en los distintos géneros de la programación. Los mayores índices de violencia se registran en los noticieros y los dibujos animados y ascienden los fines de semana, de manera independiente del horario de transmisión de los programas.
Estos fenómenos se inscriben en el proceso de concentración multimedial y transnacionalización del sistema de comunicación argentino, así como de los mercados de la distribución y la exhibición cinematográfica, iniciado en la década de los ´90. En el caso del cine, pese a que, merced a la política de fomento del Estado, año a año aumenta el número de filmes nacionales, cinco empresas distribuidoras y cuatro del sector de la exhibición controlan entre el 70 y el el 80% de los mercados respectivos.
En resumen, los datos provenientes de varias fuentes y de la observación propia permiten afirmar que la diversidad cultural está ausente del audiovisual para los niños.
La vulneración de la Convención Internacional de los Derechos del Niños, no es un hecho extraordinario sino la norma de funcionamiento del espacio audiovisual argentino.
La formación de las identidades y los nuevos imaginarios infantiles y juveniles responde más a las pautas de consumo alentadas por el entretenimiento audiovisual y la diversión nocturna que a las de las instituciones ocupadas de la educación.
Una encuesta realizada por la cátedra de Sociología de la Universidad Nacional de Buenos Aires entre alumnos de 39 facultades, reveló que el 64% de los encuestados había concurrido al menos una vez al cine en el trimestre estudiado. También constató que los jóvenes valoraban menos al cine nacional que al extranjero; el 47% sostuvo que las películas argentinas eran de inferior calidad, al 39% la calidad le pareció similar pero las consideró poco interesantes y sólo un 7% mostró preferencias por ellas.
Un estudio sobre consumos culturales realizado por la Secretaría de Comunicación de la Presidencia de la Nación, informa que el 54.1% de los encuestados de entre 12 y 17 años y el 49.9% del grupo de entre 18 y 34 años, no leyó ningún libro en el transcurso del último año y de los que dicen haberlo hecho manifiestan haber leído un libro cada tres meses. Los seis libros más leídos en orden decreciente de importancia resultaron ser: la Biblia, Harry Potter, El alquimista, El código Da Vinci, El camino de la felicidad y El señor de los anillos. Aunque en ambos grupos de edad el uso de Internet oscila en torno al 84%. El 44.1% de los encuestados de entre 12 y 17 años y el 43.9% de los de entre 18 y 34 años declara haber ido al cine en los tres meses anteriores a la encuesta, pero el grueso de ellos pertenece a los sectores medios y altos. La asistencia al cine es mucho menor entre los de nivel socioeconómico bajo y los que habitan en el interior del país. Pese a que la mayor parte de los encuestados dice que les gusta ver cine nacional (70%), sólo el 21% reconoce que las películas son buenas. Un 45.5% manifiesta que son malas y encuentra que los argumentos son peores el 32.3% Las principales razones para la elección de una película son el género, la recomendación, la publicidad y los actores. El 54% reconoció que ve cine a través de la televisión paga, el 34% en video y entre el 17 y el 14% por televisión abierta. Pero el 88% declara escuchar radio, siendo la FM la frecuencia preferida y la razón predominante (82%) para escuchar música. El promedio de horas diarias de visionado de es de 3.7 para el primer grupo de edad y de 3.5 para el segundo.
Resulta contradictorio con las intensivas políticas públicas de fomento a la producción de cine nacional del INCAA y de constitución de un mercado cinematográfico ampliado o de un proceso de integración -sea referido al MERCOSUR o a Iberoamérica- que no se preste la debida atención a los únicos factores capaces de hacerlo sustentable: la formación de públicos competentes para dicha producción y la creación de un espacio audiovisual de los niños donde ellos puedan encontrar un lugar de desarrollo cultural en el que sean considerados sujetos y ciudadanos plenos.
No será el mercado del entretenimiento librado a su propia dinámica el que vaya a cumplir con aquél objetivo. Las evidencia empírica señala que se trata, más bien de todo lo contrario. La relación del campo audiovisual argentino con los niños ostenta una enorme deuda interna. Las consecuencias están a la vista, sería redundante reiterarlas. Es improbable que sin un conjunto congruente e integrado de políticas públicas de educación, cultura y comunicación, dicha deuda pueda saldarse.

Buenos Aires, marzo de 2009
Publicado en la Revista Indicadores Culturales, UNTREF.

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domingo, 14 de febrero de 2010

LAS NUEVAS FORMAS DE CONSTRUCCIÓN DE LOS IMAGINARIOS URBANOS; IMAGEN AUDIOVISUAL, CYBERMERCADO Y CIUDADANIA

por Susana Velleggia.

Todo lo que se presenta a nosotros en el mundo social-histórico,
está indisolublemente tejido a lo simbólico. No es que se agote en ello.
Los actores reales, individuales o colectivos -el trabajo, el consumo,
la guerra, el amor, el parto- los innumerables productos materiales
sin los cuales ninguna sociedad podría vivir un instante, no son
(ni siempre ni directamente) símbolos.
Pero unos y otros son imposibles fuera de una red simbólica.
Cornelius Castoriadis “La institución imaginaria de la sociedad”

Quisiera empezar recordando una frase muy conocida atribuida a Shakespeare, “la ciudad es la gente”. Así fue traducida al menos, porque en inglés “people” también puede significar “pueblo”; o sea “la ciudad es el pueblo”. Cabe acotar que este término, ´gente´, hoy de uso extendido en los discursos político y mediático no constituye ninguna categoría de las ciencias sociales o políticas, como pueden ser pueblo, clases, sociedad, sino una designación de pretendida neutralidad ideológica y, por lo mismo, sumamente reveladora de la presencia del nivel ideológico en los discursos que la utilizan.

Entre otras cuestiones, la frase de Shakespeare connota las percepciones inaugurales de la modernidad acerca de la ciudad, como ámbito de muchedumbres sin nexos orgánicos entre sí, apiñamiento, desorden, en suma masas.
Hay una historia de la evolución del concepto masas que no vamos a recorrer aquí pero, a grandes rasgos, mencionaremos dos enfoques principales. Uno que atribuye a la masa ser expresión de la irracionalidad, denegándole la calidad de sujeto. Esta concepción se sistematiza a fines del siglo XIX y de ella participan varias corrientes de la psicología, la sociología, la filosofía, que van desde Freud y Durkheim, el padre de la sociología moderna, hasta Pareto, Tarde y Ortega y Gasset. Desde la filosofía política se trata de una visión conservadora que surge con la sociedad industrial, cuando los sectores populares irrumpen en la vida pública reclamando para sí los mismos derechos sociales, económicos y políticos que antes había conquistado la burguesía en su lucha contra el absolutismo. El desarrollo de los medios masivos de comunicación y la publicidad comercial, la industrialización y otros fenómenos históricos acaecidos entre fines del siglo XIX y XX favorecen esta percepción peyorativa de las masas.

El segundo enfoque arranca con el marxismo y se ramifica en las distintas concepciones del modernismo. Lo define muy bien Raymond Wiliams cuando escribe: “Masa y masas son también palabras heroicas y organizadoras de la solidaridad obrera y revolucionaria” (Williams, 1997 ; 64). Estamos aquí ante una percepción positiva del término masa que también había adoptado Walter Benjamin, en contraposición a otros colegas de la Escuela de Frankfurt, Fromm, Adorno y Horkheimer.
Estas dos percepciones dicotómicas de las masas son paralelas a las representaciones que se construyen históricamente sobre la ciudad. En cierta medida ellas estaban embrionariamente presentes en algunos enfoques sobre la sociedad en tanto civilización, en oposición a la naturaleza o al mundo natural, cuyo máximo exponente es Rousseau en el siglo XVIII. Recordemos que de esta oposición se han nutrido buena parte del arte y la cultura desde el siglo XIX en adelante.
La ciudad moderna se presenta, entonces, como ámbito contradictorio que articula estas dos lógicas; espacio de impenetrabilidad y apiñamiento, de muchedumbre, tráfico acelerado y violencia, pero también de creación e innovación, de acceso al confort y nuevas relaciones. Esta percepción comienza a esbozarse a fines del siglo XIX, básicamente con la novela de Dickens y, sobre todo, con la poesía de Baudelaire. La emergencia del cine –y su evolución- se relaciona con este imaginario metropolitano en gestación.

En la actualidad persiste en nosotros esta doble percepción de la ciudad. En uno y otro caso son construcciones simbólicas que atribuimos al objeto ciudad. En suma, estamos aludiendo a las propiedades que depositamos en ciertos objetos, llámense discursos, fiestas, música, bienes culturales materiales, aunque en rigor se trata de una propiedad de los sujetos. En mi opinión la frase citada al comienzo, precisamente, se refiere a la ciudad como a la cultura de “la gente” que hace la ciudad y antes que remitir a la dimensión material o física de los cuerpos urbanos, alude a la dimensión simbólica.

Esto significa que la facultad de crear sentidos, propia de las sociedades humanas, no es un aditamento posterior adherido a los objetos sino que forma parte de ellos desde el momento de su producción. Una ciudad no se define, entonces, sólo por sus edificios, sus vías de circulación, su tráfico o aquello que llamamos patrimonio material, sino fundamentalmente por los sentidos que esa ciudad construye, reproduce y propone cotidianamente a quienes la habitan o transitan, los cuales hacen a la calidad de la convivencia en ella.

En toda ciudad están presentes sentidos, contradictorios, en lucha, que orientan la construcción de los equipamientos materiales y el modo en que estos inciden en las formas de vida que, a su vez, se expresan en diversas formas de uso del ámbito urbano que pueden reproducir algunos de ellos, refutar otros y redefinir el espacio físico.

Indudablemente existe una relación entre el patrimonio material y el patrimonio intangible aunque no mecánica, sino compleja, dialéctica, mediada por una serie de factores. Los sentidos que aportan los productos de la creación artística, comprendiendo en esto la literatura, la música, la arquitectura, son una parte de los sentidos que circulan en una ciudad. Pero la que yo denomino, cultura de las relaciones sociales –conformada por las lógicas, valores, imaginarios, que rigen la relación entre los ciudadanos- también participa en la construcción de los imaginarios, imprime sus huellas en el espacio físico de la ciudad y es parte determinante de la vida social.

Desde esta perspectiva el problema es identificar cuáles son los actores sociales que mayor incidencia tienen en la construcción de los sentidos que la vida de la ciudad propone diariamente a sus ciudadanos, los objetivos que aquellos persiguen y las relaciones de poder entre ellos.
Un ejemplo para aclarar este punto. Hace unos días leí en el Suplemento de Arquitectura de un diario, una declaración de César Pelli -el gran arquitecto tucumano que reside en Nueva York- que dice que a su juicio, lo mejor de su producción son las Torres Petronas, hasta ese momento los dos edificios más altos del mundo. Dice Pelli “...el diseño de las Torres Petronas es una respuesta artística al clima y la cultura de Kuala Lampur. Mi idea no fue únicamente ofrecer espacios de oficina eficientes sino también crear un símbolo de la ciudad y del país...” (negritas propias)

Son dos edificios en forma circular que Pelli describe así : “las torres rematan en agujas que ascienden y marcan un lugar contra el cielo... la piel de acero inoxidable que las reviste ofrece una variada gama de reflexiones que cambian con la luz...” Estos serían para él los dos principales atributos de la construcción. Hay aquí una cuestión, a mi juicio, muy interesante para analizar.

En primer lugar, la relación con el cielo rescata una simbología vinculada a una una tradición, la de las catedrales góticas. Pero los juegos de luz y colores cambiantes que, según Pelli, remiten al trópico, superponen un nuevo elemento a esta simbología: imprimir en el edificio el lenguaje de la imagen en movimiento, no una imagen determinada, sino de los reflejos lumínicos cambiantes que aluden a una determinada dinámica de vida.

