domingo, 14 de febrero de 2010

PRIMER CONGRESO ARGENTINO DE CULTURA; ENTRE LA DEVASTACIÓN Y LA ESPERANZA

Por Susana Velleggia.

Finalizado el 1er. Congreso Argentino de Cultura cabe hacer un balance entre las intenciones que animaron su organización y los resultados alcanzados.

Las funciones de las Conferencias y las Mesas Redondas fueron proporcionar insumos simbólicos para pensar y analizar la compleja realidad social y cultural de la Argentina, en el marco de los procesos de integración subregional (MERCOSUR) y de globalización. Los Foros debían aportar las experiencias, reflexiones y propuestas de los ciudadanos y agentes culturales, mientras que las Mesas de Políticas Culturales, serían el ámbito en el que los gestores culturales –funcionarios públicos del área cultura- reunieran una masa crítica de información proveniente de los espacios anteriores y de sus propias prácticas, a fin de formular y concertar los lineamientos generales del diagnóstico y de las principales estrategias para dar respuesta a los problemas identificados.

La “Declaración de Mar del Plata” , documento final del Congreso establece un marco de principios que reconoce, desde los primigenios postulados sobre el derecho a la cultura como uno de los derechos humanos fundamentales de los individuos (Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948) y los pueblos (Declaración de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales de México, “Mundiacult”, 1982) hasta algunos aportes más recientes. Entre ellos, la apertura conceptual del campo más allá de las Bellas Artes y el patrimonio, al que lo constriñen las concepciones iluministas –con todo, aún predominantes- incorporando la noción de la cultura como forma de convivencia (“las formas sociales de construcción de la realidad”); su relación con el desarrollo socio-económico (“la cultura como un motor del desarrollo económico y social, generadora de inclusión y empleo”), la doctrina de la “excepción cultural” y el principio de “diversidad cultural” -instrumentos de carácter político adoptados en las negociaciones en el seno de la OMC- presentes en el documento de la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales , sin faltar la alusión a la dimensión cultural de los procesos de integración, en particular, del MERCOSUR.

Contrastan con este ideario que comprende una vasta y compleja gama de desafíos -motivo de debate en el Congreso y en los cuales habrá que profundizar- la ausencia de referencias a los fenómenos culturales más acuciantes de la actualidad, como las transformaciones impulsadas por las NTIC, los medios de comunicación social y las industrias culturales y la economicidad propositiva de la Declaración. Ésta efectúa una proposición a mediano plazo (“ - Convocar a la formación de un equipo político-técnico para la elaboración de un Plan Estratégico Nacional de la Cultura, que incluya el Financiamiento, la Organización Institucional y la Legislación, sistematizando las discusiones que se den en el ámbito nacional, provincial y municipal. Se utilizará como base la publicación de ponencias y textos con conclusiones emanadas de este Congreso. Aspiramos a que este plan esté elaborado en un plazo no superior al año”), incorpora una añeja deuda de las administraciones culturales nacionales, enunciada como una acción puntual (“- Propiciar la construcción de un Sistema Nacional de Información Cultural que la recopile, sistematice y difunda”) y concluye con una propuesta de forma (“- Ratificar el carácter bienal y permanente del Congreso Argentino de Cultura, convocando al Segundo Congreso para el año 2008”).

El reconocimiento implícito de la inexistencia de sistemas de información cultural en la Argentina del siglo XXI es apenas una de las muestras de la devastación arriba aludida.

Conjurado el pecado del exceso optimista que suele acechar a las declaraciones de este tipo con el de la prudencia exagerada, queda la sensación de estar ante un plato escaso después de una hambruna que viene desde el inicio de los tiempos, que el Congreso por otra parte reconoce al proclamar su carácter fundacional.
La “Declaración de Mar del Plata”, como todo documento similar, establece los márgenes entre los cuales ha de desenvolverse la acción cultural pública.
En este caso particular, el territorio es demarcado por los principios teórico-doctrinarios de aceptación unánime, desplazándose la respuesta a las expectativas desatadas durante el año de preparación del Primer Congreso Argentino, a través de los congresos provinciales realizados en todo el país, a un “equipo político-técnico”. También omite el diagnóstico de los grandes problemas culturales enunciados en aquellos y en los foros abiertos a la participación ciudadana, así como las principales estrategias allí propuestas para superarlos.

