jueves, 11 de febrero de 2010

LA RELACIÓN CULTURA-DESARROLLO; DEL MITO DEL PROGRESO A LA EXCLUSIÓN SOCIAL. NUEVOS RETOS PARA LAS POLÍTICAS CULTURALES

Por Susana Velleggia.

Los conceptos de desarrollo y de cultura en juego
Si el concepto de cultura ha dado lugar a cientos de definiciones, el de desarrollo es un objeto teórico por demás polisémico. Máxime desde que el neoliberalismo vincula el término al crecimiento de las variables macroeconómicas, erigiendo a la economía en razón explicativa totalizadora de los fenómenos sociohistóricos. Esto ha dado lugar a la naturalización del economicismo, doctrina ideológica que promovida por los medios masivos de comunicación como verdad incontrovertible, permea no sólo el campo de la ciencia económica sino también la cultura de la sociedad.
Es una deformación economicista confundir crecimiento de las variables macroeconómicas con desarrollo. También lo es pretender subordinar el campo cultural a la lógica económica, según la cual la cultura importa por su elevada rentabilidad o capacidad de acumulación de capital material -en particular en ciertas ramas y actividades, entre ellas las industrias culturales- antes que en su carácter de derecho humano fundamental. Al sobrevalorar la dimensión económica de la cultura por encima de su naturaleza social y su calidad de derecho humano y bien colectivo, la razón economicista arrasa con la complejidad de las relaciones entre las múltiples dimensiones constitutivas de los fenómenos culturales reduciéndolos a mercancías cuyo valor –material y simbólico- es definido por el mercado.
Algunos trabajos que utilizan términos en boga, tales como industria creativa y economía creativa, se inscriben en este enfoque. El concepto, de origen relativamente reciente, surge en Australia en 1994 con el lanzamiento del informe “Nación Creativa”. Toma mayor difusión a partir de su aplicación en la gestión pública cultural de Gran Bretaña desde 1997.Tanto la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo) como la UNESCO, señalan esta realidad, pero sostienen que la amplitud del campo puede ser tan grande que todavía sería prematuro definir con exactitud los sectores o ramas que lo integran. El uso del término "Industrias Creativas" varía entre países. En muchos casos, los términos industrias culturales e industrias creativas se utilizan indistintamente generando no pocas confusiones. Pero mientras la definición del campo de las Industrias Culturales, luego de décadas de conocidas controversias, goza de cierto consenso internacional, no existe un acuerdo similar sobre la nueva categoría ni los subsectores que implica. La designación "Industrias Creativas" ha ampliado el ámbito de las industrias culturales a las artes, la arquitectura, el diseño, el software, la publicidad y otras actividades –cuyo listado varía según los países- marcando un cambio en el enfoque del potencial comercial de actividades que hasta hace poco se consideraban no-económicas. Para la UNESCO, el concepto “supone un conjunto más amplio de actividades que incluye a las industrias culturales, más toda producción artística o cultural, ya sean espectáculos o bienes producidos individualmente”. Son, de acuerdo a esta definición, aquellas actividades en las que el producto o servicio contiene un elemento artístico o creativo sustancial.
Según la UNCTAD, el término “Industrias Creativas” significa el ciclo de creación, producción y distribución de bienes y servicios que utiliza el capital intelectual como input principal. Esta amplitud de la definición da lugar a una elasticidad tal que resulta casi imposible trazar fronteras y establecer taxonomias. Se trata de un conjunto de actividades basadas en el conocimiento que se centra en las artes pero no se limita a ellas, las cuales son potencialmente generadoras de ingresos. Los productos creativos pueden ser exclusivos o de producción masiva, ya que están en la encrucijada entre lo artesanal y los sectores económicos industriales y de servicios. La UNCTAD ubica al campo como un “nuevo sector de la economía”, adjudicándole la cualidad de constituir una suerte de atajo que posibilitaría -finalmente!- a los países en vías de desarrollo, alcanzar el tren que los llevara a la ansiada estación de llegada (el “desarrollo”) acortando los tiempos. Desde esta perspectiva los campos culturales de mayor potencial para la construcción social de sentido y de los imaginarios colectivos vendrían a reducirse a una especie de tren rápido fletado por la economía del capitalismo de mercado, según la cual siempre hay un “más allá” a conquistar para la acumulación sin importar las consecuencias
Quizá de manera inadvertida muchos gestores culturales lo utilizan como táctica para lograr que les incrementen los siempre magros presupuestos culturales públicos, otros por convencimiento de que la dimensión económica de la cultura es la que hay que priorizar, ya sea para generar puestos de trabajo, activar el turismo o robustecer la economía de ciertas zonas o ciudades. A veces suele apelarse a la terminología arriba aludida por imitación de las tendencias en la investigación y la reflexión teórica sobre la cultura y las ciencias sociales, puestas de moda en ciertos cenáculos intelectuales de algunos países centrales.