El movimiento no sólo como tránsito, sino como componente decisorio de la vida está presente en la ciudad y las torres conceptualizan en su piel esta lógica, congruente con el imaginario de la ciudad moderna o del futuro, en este caso del arquitecto Pelli y también de quienes le encargaron el proyecto. Imaginario que es asumido por un sector con el poder de decisión como para imponerlo al resto de la sociedad. Es este un ejemplo claro de cómo se van construyendo las identidades en una ciudad o fragmentos de ella, cómo se han ido construyendo las ciudades durante la modernidad y cómo ahora esta construcción proporciona marcas identitarias nuevas.
Al igual que en otros casos, vemos que no se trata únicamente de una identidad-tradición, sino de una identidad-proyección. La propuesta por las Torres Petronas es la identidad que se estima deseable para la ciudad de Kuala Lampur y para Malasia, a futuro. Esta representación es una utopía, por cuanto sintetiza una identidad hacia la cual se pretende orientar un espacio físico y social determinado, en función de un futuro que encierra la promesa de un mundo ideal. Las dos torres de oficinas, que dominan desde su altura record el espacio de la ciudad, actúan como signo y, a la vez, símbolo, del poder que ellas instituyen: el de los negocios, el dinero, en suma, el mercado. ¿Es esta la identidad y el futuro que la mayor parte de los habitantes de Kuala Lampur concibe o desea para su ciudad y su país? Seguramente existen en la misma ciudad otras identidades e imaginarios, que se han de expresar en formas de vida, relaciones, representaciones y construcciones edilicias diversas, sin embargo entre todas esas opciones, desde determinadas relaciones de poder, se instituye como representativa de toda la ciudad una de ellas.

Este pequeño ejemplo nos permite constatar, cómo han ido operando los procesos de construcción de las ciudades e identidades urbanas, así como las construcciones que hacemos ingresar al patrimonio arquitectónico y/o histórico de las ciudades. Es de observar que, prácticamente, la totalidad de ellas responde a las identidades construidas como representación del poder hegemónico de cada época. En general el patrimonio tangible de los sectores populares, en lucha contra aquél poder o resistentes a él, fue construido con materiales precarios, perecederos y no mereció ingresar al “catálogo” de bienes patrimoniales considerados objetos de culto y protección

Cabe señalar que una identidad colectiva nunca es solo pasado, no es lo ya dado, sino que siempre está siendo; es dinámica y cambiante (Linekin ; citado en Mato;1995; 119). La identidad constituye una construcción simbólica que significa una apropiación selectiva del pasado, elaborada en el presente, respondiendo a prioridades y propósitos contemporáneos y políticamente instrumental con respecto al proyecto que se sostiene hacia el futuro. El proceso histórico de construcción de las identidades es el de la lucha por la hegemonía, material y simbólica. De esta lucha dan cuenta, asimismo, las dos representaciones contradictorias de la ciudad y de las masas.

Vamos a vincular esto, que sucede actualmente en nuestras ciudades y en nuestras sociedades, con las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs), en torno a las cuales también se están construyendo imaginarios e identidades que remiten al concepto denominado cybercultura.

De qué manera esta nueva cultura -cybercultura o tecnocultura- está reestructurando, redefiniendo, las relaciones que rigen la vida de la ciudad, las relaciones con el espacio físico y algo fundamental: las formas de construcción de los imaginarios sociales e identidades colectivas.

Aunque dichas tecnologías surjan de rigurosos procesos de investigación científica, y de fuertes inversiones en desarrollo técnico -o sea, pueden considerarse producto de la racionalidad más absoluta- los imaginarios e identidades que en torno a ellas se construyen, remiten, paradójicamente, al mito y la utopía. Al mito no en el sentido arcaico, sino al mito moderno (v.gr. el mito del Progreso) y a la utopía, por cuanto ambos interponen en el horizonte cultural presente la imagen de un futuro promisorio, que reelabora y condensa sueños sociales difusos conformando “un dispositivo, de variable eficacia, que garantiza un esquema colectivo de interpretación y de unificación a la vez del campo de las experiencias como del horizonte de expectativas y de rechazos, de temores y de esperanzas”... (Baczko ; 1999 ; 70).

El imaginario mítico-utópico fundado en torno a las TICs -que las asimila al mundo del conocimiento en abstracto- funciona a su vez como un poderoso dispositivo de inclusión-exclusión, en tanto se trata de representaciones cuya potencia unificadora reside en la fusión entre verdad y normatividad ; informaciones y valores que se opera por y en el simbolismo (Idem ; 30). En este caso las representaciones que informan sobre el poder de dichas tecnologías procuran su adhesión al mismo; es decir lo legitiman, trazando una frontera que divide a los informados-alfabetizados-poseedores de los no informados-analfabetos-desposeídos.

EL NUEVO PODER DE LA IMAGEN

No cabe duda que la presencia de la imagen es cada vez más determinante en la conformación de las ciudades y en nuestra vida. El ejemplo de Pelli es clarísimo. Edificio-mito que es imagen futurista de una ciudad utópica del futuro, a su vez revestido de acero que refleja la luz con distintos colores a diferentes horas del día. No ofrece una imagen que se pretenda representación de la realidad sino la superficie de un espejo que proyecta luces donde las imágenes de lo real y lo virtual-utópico se confunden. Este es el mundo de la imagen cinematográfica en el más estricto sentido: la imagen producida por la luz como universo que condensa las aspiraciones, deseos, sueños, identificaciones y proyecciones de seres humanos diversos.

Nuestras grandes ciudades dan cuenta, al extremo de la polución visual, del reinado de la imagen, aunque no tan estética como la producida por el arquitecto Pelli. En buena parte de los casos se trata de significados sin significantes con arraigo en un territorio concreto; representaciones no de objetos sino de ideas sobre ellos. No son imágenes construidas intersubjetivamente desde el espacio público ni de lugares que representen las identidades, diversas, de quienes lo habitan, sino que constituyen objetivaciones de una subjetividad, la del mercado, desde la cual se ofertan imaginarios para el consumo visual de los transeúntes bajo la forma de productos “estetizados”.

Una macro pantalla televisiva parece extenderse por las ciudades ofreciendo multiplicidad de versiones idealizadas de Las Vegas, Disneyworld, Londres, París, el Far West, diferentes “cuturas étnicas” del pasado y el presente, o bien de imágenes virtuales futuristas, en una parodia de un multiculturalismo imaginario que reconcilia los decorados de los estudios hollywoodenses con el cyberespacio y la digitalización, sin contradicciones aparentes.

La mayor parte de las imágenes que hoy construyen las identidades e imaginarios de niños, jóvenes y adultos en los centros comerciales y zonas residenciales de las grandes ciudades no tienen que ver con el territorio, el ámbito de vida, el barrio que las circunda y la Nación a la cual pertenecen, tampoco tienen fuerte ligazón con el ámbito local, en cuanto espacio de interacción y convivencia humana. Estas imágenes -shoppings, restaurantes de moda, complejos de salas de cine, boutiques, paseos, parques temáticos, barrios cerrados, countries, etc.- obran, no ya como espacio global aglutinador de distintas sociedades nacionales, sino como espacio simbólico de segmentación de públicos multinacionales. La mayor parte de estas construcciones podría pertenecer a cualquier país o ciudad del mundo de manera indistinta.

La omnipresencia de este abigarrado y complejo universo icónico, establece una normativa perceptiva: el desprendimiento de la imagen de las contingencias sociales e históricas en virtud de las cuales ella es capaz de producir reconocimiento y sentido en estas dos dimensiones. Hecho que implica un salto cualitativo de enorme magnitud en las funciones que, históricamente, la imagen ha venido desempeñando.

Entramos de lleno al universo de la cybercultura. Esta es la conformada por las representaciones, prácticas, utopías e imaginarios construidos en torno a las TICs, que actúan como mito autolegitimante del poder que las produce y administra. Se trata de una construcción eminentemente desterritorializadora y deshistorizadora, para la cual las particularidades étnicas, culturales, religiosas, históricas, sociales, geográficas, etc. de las distintas sociedades no serían más que residuos de culturas tradicionales -entendidas como sinónimo de “atrasadas”- y, por tanto, percibidas como obstáculos a la modernización o bien, reapropiadas en calidad de ornamentos exóticos de un supuesto multiculturalismo globalizador, asimilado a la vieja categoría de universalismo.

El motor del proceso de constitución de este campo que genéricamente se denomina TICs está dado por la digitalización y la convergencia, que hacen a la circulación global de los flujos financieros, informativos y culturales. Se trata de dimensiones interactuantes que conforman sistemas sinérgicos.

EL ESPACIO AUDIOVISUAL, NÚCLEO IRRADIADOR DE LA CYBERCULTURA

Si nos referimos al espacio audiovisual como constelación de articulaciones entre cine, televisión y video, a las que se vienen a agregar la informática, Internet, los videojuegos y las telecomunicaciones, podemos identificarlo como el núcleo de la convergencia en curso, que no es solo tecnológica, sino también empresarial y de mercados. Por tal motivo, ya no es pertinente designar a estos campos simplemente como medios -concepto de resonancias tecnológicas- sino que se trata de sistemas en el sentido clásico del término. Como tales son pluridimensionales y las relaciones, fluctuantes, entre las partes que los constituyen suponen mucho más que la mera suma de ellas.

Aunque cada uno de los soportes mediáticos que convergen en este sistema audiovisual siga manteniendo ciertas particularidades específicas en cuanto a modos de producción y lenguajes, los rápidos cambios que se experimentan en este campo hacen que las relaciones entre ellos estén en un estado de redefinición permanente.

El sistema audiovisual también tiende a articularse con las telecomunicaciones, con las redes informáticas y, obviamente, con los satélites, dando lugar a nuevos productos y servicios. Los procesos de compras y fusiones empresariales que tienen lugar en nuestro país y en otras latitudes entre empresas de TV Cable, del sector de la informática, y/o las telecomunicaciones; entre empresas productoras de programas y empresas productoras de equipos, que dan lugar a una conglomerización creciente de los sectores comprendidos por las TICs, de los que informan los diarios, no son algo distante sino que tienen consecuencias sobre nuestras vidas cotidianas en varios aspectos.

Los reacomodamientos regidos por los movimientos del capital, están señalando, por un lado, una tendencia a la concentración empresarial a escala transnacional y, por el otro, hacia la homogeneidad de la información. Hasta hace pocos años el acceso a las redes como Internet y las bases de datos estaba acotado a un uso empresarial y de aplicaciones científicas. Estos dos caminos divergían bastante del mundo originado en las señales analógicas, es decir el de las industrias culturales del audiovisual. Esta distancia se ha diluido desde que toda información, cualquiera sea su origen, puede ser convertida por igual en una señal merced a la digitalización y circular por las mismas redes. El cine, la música, los programas de televisión, y todos los bienes pertenecientes al campo de la cultura reproducible -que desde la lexicología del mercado se designa como entretenimiento- ya no constituyen un campo totalmente apartado del de la información científica o económica.

Estos acelerados cambios están adquiriendo una incidencia enorme, no sólo en la redefinición de las relaciones laborales, los perfiles ocupacionales, las características de los sistemas de comunicación, la economía, la política, la cultura de cada sociedad, sino también en las formas de relación entre los ciudadanos y de ellos con sus espacios de pertenencia. Sobre todo están transformándose las formas de construcción de sus imaginarios, a partir de que ciertas imágenes van construyendo un nuevo espacio de referencia de carácter virtual y global.

Algo que había diagnosticado Walter Benjamín a comienzos del siglo XX, refiriéndose a la industria cultural, en su famoso ensayo “El arte en la era de su reproducción mecánica”, adquiere plena vigencia. Decía Benjamin que las verdaderas revoluciones culturales, las que transforman la vida de la sociedad, no son aquellas que se dan en los contenidos de la cultura sino en los cambios en las formas de transmisión de la misma. Son éstos los decisivos en tanto implican cambios en el “sensorium” social ; es decir en la percepción colectiva del arte, la cultura y la misma realidad histórica.

Se trata de cambios, propios de la estructuración de un sistema capitalista mundial, que introducen múltiples tensiones en tanto suponen la desestructuración de las relaciones sociales, culturales, económicas, políticas, preexistentes y su reestructuración sobre nuevas bases que no suponen una superación de las diferencias socioeconómicas sino, con frecuencia, su profundización.

El entorno tecnocultural conformado por las comunicaciones y los flujos financieros globales no consiste en una mega-sociedad que contenga y resuelva en sí todas las sociedades nacionales, sino en un horizonte mundial caracterizado por la ausencia de integrabilidad. La percepción de una sociedad mundial multicultural pero no integrada remite al desorden, la incertidumbre, y a la existencia de una opacidad cada vez mayor de las relaciones de poder, en lugar de la preconizada transparencia de las mismas que las TICs, supuestamente, favorecerían.