Finalizado el Congreso queda pendiente incorporar sin eufemismos la palabra innombrable por excelencia cuando se trata de “la cultura”: política.
En efecto, son disyunciones políticas determinar los caminos mediante los cuales la gestión cultural pública se hará cargo de la catástrofe social incubada desde mediados de los 70 -que asume el rostro de la indigencia material y simbólica de la mitad de la población- y cómo contribuirá a ampliar y profundizar la democracia frente a la crisis de los partidos políticos y las instituciones del Estado.
Definir el papel a desempeñar por las políticas culturales ante esta gigantesca tarea de reconstrucción excede en mucho el marco de los postulados teórico-doctrinarios, por más correctos que ellos sean.

La implosión del estado argentino de diciembre de 2001 fue la culminación del largo proceso de devastación originado en la secuela de dictaduras militares que signa la historia del país a lo largo del siglo XX. Entre ellas la iniciada en 1976 constituyó, no sólo la mas cruenta sino también la que finalmente logró allanar el camino a la imposición del paradigma neoliberal que, al completar la obra de desestructuración de las fuerzas sociales y de las instituciones políticas comenzada por aquella, cambió la matriz de la relación Estado-sociedad; política-economía, transformando a cada uno de estos términos en esferas escindidas. Esto significó una mutación cultural de vastas consecuencias; de un ethos social basado en el sentido de lo público, se pasó a un ethos privatista e individualista sustentado en la lógica del mercado.

La esfera de las decisiones políticas, no sólo se desvinculó de los “mundos de la vida” de la sociedad -en palabras de Habermas, las relaciones interpersonales, el espacio local, como instancias próximas en las cuales todos se sienten en capacidad de incidir- sino también del Estado.

La crisis del Estado-nación, en cuanto referente de las formaciones identitarias, decisor soberano y mediador excluyente de los conflictos sociales -como lo fuera hasta hace pocos años- sobreviene, de un lado, debido al avance en la configuración de mercados globales con sistemas de circulación simbólica y de flujos financieros a esta escala, que promueve nuevas desigualdades y fragmentaciones en las sociedades junto con matrices culturales de identificación de alcance transterritorial. Esta dinámica produce prácticas y sentidos vivenciados por los ciudadanos como una amenaza, tanto de estar frente a poderes omnímodos y difusos en cuyas decisiones ni la sociedad ni el Estado pueden influir, como de arrasamiento de las identidades particulares para disolverlas en un todo uniforme. De otra parte se asiste a un reforzamiento defensivo de las micro-identidades locales y grupales, que coexisten de manera dispersa en cada territorio nacional formando “constelaciones de nosotros fragmentados” (Escobar; 2005). El debilitamiento de la dimensión nacional procede desde ambos polos.

Como señala Manuel Antonio Carretón estos cambios implican una desinstitucionalización o desnormativización de la sociedad, en la que ética y moral -agregamos política y cultura- dejan de corresponderse, en tanto se desestructura la trilogía valores, normas y conductas. Ausencia que “no sería la patología del tipo societario postindustrial globalizado, como lo fue en la sociedad industrial nacional, sino que forma parte de la naturaleza misma de este tipo societario” (Garretón; 2002).

En este escenario la cultura massmnediática asume como un hecho, necesario o inevitable, la subordinación de la polis al mercado global, proponiendo en consecuencia, la personalización extrema de la política y la concepción de la vida como goce del instante. La “cultura de la diversión” impulsada desde la televisión, da cuenta de construcciones simbólicas sustitutorias de las prácticas sociales productoras del sentido de polis por excelencia; las políticas. Economía, política y cultura, se presentan escindidas entre sí y autonomizadas de la vida de la sociedad. Las representaciones y discursos que circulan de manera más profusa, en lugar de cerrar esa brecha, la amplían.