Además de erróneo sería ingenuo omitir el papel económico cada vez más importante de la cultura en el marco de esta 3ª. Revolución Industrial, que se distingue de las dos anteriores por la expansión de las TICs y por el proceso de subsunción del trabajo intelectual por el capital, inclusive del trabajo artístico. También se asiste a la intelectualización de todos los procesos de trabajo y de consumo, de modo que lo que importa extraer del trabajador ya no es tanto la energía física sino la intelectual.
En palabras del investigador brasileño César Bolaño: “Al invadir la esfera de la producción de sentido, el capital se transforma en cultura en el sentido más amplio del término y la forma mercancía pasa a monopolizar el conjunto de las relaciones sociales, incluso aquellas mas internas al mundo de la vida y antes más resistentes a la expansión de la lógica capitalista. La primera consecuencia de este movimiento es que la cultura adquiere una importancia crucial para el propio modo de producción(…) a la vez los conflictos que se dan en la esfera cultural, incluso por la característica de mediador que tiene el trabajo intelectual, el cual mantiene una relación semejante con el capital de aquella que mantenía el trabajo de la clase obrera tradicional (segunda consecuencia), con la diferencia (tercera) de que estamos en el inicio del proceso de paso de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo intelectual por el capital (…)”
Se trata de cambios que, ubican a la cultura en el núcleo de los procesos de económicos y sociales, dando lugar a una serie de fenómenos agrupados bajo el común denominador de sociedad del conocimiento, sociedad de la información o posfordismo. Aunque aludiendo a distintos fenómenos todos estos conceptos remiten a las transformaciones que dan por resultado una interrelación creciente entre la economía, la cultura y la comunicación. Esta comprobación impulsa perspectivas de abordaje de los procesos culturales antes omitidas - en buena hora- y una reclasificación de las industrias culturales de acuerdo al modelo de negocios en torno al cual estructuran la producción y circulación de bienes y servicios, ahora interconectados por la convergencia, que no es solo tecnológica sino también empresarial y de mercados. En este marco, en el que se observa una intensificación de los procesos de oligopolización, mercantilización y fragmentación, surgen términos que pretenden explicar los nuevos escenarios, los que al adoptarse a-críticamente son interpretados como prescripción, cumpliendo así una función legitimadora del economicismo que se creía superado.
Si bien no se conocen en la historia del mundo industrias que no sean “creativas” –esto es; no interrelacionadas con los procesos de creación, producción, circulación, acumulación y aplicación de saberes y conocimientos e innovaciones que remiten a la ciencia como al arte- puede decirse que existen dos requisitos fundamentales para la actual estructuración del sector: la apropiación del trabajo científico capaz de traducir el conocimiento en formas abstractas que pueden ser almacenadas y adaptadas a la producción capitalista y el establecimiento del sistema de marcas y patentes. El debate en torno a la categoría industrias creativas, aún pendiente en nuestro país, hace necesario identificar las mutaciones del campo cultural y las TICs, de cara a la denominada sociedad del conocimiento. De ello emergen nuevos retos para las políticas culturales públicas, que aún parecen ajenas a estas importantes transformaciones y a la mayor complejidad que ellas implican.