La despersonalización del poder global, que es el poder económico-financiero, reclama la personalización extrema del poder local. Aquel imaginario inicial de la ciudad moderna, como espacio de anonimato y relaciones despersonalizadas, adquiere así un nuevo giro. Tal como sucediera con la ciudad en los comienzos de la modernidad, el mito de la sociedad global es ambivalente, por un lado se asocia a la modernización, el progreso y el logro de mayores grados de bienestar y libertad individual a escala universal, pero por el otro es percibido como amenaza y retroceso, como la marcha hacia un mundo en el cual el poder de la técnica y el dinero subordinan a su lógica a los individuos y las sociedades. Este proceso de desestructuración-reestructuración es experimentado por vastos sectores sociales como un peligro de disolución de las propias identidades y de las relaciones comunitarias, e impulsor de nuevas formas de empobrecimiento, fragmentación y exclusión socioeconómica, por lo que genera conflictos, incertidumbre y diferentes estrategias de resistencia.

El borramiento de las fronteras entre lo global y lo local por obra de las comunicaciones -en tanto es la dimensión nacional, el Estado-nación como instancia mediadora entre el mundo y la localidad, la debilitada- es un dato inédito en la historia de la modernidad, que provoca desconcierto, no sólo en las poblaciones sino también en las dirigencias políticas.

El epicentro de la cybercultura en su doble calidad de mito y utopía de relevo es la imagen. Pero la hegemonía de la imagen en la vida de la sociedad ya no consiste exclusivamente en la del realismo mimético, sino que, en virtud de la revolución tecnológica, aparece un nuevo tipo de imagen: la digital, construida por ordenador. Esta imagen no es la del cine, o la televisión, que toman como modelo un referente real e intentan reproducirlo técnicamente sino aquella artificialmente generada por la interfase hombre-máquina. De ello se desprenden varias consecuencias.

Si toda imagen implica una determinada forma de relación con el mundo, a la vez que propone una forma de relación con sus propios códigos, la imagen que ya no remite a ningún referente del mundo real, sino al mundo de la ciencia y la técnica, significa la abolición de la función de re-presentar - dar presencia- a un significante perteneciente a la realidad sociohistórica.

Estamos frente a un nuevo tipo de representación que remite a los dispositivos de la mente. Se trata de una imagen, que a la par de eliminar las distancias espacio-temporales, adquiere funciones deshistorizadoras y desterritorializadoras con respecto al mundo “real”.

Otro rasgo a destacar es la importancia creciente de la circulación sobre la producción. La circulación es hoy la fase fundamental de la creación cultural. El crecimiento geométrico de los circuitos electrónicos de transmisión de todo tipo de informaciones está señalando, entre otras cuestiones, una asincronía entre los procesos de producción-comercialización del hardware y los que son propios del software. La producción de los bienes que van a circular por aquellos todavía requiere un elevado componente artesanal humano, basado más que nunca en el conocimiento especializado y en la creatividad. Este campo que se denomina “producción de contenidos” -software informático, programas de TV, películas, música- es hoy de importancia vital. No sólo por su creciente potencial económico y en materia de creación de valor agregado y empleo calificado, sino por su incidencia en la construcción de los imaginarios e identidades de los ciudadanos. Es decir, posee un enorme poder simbólico en orden a producir, distribuir y regular los dispositivos sociales de construcción de sentido.

Por otra parte, la existencia de ciudades atravesadas por múltiples flujos de información tecnológicamente procesados y superpuestos y la valorización de esta información como mercancía, dan cuenta de una hipertrofia informativa y del lugar subalterno asignado a las informaciones producidas por los ciudadanos, más aún cuando se trata de aquellos que no acceden a la cybercultura. Por consiguiente éstos pierden visibilidad o son ubicados en un lugar social, económica, política y culturalmente subalterno. Este fenómeno, a la par de introducir nuevas formas de fragmentación social y cultural promueve una conciencia fragmentada del mundo y del propio espacio, que deja de ser fuente de reconocimiento para convertirse en lugar de señales y tránsito; de uso y consumo.

El ciudadano, impotente para acceder a un porcentaje siquiera mediano de toda esta información que, en apariencia, estaría a su disposición, e imposibilitado de procesarla mentalmente, en una ciudad cuyas marcas identitarias tienden a mezclarse y fragmentarse hasta disolver su capacidad de producir sentidos integradores, necesariamente experimentará sentimientos de hostilidad y ajenidad con respecto al espacio común. La desvalorización de lo público asociada a una sobrevaloración de lo privado, implica un rotundo cambio en cuanto a las fuentes de legitimidad política.

La gran paradoja es que mientras la cybercultura propone la construcción de la utopía de la ciudad global al alcance de los ojos, sustrae la ciudad real del alcance de los cuerpos y las mentes de los sujetos que la habitan. Como ámbito de convivencia reduce sus límites a espacios cada vez más pequeños que actúan como centros de reunión, los cuales, en general, están vinculados a los consumos diferenciados de los distintos actores sociales. El barrio, el vecindario, han pasado a ser la periferia de las ciudades, donde no llega la mano del “progreso”, pero hasta el momento los únicos espacios que pueden suscitar sentido de pertenencia y seguir produciendo marcas identitarias y capacidad de integración.

La visibilidad de los asuntos públicos y de los conflictos sociales descansa, cada vez más, en el dominio de los dispositivos de producción-circulación del sentido, de los grandes conglomerados multimedia. Esta violencia simbólica administrada desde los poderes hegemónicos, reclama nuevas formas de ejercer el derecho a la visibilidad, por parte de los no-hegemónicos o invisibilizados. Las movilizaciones y estallidos sociales que sacuden periódicamente las zonas céntricas de nuestras ciudades, junto con la defensa de intereses o reivindicaciones materiales de aquellos, pone en escena una lucha simbólica de singular importancia. Esta es la lucha por el derecho a la visibilidad y la presencia. Tornarse visibles, siquiera circunstancialmente y ante las cámaras, frente a una sociedad para la cual la corporeidad de los invisibilizados, se resume en un dato estadístico sobre la pobreza y/o la desocupación significa, para quienes se sienten segregados y excluidos –y de hecho lo son- acceder, siquiera de manera efímera, a la categoría de ciudadanos que cotidianamente se les niega.

Las TICs suponen, además de las ventajas y desventajas que habitualmente se les adjudica, una redefinición de la integralidad de las relaciones sociales. Ello significa, principalmente, un cambio de status del campo simbólico, en el que la capacidad de proponer sentidos que constituyen la fuerza reguladora de la vida colectiva, por su poder para integrar y cohesionar a la sociedad en torno a un proyecto que, más allá de los conflictos de intereses, pueda ser compartido por vastos sectores de la misma, escapa cada vez más de los poderes públicos y de la voluntad de los ciudadanos. Este poder ha sido dejado en manos del mercado. Los medios de comunicación social se han erigido en los mediadores privilegiados entre las fuerzas económicas que controlan el mercado, el poder político y la sociedad. A la vez que representan a las primeras y las tornan anónimas e invisibles, como si formaran parte del “orden natural de las cosas”, personalizan de manera exacerbada a la política construyendo dirigentes-personajes dramáticos y administran la agenda informativa y cultural de la sociedad de acuerdo a sus intereses.

De este modo y sin ser concientes de ello, los ciudadanos están inmersos en una lucha por la imposición del sentido, cuya violencia puede adquirir dimensiones aún más devastadoras que las actuales. Además, el debilitamiento de los lazos de interacción y organización social, la fragmentación y la reclusión en el espacio privado, los tornan mucho más vulnerables a los dispositivos de control que toda lucha por el poder simbólico supone.
Si los organismos culturales y educativos públicos no asumen estos cambios e incorporan a sus políticas y prácticas la formación de las competencias críticas, de la capacidad de análisis y de la creatividad de los distintos sectores sociales, así como la construcción de sentidos productores de una cultura de la convivencia que sea fuente de integración y formación de capital social, es previsible que, de la mano de la especulación inmobiliaria y la industria turística, nuestras ciudades vean desaparecer los últimos vestigios de aquél patrimonio tangible e intangible que venía actuando como un marcador de identidad de carácter integrador. Con ellos también desaparecerán los espacios que aún dan sustento a formas de comunicación e interacción no guiadas por objetivos mercantiles y, por tanto, son productoras de sentidos de pertenencia y reconocimiento.

Es algo sabido: la construcción de las identidades librada a la lógica cultural del mercado es apta para la producción de consumidores, pero no de ciudadanos.

Bibliografía consultada para este trabajo


• Baczko, Bronislaw ; “Los imaginarios sociales”. Memorias y esperanzas colectivas, Nueva Visión, Buenos Aires, 1999.
• Benjamin, Walter ; El arte en la era de su reproducción mecánica, en Curran J., Gurevith M y Woollacot J., Sociedad y Comunicación de Masas, FCE, México, 1977.
• Brunner ,José Joaquín, “Cartografías de la modernidad”, Dolmen, Santiago de Chile, 1994.
• Castoriadis, Cornelius ; “La institución imaginaria de la sociedad” T I y T II, Tusquets, Buenos Aires, 1999.
• García Canclini, Néstor, “La globalización imaginada”, Paidós, Buenos Aires, 1999.
• Gorosito Kramer, Ana María, “Identidad, cultura y nacionalidad”, en “Globalización e identidad cultural”, R. Bayardo y M. Lacarrieu (Comp.) Ediciones CICCUS, Buenos Aires, 1997.
• Mato Daniel, “Crítica de la modernidad, globalización y construcción de identidades”, U. C. de Venezuela, 1995.
• Piscitelli, Alejandro ; Ciberculturas en la era de las máquinas inteligentes, Paidós, Buenos Aires, 1995.
• Velleggia, Susana ; Imágenes e imaginarios en la tensión glogal/local, en Bayardo Rubens y Lacarrieu Mónica, Compiladores, La dinámica global/local. Cultura y Comunicación, nuevos desafíos.
• Williams, Raymond ; Las percepciones metropolitanas, en La Política del Modernismo. Contra los nuevos conformistas, Manantial, Buenos Aires, 1997.
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PRIMER CONGRESO ARGENTINO DE CULTURA; ENTRE LA DEVASTACIÓN Y LA ESPERANZA

Por Susana Velleggia.

Finalizado el 1er. Congreso Argentino de Cultura cabe hacer un balance entre las intenciones que animaron su organización y los resultados alcanzados.

Las funciones de las Conferencias y las Mesas Redondas fueron proporcionar insumos simbólicos para pensar y analizar la compleja realidad social y cultural de la Argentina, en el marco de los procesos de integración subregional (MERCOSUR) y de globalización. Los Foros debían aportar las experiencias, reflexiones y propuestas de los ciudadanos y agentes culturales, mientras que las Mesas de Políticas Culturales, serían el ámbito en el que los gestores culturales –funcionarios públicos del área cultura- reunieran una masa crítica de información proveniente de los espacios anteriores y de sus propias prácticas, a fin de formular y concertar los lineamientos generales del diagnóstico y de las principales estrategias para dar respuesta a los problemas identificados.

La “Declaración de Mar del Plata” , documento final del Congreso establece un marco de principios que reconoce, desde los primigenios postulados sobre el derecho a la cultura como uno de los derechos humanos fundamentales de los individuos (Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948) y los pueblos (Declaración de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales de México, “Mundiacult”, 1982) hasta algunos aportes más recientes. Entre ellos, la apertura conceptual del campo más allá de las Bellas Artes y el patrimonio, al que lo constriñen las concepciones iluministas –con todo, aún predominantes- incorporando la noción de la cultura como forma de convivencia (“las formas sociales de construcción de la realidad”); su relación con el desarrollo socio-económico (“la cultura como un motor del desarrollo económico y social, generadora de inclusión y empleo”), la doctrina de la “excepción cultural” y el principio de “diversidad cultural” -instrumentos de carácter político adoptados en las negociaciones en el seno de la OMC- presentes en el documento de la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales , sin faltar la alusión a la dimensión cultural de los procesos de integración, en particular, del MERCOSUR.

Contrastan con este ideario que comprende una vasta y compleja gama de desafíos -motivo de debate en el Congreso y en los cuales habrá que profundizar- la ausencia de referencias a los fenómenos culturales más acuciantes de la actualidad, como las transformaciones impulsadas por las NTIC, los medios de comunicación social y las industrias culturales y la economicidad propositiva de la Declaración. Ésta efectúa una proposición a mediano plazo (“ - Convocar a la formación de un equipo político-técnico para la elaboración de un Plan Estratégico Nacional de la Cultura, que incluya el Financiamiento, la Organización Institucional y la Legislación, sistematizando las discusiones que se den en el ámbito nacional, provincial y municipal. Se utilizará como base la publicación de ponencias y textos con conclusiones emanadas de este Congreso. Aspiramos a que este plan esté elaborado en un plazo no superior al año”), incorpora una añeja deuda de las administraciones culturales nacionales, enunciada como una acción puntual (“- Propiciar la construcción de un Sistema Nacional de Información Cultural que la recopile, sistematice y difunda”) y concluye con una propuesta de forma (“- Ratificar el carácter bienal y permanente del Congreso Argentino de Cultura, convocando al Segundo Congreso para el año 2008”).