Estas múltiples fragmentaciones erosionan el sentido de la vida, el cual está asociado a la esfera de las relaciones sociales donde se recrean valores y proyectos colectivos –la cultura- que posibilitan el reconocimiento de sujetos diferentes, cuyos fines y metas individuales no se perciben antagónicos de los que dan sustento a la unidad de la sociedad. Algo cualitativamente distinto de un mercado anónimo, cuyo objetivo es la reproducción del capital sin finalidad ulterior alguna. El debilitamiento de los lazos que trascienden la satisfacción inmediata de las apetencias individuales, erosiona las identidades que sostienen la organización de la vida social. Las relaciones, prácticas y sentidos colectivos pierden legitimidad y dejan de tener vigencia los valores que posibilitan la cohesión social, más allá de las diferencias y conflictos que separan a las personas y grupos.
El resurgir de los particularismos, otrora emulsionados por la simbología del Estado-nación, antes que significar una disolución de las fronteras en un universalismo abstracto y desterritorializado, implica el abroquelamiento en comunitarismos fragmentados, que reivindican derechos parciales de base territorial y social, los cuales pueden dar lugar a procesos políticos regresivos.

La “diversidad cultural” no es una cuestión meramente referida al campo artístico, ni tampoco una reedición aggiornada de la teoría antropológica del relativismo cultural. El tema central no es dirimir las “especies” de objetos o productos culturales que podrán formar parte de una suerte de Arca de Noé de la cultura, de acuerdo al eclecticismo valorativo posmoderno que encierra una paradoja cara a la globalización; impulsar un mundo de objetos sin sujetos. Se trata, más bien, de definir qué sujetos podrán subirse a la nave y participar en la elección de su rumbo.

La diversidad cultural refiere, en primer lugar, al derecho a la visibilidad y la presencia de las identidades particulares; esto es, las de los sujetos que las representan y, por consiguiente, de la pluralidad de modos de representación y circulación ligados a los mundos de la vida que ellas contienen. Remite al acceso a la cultura, no sólo en términos de “disfrute” de los bienes producidos, sino en cuanto participación de los ciudadanos en la producción y circulación de los mismos, así como en las decisiones sobre las políticas culturales que involucran su calidad de vida.

El sentido de la diversidad cultural reside en su facultad problematizadora del
orden –político y cultural- vigente basado en la partición entre un “nosotros” fuente de dominio y poder y un “ellos” despojado de estos atributos. Consiste en el llamado a una política de inclusión de los múltiples rostros de la alteridad, no como epifenómeno estetizante de los museos o toque exótico de los parques temáticos para la oferta turística, sino en calidad de co-protagonistas de un diálogo intercultural hasta ahora soslayado.

Desde esta perspectiva, profundizar la democracia significa una redistribución del poder en sus dimensiones socioeconómica, política y cultural, mediante un proceso de reinstitucionalización dirigido a estos fines en cada una de ellas. Las organizaciones culturales centralizadas, verticales y concentradoras del poder de decisión constituyen una rémora del pasado contradictoria con estos propósitos.

En la Argentina la organización institucional del área cultura proviene del primer tercio del siglo XX de la mano de un poder determinado, el oligárquico, fundante de un estado separado de la nación real. Aquél se proponía modelar la cultura de ésta a imagen y semejanza de la europea moderna, pero dejando intocada su base económica de sustentación, pre-moderna: la posesión latifundista de la tierra para la inserción subordinada del país en la economía capitalista mundial. Las características que asumen las luchas políticas a lo largo del siglo, tienen su punto de partida en esta contradicción originaria. En el campo cultural ella prohijó un modelo tipo embudo invertido; abierto hacia afuera –las metrópolis de ultramar- y cerrado hacia adentro, las provincias, cuya diversidad cultural fue tornada simbólicamente invisible.