A partir del enunciado de la UNESCO “dimensión cultural del desarrollo” a fines de los 60s y hasta no hace muchos años, en la relación cultura-desarrollo la cultura era considerada apenas como un “apéndice” a adosar a los procesos de crecimiento económico y avance científico-tecnológico para “humanizarlos” o tornarlos más adaptables a la herencia cultural de las poblaciones donde eran implantados. Esta acepción implica entender al desarrollo como sinónimo de crecimiento económico y proceso unidireccional; de “arriba” hacia “abajo”, o de “afuera” hacia “adentro”; es decir de los “planificadores” o decisores a las “poblaciones beneficiarias”. Algunas sociedades -o sectores de ellas- devendrían, desde este enfoque, objeto del desarrollo en lugar de sujetos activos de la gestión del mismo.
Una concepción derivada de la sociología clásica, observa el carácter histórico de los diferentes sistemas de ideas, valores, hábitos e imaginarios y su papel determinante en la modelación de las relaciones sociales y los procesos económicos. En el planteo inicial efectuado en esta dirección por Max Weber abrevan distintas perspectivas de análisis, tanto en las vertientes neo-marxistas como en las funcionalistas. De estas últimas se nutren los economistas neo-liberales.
Las teorías de la modernidad vinculadas al funcionalismo norteamericano plantean una dicotomía sociedad tradicional vs. sociedad moderna, cada una de las cuales se caracteriza por diferentes sistemas culturales que se conciben jerarquizados según el eje temporal. La cultura de las denominadas sociedades tradicionales –descritas como comunidades rurales, basadas en el sector primario de la economía o apenas urbanizadas e industrializadas- constituiría el obstáculo para el “pasaje” a la sociedad moderna, cuyos rasgos tipificadores serían los procesos de industrialización y metropolización, la economía de mercado, las instituciones de las democracias liberales y el consumo masivo de diferentes bienes y servicios, entre ellos los culturales. El paradigma de modernidad sería la sociedad industrial de masas -hoy calificada posindustrial- y las instituciones políticas de las democracias capitalistas, en el presente sospechadas de insuficientemente representativas. El “pasaje” de una a la otra reclamaría un cambio cultural en un sentido favorable a la modernización así entendida, cualesquiera fueren las condiciones sociohistóricas y culturales de la sociedad concernida.
Desde la evidente raíz ideológica eurocéntrica de esta teoría, el desarrollo es concebido como un proceso lineal de crecimiento de características universales que se desenvuelve en el tiempo, en función de la lógica de acumulación de capital económico como fin último de las prácticas humanas individuales. Aunque partiendo de disímiles condiciones sociohistóricas y culturales este paradigma de “desarrollo” tendría una única estación de llegada: el capitalismo de mercado. Subyace a estas teorías la creencia de que la historia es una suerte de tren que se desliza por la vía del “progreso indefinido”, periplo en el cual cada país recorrería ciertas etapas “naturales” hacia la modernización. De ello se deriva un ordenamiento jerarquizado de las sociedades y sus culturas desde las más “primitivas” o “atrasadas” a las “avanzadas” o “modernas”. Estas concepciones fueron acuñadas y utilizadas como doctrinas justificatorias de los procesos de colonización y las distintas formas de racismo, discriminación y xenofobia practicadas contra las sociedades calificadas de primitivas o bárbaras –las de África, Asia y América Latina- por parte de las civilizadas, Europa y con posterioridad Estados Unidos.
No es posible en este espacio profundizar en el análisis de los conceptos progreso, modernización, modernidad y sus contradictorias repercusiones en las artes, la cultura y las sociedades de América Latina que, en no pocos casos, derivaron en posturas imitativas caricaturescas dando lugar al fenómeno denominado “modernidad periférica” o a culturas híbridas multitemporales, al decir de Néstor García Canclini. Otro tanto viene sucediendo con las teorías y políticas económicas formuladas, desde y para las realidades aquellos países, cuya adopción mimética en estas latitudes ha ocasionado mayores estragos sociales y culturales que cualquier catástrofe bélica. Las evidencias históricas señalan que en la década de los 90, durante el apogeo de las políticas neo-liberales, el crecimiento de la economía fue acompañado de indicadores sociales negativos; incremento exponencial de la desocupación, la pobreza, la indigencia, el abandono escolar, la morbilidad y mortalidad infantil, la concentración extrema de la riqueza y la exclusión social.