El reconocimiento implícito de la inexistencia de sistemas de información cultural en la Argentina del siglo XXI es apenas una de las muestras de la devastación arriba aludida.

Conjurado el pecado del exceso optimista que suele acechar a las declaraciones de este tipo con el de la prudencia exagerada, queda la sensación de estar ante un plato escaso después de una hambruna que viene desde el inicio de los tiempos, que el Congreso por otra parte reconoce al proclamar su carácter fundacional.
La “Declaración de Mar del Plata”, como todo documento similar, establece los márgenes entre los cuales ha de desenvolverse la acción cultural pública.
En este caso particular, el territorio es demarcado por los principios teórico-doctrinarios de aceptación unánime, desplazándose la respuesta a las expectativas desatadas durante el año de preparación del Primer Congreso Argentino, a través de los congresos provinciales realizados en todo el país, a un “equipo político-técnico”. También omite el diagnóstico de los grandes problemas culturales enunciados en aquellos y en los foros abiertos a la participación ciudadana, así como las principales estrategias allí propuestas para superarlos.

Finalizado el Congreso queda pendiente incorporar sin eufemismos la palabra innombrable por excelencia cuando se trata de “la cultura”: política.
En efecto, son disyunciones políticas determinar los caminos mediante los cuales la gestión cultural pública se hará cargo de la catástrofe social incubada desde mediados de los 70 -que asume el rostro de la indigencia material y simbólica de la mitad de la población- y cómo contribuirá a ampliar y profundizar la democracia frente a la crisis de los partidos políticos y las instituciones del Estado.
Definir el papel a desempeñar por las políticas culturales ante esta gigantesca tarea de reconstrucción excede en mucho el marco de los postulados teórico-doctrinarios, por más correctos que ellos sean.

La implosión del estado argentino de diciembre de 2001 fue la culminación del largo proceso de devastación originado en la secuela de dictaduras militares que signa la historia del país a lo largo del siglo XX. Entre ellas la iniciada en 1976 constituyó, no sólo la mas cruenta sino también la que finalmente logró allanar el camino a la imposición del paradigma neoliberal que, al completar la obra de desestructuración de las fuerzas sociales y de las instituciones políticas comenzada por aquella, cambió la matriz de la relación Estado-sociedad; política-economía, transformando a cada uno de estos términos en esferas escindidas. Esto significó una mutación cultural de vastas consecuencias; de un ethos social basado en el sentido de lo público, se pasó a un ethos privatista e individualista sustentado en la lógica del mercado.

La esfera de las decisiones políticas, no sólo se desvinculó de los “mundos de la vida” de la sociedad -en palabras de Habermas, las relaciones interpersonales, el espacio local, como instancias próximas en las cuales todos se sienten en capacidad de incidir- sino también del Estado.

La crisis del Estado-nación, en cuanto referente de las formaciones identitarias, decisor soberano y mediador excluyente de los conflictos sociales -como lo fuera hasta hace pocos años- sobreviene, de un lado, debido al avance en la configuración de mercados globales con sistemas de circulación simbólica y de flujos financieros a esta escala, que promueve nuevas desigualdades y fragmentaciones en las sociedades junto con matrices culturales de identificación de alcance transterritorial. Esta dinámica produce prácticas y sentidos vivenciados por los ciudadanos como una amenaza, tanto de estar frente a poderes omnímodos y difusos en cuyas decisiones ni la sociedad ni el Estado pueden influir, como de arrasamiento de las identidades particulares para disolverlas en un todo uniforme. De otra parte se asiste a un reforzamiento defensivo de las micro-identidades locales y grupales, que coexisten de manera dispersa en cada territorio nacional formando “constelaciones de nosotros fragmentados” (Escobar; 2005). El debilitamiento de la dimensión nacional procede desde ambos polos.

Como señala Manuel Antonio Carretón estos cambios implican una desinstitucionalización o desnormativización de la sociedad, en la que ética y moral -agregamos política y cultura- dejan de corresponderse, en tanto se desestructura la trilogía valores, normas y conductas. Ausencia que “no sería la patología del tipo societario postindustrial globalizado, como lo fue en la sociedad industrial nacional, sino que forma parte de la naturaleza misma de este tipo societario” (Garretón; 2002).

En este escenario la cultura massmnediática asume como un hecho, necesario o inevitable, la subordinación de la polis al mercado global, proponiendo en consecuencia, la personalización extrema de la política y la concepción de la vida como goce del instante. La “cultura de la diversión” impulsada desde la televisión, da cuenta de construcciones simbólicas sustitutorias de las prácticas sociales productoras del sentido de polis por excelencia; las políticas. Economía, política y cultura, se presentan escindidas entre sí y autonomizadas de la vida de la sociedad. Las representaciones y discursos que circulan de manera más profusa, en lugar de cerrar esa brecha, la amplían.

Estas múltiples fragmentaciones erosionan el sentido de la vida, el cual está asociado a la esfera de las relaciones sociales donde se recrean valores y proyectos colectivos –la cultura- que posibilitan el reconocimiento de sujetos diferentes, cuyos fines y metas individuales no se perciben antagónicos de los que dan sustento a la unidad de la sociedad. Algo cualitativamente distinto de un mercado anónimo, cuyo objetivo es la reproducción del capital sin finalidad ulterior alguna. El debilitamiento de los lazos que trascienden la satisfacción inmediata de las apetencias individuales, erosiona las identidades que sostienen la organización de la vida social. Las relaciones, prácticas y sentidos colectivos pierden legitimidad y dejan de tener vigencia los valores que posibilitan la cohesión social, más allá de las diferencias y conflictos que separan a las personas y grupos.
El resurgir de los particularismos, otrora emulsionados por la simbología del Estado-nación, antes que significar una disolución de las fronteras en un universalismo abstracto y desterritorializado, implica el abroquelamiento en comunitarismos fragmentados, que reivindican derechos parciales de base territorial y social, los cuales pueden dar lugar a procesos políticos regresivos.

La “diversidad cultural” no es una cuestión meramente referida al campo artístico, ni tampoco una reedición aggiornada de la teoría antropológica del relativismo cultural. El tema central no es dirimir las “especies” de objetos o productos culturales que podrán formar parte de una suerte de Arca de Noé de la cultura, de acuerdo al eclecticismo valorativo posmoderno que encierra una paradoja cara a la globalización; impulsar un mundo de objetos sin sujetos. Se trata, más bien, de definir qué sujetos podrán subirse a la nave y participar en la elección de su rumbo.

La diversidad cultural refiere, en primer lugar, al derecho a la visibilidad y la presencia de las identidades particulares; esto es, las de los sujetos que las representan y, por consiguiente, de la pluralidad de modos de representación y circulación ligados a los mundos de la vida que ellas contienen. Remite al acceso a la cultura, no sólo en términos de “disfrute” de los bienes producidos, sino en cuanto participación de los ciudadanos en la producción y circulación de los mismos, así como en las decisiones sobre las políticas culturales que involucran su calidad de vida.

El sentido de la diversidad cultural reside en su facultad problematizadora del
orden –político y cultural- vigente basado en la partición entre un “nosotros” fuente de dominio y poder y un “ellos” despojado de estos atributos. Consiste en el llamado a una política de inclusión de los múltiples rostros de la alteridad, no como epifenómeno estetizante de los museos o toque exótico de los parques temáticos para la oferta turística, sino en calidad de co-protagonistas de un diálogo intercultural hasta ahora soslayado.

Desde esta perspectiva, profundizar la democracia significa una redistribución del poder en sus dimensiones socioeconómica, política y cultural, mediante un proceso de reinstitucionalización dirigido a estos fines en cada una de ellas. Las organizaciones culturales centralizadas, verticales y concentradoras del poder de decisión constituyen una rémora del pasado contradictoria con estos propósitos.

En la Argentina la organización institucional del área cultura proviene del primer tercio del siglo XX de la mano de un poder determinado, el oligárquico, fundante de un estado separado de la nación real. Aquél se proponía modelar la cultura de ésta a imagen y semejanza de la europea moderna, pero dejando intocada su base económica de sustentación, pre-moderna: la posesión latifundista de la tierra para la inserción subordinada del país en la economía capitalista mundial. Las características que asumen las luchas políticas a lo largo del siglo, tienen su punto de partida en esta contradicción originaria. En el campo cultural ella prohijó un modelo tipo embudo invertido; abierto hacia afuera –las metrópolis de ultramar- y cerrado hacia adentro, las provincias, cuya diversidad cultural fue tornada simbólicamente invisible.

Esta periferia fragmentada y escindida de la “cultura oficial” con sede en la ciudad de Buenos Aires supo producir, en las artes y la literatura, las representaciones más legítimas del país real, de las cuales se nutriera el imaginario de varias generaciones de criollos e inmigrantes pobres. Así se consumó la división entre una cultura de elite cosmopolita y de raigambre europea y un archipiélago de culturas populares segregadas, con anclaje en las prácticas, tradiciones y valores de origen rural. A las mismas también aportaron las sucesivas oleadas de inmigrantes, en general de origen campesino, que se establecieron en los márgenes de las ciudades ante la imposibilidad de acceder a la propiedad de la tierra. Los vasos comunicantes entre ambos universos culturales quedaron circunscritos a las instituciones educativas que asumieron la función de “educar al soberano” a través de la instrucción pública, entendida como misión homogeneizadora. Esta dinámica, reproducida por los organismos culturales y los medios masivos de comunicación, admite una direccionalidad única: de arriba hacia abajo y de la ciudad capital hacia el interior. O sea, de quienes detentan el monopolio del saber y el poder hacia los que se considera desprovistos de ambos. La antinomia “civilización” vs. “barbarie”, con la que el positivismo oligárquico de la denominada generación del 80 (siglo XIX), procuró transformar en hegemonía política una dominación obtenida por la fuerza militar, sintetizó esta situación.

Asumir hoy el postulado de diversidad cultural reclama descartar las tendencias eurocéntricas inconcientemente arraigadas en las prácticas de gestión e impulsar, tanto la circulación multidireccional de los flujos culturales y comunicacionales, cuanto la vigencia del principio universal de igualdad, de orden político y ético. Principio del que, la modernidad iluminista primero y el positivismo conservador después, han logrado deshacerse como de un incómodo lastre para refugiarse en el mundo de los objetos regulados por un orden estético de supuesto valor universal.

Imaginar políticas nacionales de cultura que, a la par de promover la inclusión social, amplíen los márgenes en los que ha quedado encajonada la democracia política, significa generar espacios que opongan a la fuerza anónima y depredadora de la lógica del mercado -y de aquella concepción de la cultura- la lógica cultural de la polis. Esto significa establecer políticas de interculturalidad que multipliquen los espacios de intercambio y síntesis de las subjetividades. Hecho que, a su vez, exige la inclusión de las NTIC, los medios de comunicación y las industrias culturales como campos clave, de cara a la articulación de redes multipolares que permitan superar los efectos fragmentadotes de la dinámica cultural prevaleciente.

Revisar críticamente la situación heredada a la luz de los nuevos fenómenos
culturales obliga a forjar nuevas herramientas teórico-prácticas dirigidas a redefinir la noción de ciudadanía, así como las fronteras demarcatorias del “adentro” y el “afuera” de los proyectos políticos y las categorías utilizadas para abordar el análisis de los procesos de construcción de las identidades culturales y sus vínculos con el desarrollo. Cuestiones que, en lugar de disminuir la importancia del campo de la cultura, le otorgan cada vez mayor relevancia.
Sin embargo, la revisión de las estadísticas culturales acopiadas para este Primer Congreso –que no es posible efectuar aquí- contradice estos enunciados. Es de esperar que la inauguración de la esperanza que al mismo le cupo, no sea defraudada por la inercia histórica de una institucionalidad que empuja a la regresión antes que al avance.