Esta periferia fragmentada y escindida de la “cultura oficial” con sede en la ciudad de Buenos Aires supo producir, en las artes y la literatura, las representaciones más legítimas del país real, de las cuales se nutriera el imaginario de varias generaciones de criollos e inmigrantes pobres. Así se consumó la división entre una cultura de elite cosmopolita y de raigambre europea y un archipiélago de culturas populares segregadas, con anclaje en las prácticas, tradiciones y valores de origen rural. A las mismas también aportaron las sucesivas oleadas de inmigrantes, en general de origen campesino, que se establecieron en los márgenes de las ciudades ante la imposibilidad de acceder a la propiedad de la tierra. Los vasos comunicantes entre ambos universos culturales quedaron circunscritos a las instituciones educativas que asumieron la función de “educar al soberano” a través de la instrucción pública, entendida como misión homogeneizadora. Esta dinámica, reproducida por los organismos culturales y los medios masivos de comunicación, admite una direccionalidad única: de arriba hacia abajo y de la ciudad capital hacia el interior. O sea, de quienes detentan el monopolio del saber y el poder hacia los que se considera desprovistos de ambos. La antinomia “civilización” vs. “barbarie”, con la que el positivismo oligárquico de la denominada generación del 80 (siglo XIX), procuró transformar en hegemonía política una dominación obtenida por la fuerza militar, sintetizó esta situación.

Asumir hoy el postulado de diversidad cultural reclama descartar las tendencias eurocéntricas inconcientemente arraigadas en las prácticas de gestión e impulsar, tanto la circulación multidireccional de los flujos culturales y comunicacionales, cuanto la vigencia del principio universal de igualdad, de orden político y ético. Principio del que, la modernidad iluminista primero y el positivismo conservador después, han logrado deshacerse como de un incómodo lastre para refugiarse en el mundo de los objetos regulados por un orden estético de supuesto valor universal.

Imaginar políticas nacionales de cultura que, a la par de promover la inclusión social, amplíen los márgenes en los que ha quedado encajonada la democracia política, significa generar espacios que opongan a la fuerza anónima y depredadora de la lógica del mercado -y de aquella concepción de la cultura- la lógica cultural de la polis. Esto significa establecer políticas de interculturalidad que multipliquen los espacios de intercambio y síntesis de las subjetividades. Hecho que, a su vez, exige la inclusión de las NTIC, los medios de comunicación y las industrias culturales como campos clave, de cara a la articulación de redes multipolares que permitan superar los efectos fragmentadotes de la dinámica cultural prevaleciente.

Revisar críticamente la situación heredada a la luz de los nuevos fenómenos
culturales obliga a forjar nuevas herramientas teórico-prácticas dirigidas a redefinir la noción de ciudadanía, así como las fronteras demarcatorias del “adentro” y el “afuera” de los proyectos políticos y las categorías utilizadas para abordar el análisis de los procesos de construcción de las identidades culturales y sus vínculos con el desarrollo. Cuestiones que, en lugar de disminuir la importancia del campo de la cultura, le otorgan cada vez mayor relevancia.
Sin embargo, la revisión de las estadísticas culturales acopiadas para este Primer Congreso –que no es posible efectuar aquí- contradice estos enunciados. Es de esperar que la inauguración de la esperanza que al mismo le cupo, no sea defraudada por la inercia histórica de una institucionalidad que empuja a la regresión antes que al avance.

Buenos Aires, marzo de 2006, Publicado en Revista "Telos", Fundesco, Madrid


Bibliografía citada:

• Arizpe, Lourdes (1999); “El objetivo de la convivencia”, Capítulo 3, Las posibilidades culturales, en Informe Mundial sobre la Cultura; cultura, creatividad y mercados, AA.VV. UNESCO /CINDOC Acento Editorial – Fundación Santa María, Madrid.
• Escobar, Ticio (2005); “La diversidad como derecho cultural”, en Mónica Allende Sierra (org.) AA.VV., Diversidad Cultural y Desarrollo Urbano, Ed. Iluminuras-Arte sem Fronteras, Sao Paulo.
• Garretón Silva, Manuel Antonio coordinador, AA.VV (1999); Las sociedades latinoamericanas y las perspectivas de un espacio cultural, en “América Latina: un espacio cultural en el mundo globalizado. Debates y perspectivas”, Convenio Andrés Bello, Bogotá.
• Klisberg, Bernardo (2000); “El rol del capital social y de la cultura en el proceso de desarrollo”, en Klisberg, Bernardo y Tomassini, Luciano (Comp,) VV :AA. Capital social y cultura : claves estratégicas para el desarrollo, BID, Fundación Felipe Herrera, Universidad de Maryland, FCE, Buenos Aires.
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