Buenos Aires, marzo de 2006, Publicado en Revista "Telos", Fundesco, Madrid


Bibliografía citada:

• Arizpe, Lourdes (1999); “El objetivo de la convivencia”, Capítulo 3, Las posibilidades culturales, en Informe Mundial sobre la Cultura; cultura, creatividad y mercados, AA.VV. UNESCO /CINDOC Acento Editorial – Fundación Santa María, Madrid.
• Escobar, Ticio (2005); “La diversidad como derecho cultural”, en Mónica Allende Sierra (org.) AA.VV., Diversidad Cultural y Desarrollo Urbano, Ed. Iluminuras-Arte sem Fronteras, Sao Paulo.
• Garretón Silva, Manuel Antonio coordinador, AA.VV (1999); Las sociedades latinoamericanas y las perspectivas de un espacio cultural, en “América Latina: un espacio cultural en el mundo globalizado. Debates y perspectivas”, Convenio Andrés Bello, Bogotá.
• Klisberg, Bernardo (2000); “El rol del capital social y de la cultura en el proceso de desarrollo”, en Klisberg, Bernardo y Tomassini, Luciano (Comp,) VV :AA. Capital social y cultura : claves estratégicas para el desarrollo, BID, Fundación Felipe Herrera, Universidad de Maryland, FCE, Buenos Aires.
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jueves, 11 de febrero de 2010

ENTRE LA ALTA COSTURA Y LOS MAMIFEROS INFERIORES

Por Susana Velleggia.

¿A quien le importa nuestra cultura? Esta pregunta no se la harían los chinos, los franceses, los alemanes ni los estadounidenses con respecto a sus países ni, mucho menos, en relación al nuestro. Es pertinente plantearla en la Argentina, con dirigencias desde antaño mas preocupadas en contar cabezas de ganado o toneladas de granos exportables e importar “novedades”, -sean tecnologías, manufacturas industriales, o doctrinas económicas y bienes culturales- que en el desarrollo endógeno. También es pertinente frente al discurso que manipula el drama real de los pobres y hambrientos para descalificar a la cultura que, lejos de una extravagancia, constituye un tópico recurrente de cierta ideología política, más allá del léxico con que se lo exprese. La misma pregunta cobra mayor vigencia cuando se utiliza la fe religiosa con la intención de extirpar al arte argentino su potencial crítico y disruptor, como el oscurantismo inquisitorial lo hacía con las “idolatrías”; o sea, las expresiones de las culturas precolombinas. Aunque ninguna ley prescribe penas para los asesinos simbólicos, ni se cumplen las existentes para los saqueadores de las muy materiales riquezas del país, conviene clarificar el hilo conductor entre los dos tipos de delito.
Las nociones de cultura referidas a la de “elevación del espíritu por el arte”, propia del Iluminismo y la modernidad, o bien a espectáculo, típica de la posmodernidad, son creencias complementarias cuya continuidad en la gestión cultural pública argentina supera los cambios políticos. La primera, surgida con el afán de trascendencia de las burguesías europeas que convirtieron a la cultura en una eficaz arma de la lucha política contra el poder absoluto, pertenece a un horizonte histórico que no admite extrapolaciones. La que apuesta al espectáculo, utilizada para el ascenso político de algunos funcionarios que suponen que la popularidad, o el prestigio de los artistas, puede trasladarse por ósmosis a sus personas, es de raigambre mas silvestre y una rama del show-bussines.
Refinados atributos
Cuando se habla del tema, la referencia implícita es la función de diferenciación social que la cultura erudita enmascara (Bourdieu; 1988) o bien, la de publicidad representativa (Habermas; 1981) para la construcción de una opinión pública favorable al poder, mediante la exhibición de ciertos atributos con los que se lo pretende simbolizar.
Así se circunscribe el término cultura a la producción artística e intelectual y el patrimonio, con énfasis en los bienes tangibles monumentales que representan –restituyen presencia- a los poderes hegemónicos del pasado. Es este un campo de elevada sistematización y congruencia dadas, precisamente, por la continuidad histórica de dichas hegemonías. El legado de las culturas populares, que da cuenta de las luchas y la memoria de los sectores que lo construyeron, no es incluido en este campo. En primer lugar porque los materiales con los que están hechas sus obras tangibles son perecederos y, en segundo, porque su mayor riqueza se encuentra dispersa en los bienes intangibles; mitos, leyendas, fiestas, tradición oral, refranes, coplas, canciones; todo aquello que por su escasa sistematización, conforme al modelo iluminista, es confinado al “folklore”. No obstante, del patrimonio intangible de las culturas populares se han nutrido a lo largo de la historia, tanto la cultura erudita como, de manera más notoria, la llamada cultura de masas. Véanse sino los vasos comunicantes entre el gótico de raíz plebeya y el romanticismo; el relato maravilloso y el melodrama; el mito, la epopeya y la tragedia, entre otros ejemplos. Entre ambos universos se expande la cultura de mayor incidencia en la vida de la sociedad que, desde aquél enfoque, es relegada por entero a la lógica del mercado. Se trata de la massmediática y, en primer lugar de la televisiva, el campo cultural que cotidianamente construye los sentidos, las identidades y los imaginarios colectivos, en particular de los niños, adolescentes y jóvenes. La gestión cultural pública da por sentado que este territorio, el de las industrias culturales y los medios de comunicación social, salvo en el caso del cine, es competencia exclusiva del sector privado, o sea, del mercado. A partir de que M. Horkheimer y T. Adorno, integrantes de la Escuela de Franckfurt, acuñaran el término industria cultural para referirse a la producción en serie y el consumo masivo de bienes culturales mediados por tecnologías de reproducción/difusión, en los albores del nazismo, en el marco del debate de la época entre cultura erudita y cultura de masas, las IC serán inscritas en los suburbios de la cultura, en tanto producto de la mercantilización capitalista y de la necesidad ideológica de su reproducción (Horkheimer y Adorno; 1971).
El reduccionismo conceptual engendra una gestión que oscila entre las funciones de administración edilicia, “hacer que los museos y teatros funcionen”; las conservacionistas “preservar el patrimonio” (acotado a los bienes materiales monumentales); el mecenazgo público de las artes y los artistas según el arbitrio del funcionario de turno, tal como si fuera un príncipe renacentista -aunque en este caso misérrimo- y las juglarescas de cara al pueblo, al que se supone que hay que “llevarle la cultura” ya que carecería de ella así como de la facultad de producirla. Esta función asume la forma del espectáculo popular desde que la ambición positivista de “educar al soberano” fuera sustituida por la más módica de divertirlo.
La institucionalidad cultural pública argentina fue modelada en el primer tercio del siglo XX para servir al primero de los paradigmas arriba enunciados. Los parches y remiendos que periódicamente se le aplican resultan impotentes para disimular su obsolescencia. La dinámica inercial de esta historia convierte al máximo organismo del área en una suerte de maquinaria autoreferencial dedicada a bloquear la productividad social que debiera ser su signo distintivo. A este paradigma de acción cultural pública se le denominó, en los 60s, “democratización de la cultura” oponiéndolo al de “democracia cultural”, que propugna que todos los ciudadanos puedan ser productores de bienes artísticos.
Contame tu condena / decime tu fracaso
Con la sola excepción del conservadurismo atávico, a nadie se le ocurría hoy poner en duda que la cultura la producen los pueblos, ni concebir al desarrollo como proceso exclusivamente económico o material, desapegado de la dimensión simbólica.
Ahora algunos representantes de la ciencia económica, al interrogarse sobre los reiterados fracasos de los planes económicos implementados en América Latina en los últimos decenios, vienen a “descubrir” la verdad elemental de que el desarrollo económico conlleva una dimensión simbólica o cultural. Este reconocimiento tardío aún permanece en el plano del debate teórico, distante de las políticas económicas concretas.
Sin embargo, en una obra clásica de la sociología de comienzos del siglo XX, Max Weber ya lo había anticipado (Weber; 1969). Aunque el autor alemán basó su estudio en las ideas religiosas y su relación con la organización del Estado y de la economía -en este caso entre el protestantismo y el capitalismo- planteó allí la médula del asunto. El hallazgo puede esquematizarse en: cómo el ethos predominante en una sociedad, lejos de ser un subproducto de los modos de producción imperantes en ella incide, de manera a veces decisoria, en la modelación de los mismos. El concepto ethos -traducido como ética y estrechamente ligado al de estética por el pensamiento griego clásico- que refiere a los valores morales, ideas, imaginarios y códigos que orientan las prácticas humanas y las relaciones sociales, alude a una concepción integral de la cultura de plena vigencia. Dos categorías surgidas de las últimas reflexiones sobre el desarrollo lo corroboran. Una es la que designa a la cultura como forma de convivencia, remitiendo, entre otras cuestiones, a una cultura de las relaciones sociales asociada a la noción de ciudadanía y a la revalorización del espacio público (Arizpe; 1999). La otra es la de capital social, entendido como las actitudes, prácticas y disposiciones de los individuos y grupos –entre ellas, la confianza, el grado de asociatividad, las capacidades de colaborar entre sí y de innovar- que constituyen factores culturales determinantes del desarrollo de las comunidades (Klisberg y Tomassini; 2000).
La primera conclusión que surge de esta síntesis es que estamos ante un campo de gran complejidad que, si bien contiene a las artes, la literatura, el pensamiento, la ciencia, el patrimonio, el espectáculo y las industrias culturales –es decir, a los procesos, productos y actores involucrados en ellas- va mucho más allá, en extensión y profundidad. Pese a su centralidad, el ethos social, en cuanto dimensión simbólica constitutiva de las instituciones y de las prácticas sociales que las reproducen, o bien las transforman, ha merecido hasta el momento nula atención por parte de la acción cultural pública. Otro tanto podría afirmarse con respecto a la formación de capital social, tarea que se adjudica de manera exclusiva al sistema educativo formal, desde la deformación educacionista imperante con respecto a la educación, simétrica de la economicista.
La segunda conclusión es que las políticas culturales ya no son susceptibles de enfocarse según opciones excluyentes; “democratización de la cultura” versus “democracia cultural”; “cultura artística” versus “cultura de las relaciones sociales”, etcétera. Cada vez mas, ellas han de ser inclusivas y articuladoras de la diversidad, no tanto de los objetos o productos, en una heteróclita mezcla como la descrita por el tango Cambalache, sino de los sujetos y procesos productivos y, sobre todo, de los modos de circulación-apropiación de los mismos, inmersos en una dinámica que transforma de manera constante las relaciones sociales, como bien señalara Benjamin.
La construcción de sentido como rasgo inherente a la condición humana, está sometida en la actualidad a la dinámica de circulación de los bienes culturales -crecientemente mediada por la tecnología- y a la vez articulada a las distintas esferas de la vida social. La omnipresencia de lo simbólico en ésta se acrecienta al ritmo de la convergencia tecnológica, empresarial y de mercados que signa al proceso de globalización. Esto remite a la diferencia entre actividad cultural y desarrollo cultural. Mientras la primera es espontánea y permite diferenciar a los humanos de los mamíferos inferiores, el segundo es producto de procesos racionales y sostenidos en el tiempo que, a la par de atender a las características y necesidades particulares de cada espacio, reclama estrategias encaminadas a dinamizar sus potencialidades creativas y transformadoras.
Políticas (culturales) contra la exclusión
Es sabido que la creatividad no es privativa del arte y los artistas, sino que constituye un recurso social aplicable a la resolución de infinidad de problemas. Acrecentarla y orientarla hacia la respuesta a las acuciantes necesidades planteadas por la exclusión social constituye una prioridad insoslayable de las políticas culturales en la Argentina.
La creatividad y la identidad cultural también se han constituido en los recursos por excelencia de la dinámica de acumulación de capital. La enorme productividad económica de las llamadas “industrias del copyright”, las manufacturas industriales con el sello de la marca que aporta una identidad diferenciada, el turismo y muchas otras ramas de la producción y los servicios así lo prueban (Zallo; 1992).
Circunscribir la superación de la pobreza y la inequidad social a una cuestión material, da cuenta de los estragos causados por el pensamiento único. Si bien las políticas económicas que apunten a una distribución equitativa de la riqueza material constituyen una condición necesaria, son insuficientes para lograr la inclusión social de los desposeídos. Es esta una tarea de re-ciudadanización tan vasta como fuera a fines del siglo XIX la integración social de los inmigrantes y en la primera mitad del siglo XX la incorporación de los sectores populares a la vida política del país. Sin una distribución equitativa de los bienes simbólicos que impulse, avale, acompañe y profundice los alcances de las políticas económicas redistributivas, será imposible lograr aquél objetivo.
Un desafío de tal envergadura demanda estrategias de “discriminación positiva” en el campo cultural. Son los pobres e indigentes -y, de manera prioritaria, los niños y jóvenes- los que necesitan mas que cualquier otro sector social, planes culturales destinados a restituirles todo aquello que la hegemonía del mercado les expropió; identidad, autoestima, conciencia de sus derechos, capacidad organizativa, de comunicar, expresarse y crear; de soñar y proyectar, así como de actuar para construir un presente y un futuro mejores, en un entorno violento y plagado de amenazas que empujan a la autodestrucción. Fortalecer su resiliencia –otro término reciente que alude a la potencialidad humana de sobreponerse a las situaciones traumáticas, debilitada por las grandes crisis- no es lo mismo que limitarse a llenar panzas vacías. Entre ambas concepciones media un abismo; una entiende a los pobres como seres humanos integrales y ciudadanos plenos, la otra en calidad de meros entes biológicos o mamíferos inferiores.
Efemérides suntuarias
La misión específica de las políticas y la gestión cultural públicas es impulsar el desarrollo cultural de la sociedad, algo bien distinto de una sumatoria de actividades culturales. Este es el malentendido que las aprisiona y les imposibilita estructurar procesos coherentes y acumulativos. La deformación culturalista conduce, a lo sumo, al logro de un efímero impacto mediático, pero deslegitima a la gestión cultural pública mas allá de quienes la ejerzan. La consecuencia inmediata de esta lógica es la percepción del campo de la cultura como coto cerrado y distante y, por ende, lujo suntuario. Reconstruir su legitimidad significa que ella ha de ser experimentada por la sociedad como una de sus aspiraciones más genuinas y el capital simbólico vinculado a la capacidad de dar respuesta a sus necesidades.
Si la cultura es, en primer lugar, construcción de sentido y el desarrollo cultural implica la presencia de sentidos que dignifican la condición humana, mejoran la convivencia social, proporcionan marcos identitarios para el reconocimiento colectivo, aportan a la producción de sujetos autónomos, críticos y creativos y de ciudadanos responsables, así como de prácticas que enriquecen la trama de la sociedad e incrementan el capital social, la institucionalidad cultural en su calidad de servicio público, es la llamada a impulsar el ethos social compatible con estos objetivos. El ejercicio del derecho a la cultura y a la identidad de los pueblos, consagrado internacionalmente como uno de los derechos humanos fundamentales no es una función que pueda delegarse en el mercado.
Por tanto, el fin último de la gestión cultural no es conservar el patrimonio, fomentar la creación artística, aumentar la producción de las industrias culturales, programar las salas de exposiciones, etc. etc. sino que éstas actividades constituyen apenas algunos instrumentos con los que ella cuenta para llevar a cabo su misión. Importa considerar para qué se los utiliza, qué sentidos ellos construyen y cómo se los articula a la vida cotidiana de la sociedad.

Economicistas go home
Si hoy tratamos de encontrar qué nos identifica como país y nos compromete como partícipes de un pasado y un futuro común, no lo hallaremos en los planes económicos que nos llevaron a la ruina, en los economistas que los aplicaron, ni en las instituciones políticas y jurídicas de un Estado meticulosamente derruido. Al hacer el inventario del capital con el que contamos para el complejo y duro camino de reconstrucción que hemos emprendido, la porción mayor reside en esa cultura que fuera una poderosa herramienta de inclusión social y el signo distintivo de nuestra voluntad de constituirnos en Nación.
Pese a los intensivos procesos de expropiación simbólica -y a las paradójicas acusaciones de “setentistas” de quienes pretenden hacernos regresar al medioevo!- los retazos más vitales de aquella cultura que resistió la arrogante ignorancia de los tecnócratas, la represión de las dictaduras y la destrucción de los fundamentalistas del mercado, aún alimentan un imaginario de justicia social, valorización del espacio público y voluntad de construcción de un proyecto colectivo, motivándonos a volver a creer que el cambio es posible. En lugar de buscar la hilacha que demuestre la “inviabilidad” del ethos que ella representa, cabría interrogarnos ¿tanto habremos retrocedido que a estas pocas certidumbres lo único que se le contrapone es el pedestre discurso blumberista sobre la seguridad, la aceptación del posibilismo y el oportunismo como formas naturales de la política, la resignación ante las mas atroces injusticias, “teoría” del derrame mediante?
No se conoce ningún “país serio” del mundo que no haya hecho de su desarrollo cultural una política de Estado prioritaria. Máxime en la actualidad, cuando la principal batalla por la autonomía de las naciones tiene lugar en el campo del poder simbólico. La misma se desenvuelve en el terreno del conocimiento científico, la comunicación, las informaciones y la totalidad de la cultura de las sociedades; desde la producción artística y de las industrias culturales y medios masivos de comunicación, hasta los valores e imaginarios, las identidades y prácticas que son fuente de construcción de ciudadanía mucho antes que la política, y de generación de recursos económicos en mayor escala que la producción de bienes primarios.
Mientras que una mayor riqueza cultural implica la existencia de prácticas humanas mas ricas, el empobrecimiento cultural significa un empobrecimiento de las mismas. Éste se visualiza en el descenso de la calidad de la convivencia, el deterioro de las instituciones que la regulan y en la inermidad frente la pobreza y la expropiación material, siempre antecedida y acompañada de la simbólica.
¿Por qué habría de importarles nuestra cultura a quienes les resulta indiferente que, como sociedad, nos empobrezcamos cada vez mas?.

Autores citados:
• Arizpe, Lourdes (1999); “El objetivo de la convivencia”, en AA .VV. “Informe Mundial sobre la Cultura”, UNESCO-CINDOC, Madrid, España.
• Benjamin, Walter (1981); “El arte en la era de su reproductibilidad técnica”, en Curran, James ; Gurevitch, Michael y Woollacot, Jane ; “Sociedad y Comunicación de Masas”, Fondo de Cultura Económica, México.
• Bourdieu, Pierre (1988); “La distinción. Criterio y bases sociales del gusto”, Altea, Taurus, Alfaguara, Madrid.
• Habermas, Jürgen (1981) “Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública”, Gustavo Gili, Barcelona.
• Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W.; (1971) “Dialéctica del Iluminismo”, Sur, Buenos Aires.
• Klisberg, Bernardo y Tomassini, Luciano (2000), Comp, VV :AA. “Capital social y cultura : claves estratégicas para el desarrollo”, BID, Fundación Felipe Herrera, Univ. De Maryland, FCE, Buenos Aires.
• Weber, Max (1969); “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, Península, Barcelona.
• Zallo, Ramón (1992); “El mercado de la cultura. Estructura económica y política de la comunicación”, Donostia (Gipuzkoa).
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LA RELACIÓN CULTURA-DESARROLLO; DEL MITO DEL PROGRESO A LA EXCLUSIÓN SOCIAL. NUEVOS RETOS PARA LAS POLÍTICAS CULTURALES

Por Susana Velleggia.

Los conceptos de desarrollo y de cultura en juego
Si el concepto de cultura ha dado lugar a cientos de definiciones, el de desarrollo es un objeto teórico por demás polisémico. Máxime desde que el neoliberalismo vincula el término al crecimiento de las variables macroeconómicas, erigiendo a la economía en razón explicativa totalizadora de los fenómenos sociohistóricos. Esto ha dado lugar a la naturalización del economicismo, doctrina ideológica que promovida por los medios masivos de comunicación como verdad incontrovertible, permea no sólo el campo de la ciencia económica sino también la cultura de la sociedad.
Es una deformación economicista confundir crecimiento de las variables macroeconómicas con desarrollo. También lo es pretender subordinar el campo cultural a la lógica económica, según la cual la cultura importa por su elevada rentabilidad o capacidad de acumulación de capital material -en particular en ciertas ramas y actividades, entre ellas las industrias culturales- antes que en su carácter de derecho humano fundamental. Al sobrevalorar la dimensión económica de la cultura por encima de su naturaleza social y su calidad de derecho humano y bien colectivo, la razón economicista arrasa con la complejidad de las relaciones entre las múltiples dimensiones constitutivas de los fenómenos culturales reduciéndolos a mercancías cuyo valor –material y simbólico- es definido por el mercado.
Algunos trabajos que utilizan términos en boga, tales como industria creativa y economía creativa, se inscriben en este enfoque. El concepto, de origen relativamente reciente, surge en Australia en 1994 con el lanzamiento del informe “Nación Creativa”. Toma mayor difusión a partir de su aplicación en la gestión pública cultural de Gran Bretaña desde 1997.Tanto la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo) como la UNESCO, señalan esta realidad, pero sostienen que la amplitud del campo puede ser tan grande que todavía sería prematuro definir con exactitud los sectores o ramas que lo integran. El uso del término "Industrias Creativas" varía entre países. En muchos casos, los términos industrias culturales e industrias creativas se utilizan indistintamente generando no pocas confusiones. Pero mientras la definición del campo de las Industrias Culturales, luego de décadas de conocidas controversias, goza de cierto consenso internacional, no existe un acuerdo similar sobre la nueva categoría ni los subsectores que implica. La designación "Industrias Creativas" ha ampliado el ámbito de las industrias culturales a las artes, la arquitectura, el diseño, el software, la publicidad y otras actividades –cuyo listado varía según los países- marcando un cambio en el enfoque del potencial comercial de actividades que hasta hace poco se consideraban no-económicas. Para la UNESCO, el concepto “supone un conjunto más amplio de actividades que incluye a las industrias culturales, más toda producción artística o cultural, ya sean espectáculos o bienes producidos individualmente”. Son, de acuerdo a esta definición, aquellas actividades en las que el producto o servicio contiene un elemento artístico o creativo sustancial.
Según la UNCTAD, el término “Industrias Creativas” significa el ciclo de creación, producción y distribución de bienes y servicios que utiliza el capital intelectual como input principal. Esta amplitud de la definición da lugar a una elasticidad tal que resulta casi imposible trazar fronteras y establecer taxonomias. Se trata de un conjunto de actividades basadas en el conocimiento que se centra en las artes pero no se limita a ellas, las cuales son potencialmente generadoras de ingresos. Los productos creativos pueden ser exclusivos o de producción masiva, ya que están en la encrucijada entre lo artesanal y los sectores económicos industriales y de servicios. La UNCTAD ubica al campo como un “nuevo sector de la economía”, adjudicándole la cualidad de constituir una suerte de atajo que posibilitaría -finalmente!- a los países en vías de desarrollo, alcanzar el tren que los llevara a la ansiada estación de llegada (el “desarrollo”) acortando los tiempos. Desde esta perspectiva los campos culturales de mayor potencial para la construcción social de sentido y de los imaginarios colectivos vendrían a reducirse a una especie de tren rápido fletado por la economía del capitalismo de mercado, según la cual siempre hay un “más allá” a conquistar para la acumulación sin importar las consecuencias
Quizá de manera inadvertida muchos gestores culturales lo utilizan como táctica para lograr que les incrementen los siempre magros presupuestos culturales públicos, otros por convencimiento de que la dimensión económica de la cultura es la que hay que priorizar, ya sea para generar puestos de trabajo, activar el turismo o robustecer la economía de ciertas zonas o ciudades. A veces suele apelarse a la terminología arriba aludida por imitación de las tendencias en la investigación y la reflexión teórica sobre la cultura y las ciencias sociales, puestas de moda en ciertos cenáculos intelectuales de algunos países centrales.
Además de erróneo sería ingenuo omitir el papel económico cada vez más importante de la cultura en el marco de esta 3ª. Revolución Industrial, que se distingue de las dos anteriores por la expansión de las TICs y por el proceso de subsunción del trabajo intelectual por el capital, inclusive del trabajo artístico. También se asiste a la intelectualización de todos los procesos de trabajo y de consumo, de modo que lo que importa extraer del trabajador ya no es tanto la energía física sino la intelectual.
En palabras del investigador brasileño César Bolaño: “Al invadir la esfera de la producción de sentido, el capital se transforma en cultura en el sentido más amplio del término y la forma mercancía pasa a monopolizar el conjunto de las relaciones sociales, incluso aquellas mas internas al mundo de la vida y antes más resistentes a la expansión de la lógica capitalista. La primera consecuencia de este movimiento es que la cultura adquiere una importancia crucial para el propio modo de producción(…) a la vez los conflictos que se dan en la esfera cultural, incluso por la característica de mediador que tiene el trabajo intelectual, el cual mantiene una relación semejante con el capital de aquella que mantenía el trabajo de la clase obrera tradicional (segunda consecuencia), con la diferencia (tercera) de que estamos en el inicio del proceso de paso de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo intelectual por el capital (…)”
Se trata de cambios que, ubican a la cultura en el núcleo de los procesos de económicos y sociales, dando lugar a una serie de fenómenos agrupados bajo el común denominador de sociedad del conocimiento, sociedad de la información o posfordismo. Aunque aludiendo a distintos fenómenos todos estos conceptos remiten a las transformaciones que dan por resultado una interrelación creciente entre la economía, la cultura y la comunicación. Esta comprobación impulsa perspectivas de abordaje de los procesos culturales antes omitidas - en buena hora- y una reclasificación de las industrias culturales de acuerdo al modelo de negocios en torno al cual estructuran la producción y circulación de bienes y servicios, ahora interconectados por la convergencia, que no es solo tecnológica sino también empresarial y de mercados. En este marco, en el que se observa una intensificación de los procesos de oligopolización, mercantilización y fragmentación, surgen términos que pretenden explicar los nuevos escenarios, los que al adoptarse a-críticamente son interpretados como prescripción, cumpliendo así una función legitimadora del economicismo que se creía superado.
Si bien no se conocen en la historia del mundo industrias que no sean “creativas” –esto es; no interrelacionadas con los procesos de creación, producción, circulación, acumulación y aplicación de saberes y conocimientos e innovaciones que remiten a la ciencia como al arte- puede decirse que existen dos requisitos fundamentales para la actual estructuración del sector: la apropiación del trabajo científico capaz de traducir el conocimiento en formas abstractas que pueden ser almacenadas y adaptadas a la producción capitalista y el establecimiento del sistema de marcas y patentes. El debate en torno a la categoría industrias creativas, aún pendiente en nuestro país, hace necesario identificar las mutaciones del campo cultural y las TICs, de cara a la denominada sociedad del conocimiento. De ello emergen nuevos retos para las políticas culturales públicas, que aún parecen ajenas a estas importantes transformaciones y a la mayor complejidad que ellas implican.
A partir del enunciado de la UNESCO “dimensión cultural del desarrollo” a fines de los 60s y hasta no hace muchos años, en la relación cultura-desarrollo la cultura era considerada apenas como un “apéndice” a adosar a los procesos de crecimiento económico y avance científico-tecnológico para “humanizarlos” o tornarlos más adaptables a la herencia cultural de las poblaciones donde eran implantados. Esta acepción implica entender al desarrollo como sinónimo de crecimiento económico y proceso unidireccional; de “arriba” hacia “abajo”, o de “afuera” hacia “adentro”; es decir de los “planificadores” o decisores a las “poblaciones beneficiarias”. Algunas sociedades -o sectores de ellas- devendrían, desde este enfoque, objeto del desarrollo en lugar de sujetos activos de la gestión del mismo.
Una concepción derivada de la sociología clásica, observa el carácter histórico de los diferentes sistemas de ideas, valores, hábitos e imaginarios y su papel determinante en la modelación de las relaciones sociales y los procesos económicos. En el planteo inicial efectuado en esta dirección por Max Weber abrevan distintas perspectivas de análisis, tanto en las vertientes neo-marxistas como en las funcionalistas. De estas últimas se nutren los economistas neo-liberales.
Las teorías de la modernidad vinculadas al funcionalismo norteamericano plantean una dicotomía sociedad tradicional vs. sociedad moderna, cada una de las cuales se caracteriza por diferentes sistemas culturales que se conciben jerarquizados según el eje temporal. La cultura de las denominadas sociedades tradicionales –descritas como comunidades rurales, basadas en el sector primario de la economía o apenas urbanizadas e industrializadas- constituiría el obstáculo para el “pasaje” a la sociedad moderna, cuyos rasgos tipificadores serían los procesos de industrialización y metropolización, la economía de mercado, las instituciones de las democracias liberales y el consumo masivo de diferentes bienes y servicios, entre ellos los culturales. El paradigma de modernidad sería la sociedad industrial de masas -hoy calificada posindustrial- y las instituciones políticas de las democracias capitalistas, en el presente sospechadas de insuficientemente representativas. El “pasaje” de una a la otra reclamaría un cambio cultural en un sentido favorable a la modernización así entendida, cualesquiera fueren las condiciones sociohistóricas y culturales de la sociedad concernida.
Desde la evidente raíz ideológica eurocéntrica de esta teoría, el desarrollo es concebido como un proceso lineal de crecimiento de características universales que se desenvuelve en el tiempo, en función de la lógica de acumulación de capital económico como fin último de las prácticas humanas individuales. Aunque partiendo de disímiles condiciones sociohistóricas y culturales este paradigma de “desarrollo” tendría una única estación de llegada: el capitalismo de mercado. Subyace a estas teorías la creencia de que la historia es una suerte de tren que se desliza por la vía del “progreso indefinido”, periplo en el cual cada país recorrería ciertas etapas “naturales” hacia la modernización. De ello se deriva un ordenamiento jerarquizado de las sociedades y sus culturas desde las más “primitivas” o “atrasadas” a las “avanzadas” o “modernas”. Estas concepciones fueron acuñadas y utilizadas como doctrinas justificatorias de los procesos de colonización y las distintas formas de racismo, discriminación y xenofobia practicadas contra las sociedades calificadas de primitivas o bárbaras –las de África, Asia y América Latina- por parte de las civilizadas, Europa y con posterioridad Estados Unidos.
No es posible en este espacio profundizar en el análisis de los conceptos progreso, modernización, modernidad y sus contradictorias repercusiones en las artes, la cultura y las sociedades de América Latina que, en no pocos casos, derivaron en posturas imitativas caricaturescas dando lugar al fenómeno denominado “modernidad periférica” o a culturas híbridas multitemporales, al decir de Néstor García Canclini. Otro tanto viene sucediendo con las teorías y políticas económicas formuladas, desde y para las realidades aquellos países, cuya adopción mimética en estas latitudes ha ocasionado mayores estragos sociales y culturales que cualquier catástrofe bélica. Las evidencias históricas señalan que en la década de los 90, durante el apogeo de las políticas neo-liberales, el crecimiento de la economía fue acompañado de indicadores sociales negativos; incremento exponencial de la desocupación, la pobreza, la indigencia, el abandono escolar, la morbilidad y mortalidad infantil, la concentración extrema de la riqueza y la exclusión social.
Al conceptualizar la categoría de desarrollo se está haciendo otro tanto con su opuesta: subdesarrollo, término eufemizado mediante el piadoso rótulo de “en-vías-de-desarrollo”. Es de notar la presencia de similares matrices filosóficas en los enfoques economicistas de la economía y en las concepciones iluministas y positivistas de la cultura. El significado popularizado de la categoría desarrollo pareciera universal, sin embargo remite a ciertos atributos particulares -históricos, sociales, económicos, políticos, culturales, institucionales- de ciertas sociedades capitalistas de los países centrales, y determinadas doctrinas, políticas y modelos artístico-culturales, los cuales fueron instituidos como universales absolutos desde determinadas relaciones de poder. La imposibilidad de lograr la copia exacta de aquellos atributos en realidades históricas diferentes deriva en los sentimientos de frustración y minusvalía que experimentan algunos sectores sociales e intelectuales de nuestros países, los que se acrecientan cuanto más se alejan las políticas públicas de las exógenas, adoptadas como marco de referencia. El progreso indefinido como lógica rectora de la historia humana es el primer mito moderno; es decir construido por la ciencia. Las teorías de la modernidad son, en la mayor parte de los casos, emergentes del mismo.
El economista Osvaldo Sunkel clasifica las concepciones del desarrollo en tres grandes categorías. Primero están las que confunden desarrollo con crecimiento económico, derivadas de las corrientes anglosajonas de la teoría económica clásica y posteriormente de las ideas de Keynes, las cuales centran su preocupación en el consumo y en las inversiones como condiciones suficientes del mismo, prescindiendo de factores tales como la distribución del ingreso, las condiciones de vida de la población, la cultura y las particularidades sociohistóricas del país que definen su inserción en el marco de las relaciones mundiales de poder, la concentración de la actividad económica, los factores políticos e institucionales. En segundo lugar, ubica Sunkel, las teorías que plantean la oposición subdesarrollo-desarrollo, considerando al primero de estos términos como etapa de transición hacia la ansiada estación de llegada, cuyo paradigma es la experiencia del puñado de sociedades capitalistas centrales industrializadas que, se supone, han transitado anteriormente un camino similar.
Serían subdesarrollados, según el autor, aquellos países con una estructura productiva poco diversificada, basada en el sector primario o escasamente industrializada, con poblaciones que carecen de un marco cultural –actitudes, valores, conductas, rasgos de personalidad, ideas, representaciones- que les posibilite desarrollar la iniciativa y la capacidad de competir, con mercados insuficientes, escasa productividad y falta de capital y de capacidad para tomar decisiones en materia de inversiones, aunque pudieran existir oportunidades y recursos. En algunos casos esta tipología iría acompañada de altas tasas de crecimiento demográfico, con poco o ningún ahorro neto disponible que permita acelerar el proceso de acumulación productiva.
Es obvio que las políticas económicas formuladas desde teorías tan parciales y simplificadoras –emparentadas al funcionalismo sociológico- son insuficientes o directamente nocivas para dar respuestas apropiadas al problema que se proponen remediar. Estos dos grupos de teorías pasan por alto, entre otras cuestiones, que: a) los países “subdesarrollados” constituyen la mayor parte del planeta siendo los “desarrollados” las excepciones; b) la poderosa incidencia en el presente de las condiciones históricas pasadas en uno y otro grupo de países. Los primeros en general han sido colonizados por los segundos; en éstos, a su vez, ha tenido lugar una acumulación primaria o mercantil de capital que, derivada de una posición de potencia colonial y potencia comercial hegemónica, abrió paso a transformaciones que significaron una industrialización temprana después diseminada por otros países –es el caso de Inglaterra con la Revolución Industrial-; c) la interrelación existente entre desarrollo y subdesarrollo, o sea en el proceso histórico mundial del cual los diversos países formaron parte, pero mediante relaciones de poder profundamente asimétricas; d) la multiplicidad de factores que intervienen en dicho proceso y la complejidad de las relaciones entre éstos, las cuales no permiten suponer un deslizamiento por un eje temporal, sino que están histórica y espacialmente situadas y atravesadas por multiplicidad de conflictos.
El tercer grupo de teorías del desarrollo sería el orientado por la tesis inicialmente planteada por la CEPAL, que Sunkel retoma y reelabora, es el de las que ubican al desarrollo como un proceso de cambio estructural global. Es en este enfoque que adquiere pleno sentido el concepto “dimensión cultural del desarrollo” enunciado por la UNESCO hace más de tres décadas, aunque fue en oportunidad de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales realizada en México en 1982 (Mundiacult) que comenzó a arraigarse la idea de que la cultura debe ser medio y a la vez objetivo de toda noción apropiada del desarrollo.
Las reflexiones en torno a la compleja relación cultura-desarrollo siguen enriqueciéndose con aportes de diversas disciplinas, de modo que en1988 el Consejo de las Naciones Unidas, a instancias de la UNESCO -siendo Secretario General del organismo el peruano Javier Perez de Cuellar- declara el “Decenio Mundial para el Desarrollo Cultural”. En 1992 se constituye una Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo (CMCD) presidida por él mismo. En 1995 se finaliza el informe de la CMCD que, entre otros temas, afirma: “Es inútil hablar de la cultura y el desarrollo como si fueran dos cosas separadas, cuando en realidad el desarrollo y la economía son elementos o aspectos de la cultura de un pueblo. La cultura no es, pues, un instrumento del progreso material: es el fin y el objetivo del desarrollo, en el sentido de realización de la existencia humana en todas sus formas y en toda su plenitud”.
En este proceso fueron construyéndose ciertos conceptos-clave que pasaron a formar parte de los marcos analíticos sobre el desarrollo. Entre ellos los de “capital social” –concepto acuñado por Robert Puttman en un estudio sobre la diferencia de desarrollo entre el Norte y el Sur de Italia- y “estrategias de vida”. Este bagaje conceptual remite a la centralidad de la cultura en la vida económica y política de las sociedades y es tomado como una constante en los estudios referidos a la superación de la pobreza y la exclusión social en América Latina.
El brasileño Celso Furtado, uno de los padres de la Teoría de la Dependencia, concibe el desarrollo ligado a dos procesos creativos: “El primero se refiere a la tecnología, al esfuerzo del hombre por prepararse y acrecentar su capacidad de acción. El segundo tiene que ver con el fin último del fruto de sus acciones; es decir los valores que el hombre agrega a su patrimonio material y espiritual”. Luego de hacer mención a las guerras y daños ambientales, que ponen al mundo al borde de la extinción, agrega el autor: “En casi todas partes, incluyendo a los países pobres y los ricos, formas perversas de crecimiento económico privilegian a las minorías y condenan a las mayorías a la miseria, abriendo así las vías a catástrofes sociales y ecológicas. Es lo que la CMDC califica desarrollo sin alma”.
El economista Amartya Sen –premio Nobel de economía 1998- asevera que existen dos formas de concebir el desarrollo. “Una está influenciada por la economía del crecimiento y sus valores subyacentes “(es decir la lógica de la acumulación material que toma el crecimiento del PBI como indicador privilegiado). “La otra noción de desarrollo lo considera como un proceso que enriquece la libertad real de los involucrados en la búsqueda de sus propios valores. A ésta la llamo la noción de desarrollo de la libertad real”. Esta noción tiene más que ver con las prácticas, representaciones y valores que impulsan la expansión de las capacidades humanas y sociales que con la opulencia material. Ella introduce una perspectiva de análisis fundamental: la facultad de las distintas sociedades para ejercer la libertad de elegir el paradigma de desarrollo que consideren más apropiado a sus aspiraciones de realización humana. Es este un enfoque que se interrelaciona con la categoría de diversidad cultural.
En ambas concepciones del desarrollo, aclara Sen, está presente la cultura, solo que de distinta manera. En la primera como dimensión instrumental o medio para alcanzar la opulencia económica o bien el desarrollo sostenible o sustentable. Aunque en todos los casos es inevitable la presencia de la cultura como medio, reducirla solamente a esto implica degradarla. La segunda concepción enfatiza el papel constituyente de la cultura; esto es constructivo y creativo, inescindible de los procesos económicos. Asimismo la cultura interviene en el desarrollo cumpliendo un papel evaluativo, que remite a su presencia en las decisiones de una comunidad o de un individuo acerca de qué valora mas para su vida. Es obvio que no todas las sociedades tienen el mismo orden de prioridades sobre lo que consideran más importante para su bienestar o su desarrollo y que la acumulación de riquezas materiales como objetivo casi excluyente de la vida humana es el producto de determinadas condiciones, prácticas y concepciones socio históricas, antes que un marco de referencia de validez universal.
Esto significa que la cultura está en el comienzo de la economía, como marco axiológico que guía las decisiones acerca del tipo de desarrollo o proyecto de sociedad al cual se aspira; en cuanto instrumento para arribar a ella y en el fin, por las consecuencias en la vida humana y en el medio ambiente de la opción elegida. En tanto el principio y el fin del desarrollo es el ser humano, el desarrollo es cultural o no es tal. De allí la pertinencia de considerarlo como un proceso de cambio estructural global.

La sustentabilidad del desarrollo y la cultura como capital estratégico de las sociedades
El desarrollo sustentable o sostenible implica satisfacer las necesidades humanas actuales y, al mismo tiempo, conservar y proteger el medio ambiente y los recursos naturales, sociales y culturales para las generaciones presentes y futuras. Este requisito no puede lograrse sin considerar las relaciones de convivencia como parte sustantiva de la cultura de una sociedad. El modo en que las personas y sociedades interactúan, las pautas de conducta, aptitudes, saberes y actitudes que las orientan, en suma, la “cultura de las relaciones sociales” predominante, son factores imbricados en las prácticas sociales, políticas y económicas.
Al respecto señala Lourdes Arispe: “Necesitamos un nuevo modelo de relaciones humanas para conseguir un desarrollo sostenible”. Por esta razón la CMCD define a la cultura como forma de convivencia. Agrega la autora: “Más del 80% de los fenómenos que generan riesgos para nuestra supervivencia como especie son antropogénicos, es decir, tienen su origen en acciones humanas. Sin embargo, la condición de sostenibilidad se ha centrado casi exclusivamente en las relaciones directas de los seres humanos con su entorno natural, mientras que las indirectas (las establecidas entre las personas) se abordan como una cuestión de gobernabilidad totalmente independiente que debe analizarse y decidirse de acuerdo con otros modelos específicos de la realidad ( …) La convivencia podría servir como principio rector de la transición cultural que debemos experimentar en la Era de la Globalización. Asimismo este concepto podría utilizarse como indicador del funcionamiento de los gobiernos y de la sociedad civil”.
Según la CEPAL, en el estudio sobre las distintas formas de capital que poseen las sociedades -enfoque surgido a raíz de los análisis sobre la pobreza y las “estrategias de vida” que los pobres utilizan para sobrevivir- se destacan como activos, además del “capital natural” y el “capital producido” otros tres tipos de capital:
• “Capital humano, o los activos que una persona posee como consecuencia de su condición humana (salud, conocimientos, destrezas, tiempo, etc.)
• Capital cultural, recursos y símbolos que se poseen como resultado de la cultura de la que se es parte.
• Capital social, los recursos o activos que se poseen como resultado de las relaciones con otros (y como consecuencia) de la participación en organizaciones. Se trata del entramado de relaciones sociales y de organización entre los ciudadanos que les permiten alcanzar distinto las formas asociativas y compartir proyectos para el logro de objetivos comunes”.
El término capital social se vincula a la noción de cultura como forma de convivencia en tanto supone la presencia lo suficientemente extendida en la sociedad, de valores tales como confianza, cooperación, reciprocidad, proclividad a la resolución dialogada de los conflictos, los cuales remiten a la conciencia de comunidad; los lazos inmateriales o simbólicos que vinculan a las personas y grupos sociales construyendo sentidos de pertenencia, amparo y reconocimiento colectivo. La mayor capacidad de comunicación, relacionamiento y organización incentiva la formación de la trama de grupos asociativos e instituciones de la sociedad civil que interactúan en función de ciertos objetivos compartidos, posibilitándoles reconocerse como miembros de una sociedad cuyo destino compromete a todos. En el impulso que den las políticas culturales a dichos sentidos, valores y prácticas sociales reside, no sólo la posibilidad de que disminuyan aquellos que deterioran las relaciones de convivencia, sino también la de fortalecer la dimensión creativa y constructiva de la cultura en el proceso de desarrollo, en el sentido que le da Sen, una de cuyas principales propiedades es la dinámica fuertemente inclusiva de los distintos sectores sociales.
Es preciso aclarar que las denominadas ASC (Asociaciones de la Sociedad Civil) comprenden una gama sumamente heterogénea que va de las fundaciones de grandes empresas y entidades financieras –que suelen ser ramificaciones de sus áreas de marketing y publicidad- hasta las asociaciones locales que procuran diversidad de reivindicaciones y objetivos de transformación. Si bien muchas de ellas surgieron como iniciativas compensatorias de la sociedad ante la defección del Estado de bienestar y la entronización del mercado como vector de la vida social y de las políticas económicas que impulsaron la concentración de la riqueza y la expansión del desempleo, la pobreza y la exclusión social a niveles inéditos, su presencia en los más diversos campos del quehacer da cuenta de la creatividad de vastos sectores de nuestras sociedades ante las grandes crisis. Estas son reservas de capital social y cultural que, aunque fragmentadas, alientan las condiciones para la regeneración de nuevos sentidos y paradigmas.
La sustentabilidad del desarrollo posee una dimensión social y política que excede ampliamente el cuidado del medio ambiente. No hay posibilidad de desarrollo sustentable cuando un pequeño núcleo de la población concentra niveles elevados de riqueza mientras vastos sectores sociales son objeto de explotación económica, pobreza y exclusión social. Esta situación da cuenta de un paradigma de desarrollo social, ambiental y, por consiguiente, culturalmente no sustentable.
En tanto la exclusión social –como categoría distinta de la de pobreza- es un problema multidimensional sumamente complejo, no es pensable que su resolución pueda quedar librada exclusivamente a las políticas económicas, aunque tampoco sea factible de lograr sin un cambio de las mismas.
Las desigualdades materiales se interrelacionan con profundas asimetrías en el acceso a las tres formas arriba enumeradas de capital simbólico. La indigencia simbólica es la característica distintiva de la exclusión social y transforma a quienes la padecen en los grupos más vulnerables de la sociedad. En tanto la dimensión simbólica es constitutiva de las relaciones de poder social, posee una potente dinámica reproductora de las mismas. Esto significa que las injusticias, inequidades y desigualdades socioeconómicas no se reproducen solamente por la falta de acceso a ciertos satisfactores materiales sino por la situación de inmersión generalizada que entraña la indigencia simbólica, la cual inhabilita a las personas para constituirse en sujetos de su desarrollo. Esta “brecha” cultural cuyas repercusiones son de diferente tipo, no es susceptible de superarse únicamente por la vía económica.
La preocupación de muchos economistas por la cultura deviene del descubrimiento de la importancia creciente de la dimensión simbólica en la economía y, viceversa, de la capacidad generadora de riqueza material, puestos de trabajo y valor agregado de algunos sectores de la producción-circulación de bienes y servicios culturales –en particular las industrias culturales- pero esto no autoriza a considerarlos parte del campo económico en tanto son las políticas culturales las que han de regir su funcionamiento, aunque articuladas a las de otros sectores; economía, industria, salud, educación, comunicación, turismo, ciencia y tecnología, etcétera. Otros vuelven sus ojos hacia la cultura por el desencanto –y a veces el desconcierto- provocado por la grave crisis de sustentabilidad de la dinámica de acumulación del capitalismo global basada en una lógica de inclusión- exclusión cuya capacidad destructiva de los recursos naturales, sociales y culturales se torna imposible de disimular. Sus consecuencias ambientales, culturales y sociales negativas se traducen en conflictos de diversa índole que atraviesan las fronteras y arrasan el potencial constructivo de la cultura.
Es preciso aclarar que el concepto “dimensión cultural del desarrollo” puede ser utilizado para cobijar dos desvíos enmascaradores del análisis de las causas, consecuencias y relaciones de los complejos problemas del desarrollo y el subdesarrollo. Uno es el desplazamiento de la dimensión cultural por la económica desde un economicismo positivista de izquierda que abreva en el marxismo silvestre, complementario del pensamiento neoliberal: hasta tanto no cambie la “estructura” –o sea la economía- no puede modificarse la “superestructura”; la cultura, las instituciones y normas jurídicas. Este monocausalismo que erige a las fuerzas económicas en un poder determinante -sean las sometidas al imperio del mercado o a la planificación del Estado- sólo sirve para reemplazar el análisis por la doxa. De esto se desprendería que, del cambio de las políticas económicas –sea en una u otra dirección- se seguirán transformaciones automáticas en las diferentes dimensiones del todo social.
Otra utilización perversa del concepto consiste en desviar las respuestas a problemas políticos y económicos hacia el campo de la cultura y/o la educación. El argumento, tan caro al funcionalismo, de que para llegar al desarrollo es requisito que una sociedad renuncie a sus identidades culturales particulares -“cultura tradicional”- y asuma la “cultura moderna” -hoy global- invisibiliza las políticas económicas que generan pobreza y exclusión, de modo que no sean objeto de revisión para sustituirlas por otras que promuevan una distribución equitativa de los bienes materiales y simbólicos. Se trata de que permanezcan inmutables como si se tratara del orden natural de las cosas. Esta tendencia suele practicar la misma operación de invisibilización con los sectores sociales y culturas que representan la alteridad, negándoles así el más elemental de los derechos humanos: el derecho la visibilidad y la presencia.
Es preciso ubicar el debate sobre la diversidad cultural en el marco de las reflexiones acerca de la relación cultura-desarrollo para que el mismo sea verdaderamente enriquecedor. Asumir el postulado de diversidad cultural implica aprehenderlo, también y fundamentalmente, como categoría inclusiva de diferentes opciones de desarrollo, puesto que la expansión del potencial constructivo y creativo de la cultura -en cuanto eje de la relación cultura-desarrollo- y la diversidad cultural se interrelacionan. El fortalecimiento o el deterioro de uno de estos términos implica el del otro.
Si concebimos a la cultura como uno de los derechos humanos, la libertad para ejercer la capacidad de decisión acerca del paradigma de desarrollo a adoptar es el derecho cultural fundamental que poseen las sociedades y las personas en tanto implica, nada más ni nada menos, el sentido que eligen dar a sus vidas.
El análisis de las relaciones entre economía, cultura y desarrollo es, en América Latina, una labor pendiente que exige forjar categorías e instrumentos teóricos y conceptuales que sean apropiados a las condiciones sociohistóricas de cada país y de la región considerada como bloque integrado de naciones. Las políticas imitativas en dichos campos han perecido, sea por obsolescencia o naufragio. Pese a los avances que se observan en los últimos tiempos, aun no se vislumbra con nitidez que el campo cultural sea considerado como un sector estratégico de las políticas de desarrollo.
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