Al conceptualizar la categoría de desarrollo se está haciendo otro tanto con su opuesta: subdesarrollo, término eufemizado mediante el piadoso rótulo de “en-vías-de-desarrollo”. Es de notar la presencia de similares matrices filosóficas en los enfoques economicistas de la economía y en las concepciones iluministas y positivistas de la cultura. El significado popularizado de la categoría desarrollo pareciera universal, sin embargo remite a ciertos atributos particulares -históricos, sociales, económicos, políticos, culturales, institucionales- de ciertas sociedades capitalistas de los países centrales, y determinadas doctrinas, políticas y modelos artístico-culturales, los cuales fueron instituidos como universales absolutos desde determinadas relaciones de poder. La imposibilidad de lograr la copia exacta de aquellos atributos en realidades históricas diferentes deriva en los sentimientos de frustración y minusvalía que experimentan algunos sectores sociales e intelectuales de nuestros países, los que se acrecientan cuanto más se alejan las políticas públicas de las exógenas, adoptadas como marco de referencia. El progreso indefinido como lógica rectora de la historia humana es el primer mito moderno; es decir construido por la ciencia. Las teorías de la modernidad son, en la mayor parte de los casos, emergentes del mismo.
El economista Osvaldo Sunkel clasifica las concepciones del desarrollo en tres grandes categorías. Primero están las que confunden desarrollo con crecimiento económico, derivadas de las corrientes anglosajonas de la teoría económica clásica y posteriormente de las ideas de Keynes, las cuales centran su preocupación en el consumo y en las inversiones como condiciones suficientes del mismo, prescindiendo de factores tales como la distribución del ingreso, las condiciones de vida de la población, la cultura y las particularidades sociohistóricas del país que definen su inserción en el marco de las relaciones mundiales de poder, la concentración de la actividad económica, los factores políticos e institucionales. En segundo lugar, ubica Sunkel, las teorías que plantean la oposición subdesarrollo-desarrollo, considerando al primero de estos términos como etapa de transición hacia la ansiada estación de llegada, cuyo paradigma es la experiencia del puñado de sociedades capitalistas centrales industrializadas que, se supone, han transitado anteriormente un camino similar.
Serían subdesarrollados, según el autor, aquellos países con una estructura productiva poco diversificada, basada en el sector primario o escasamente industrializada, con poblaciones que carecen de un marco cultural –actitudes, valores, conductas, rasgos de personalidad, ideas, representaciones- que les posibilite desarrollar la iniciativa y la capacidad de competir, con mercados insuficientes, escasa productividad y falta de capital y de capacidad para tomar decisiones en materia de inversiones, aunque pudieran existir oportunidades y recursos. En algunos casos esta tipología iría acompañada de altas tasas de crecimiento demográfico, con poco o ningún ahorro neto disponible que permita acelerar el proceso de acumulación productiva.
Es obvio que las políticas económicas formuladas desde teorías tan parciales y simplificadoras –emparentadas al funcionalismo sociológico- son insuficientes o directamente nocivas para dar respuestas apropiadas al problema que se proponen remediar. Estos dos grupos de teorías pasan por alto, entre otras cuestiones, que: a) los países “subdesarrollados” constituyen la mayor parte del planeta siendo los “desarrollados” las excepciones; b) la poderosa incidencia en el presente de las condiciones históricas pasadas en uno y otro grupo de países. Los primeros en general han sido colonizados por los segundos; en éstos, a su vez, ha tenido lugar una acumulación primaria o mercantil de capital que, derivada de una posición de potencia colonial y potencia comercial hegemónica, abrió paso a transformaciones que significaron una industrialización temprana después diseminada por otros países –es el caso de Inglaterra con la Revolución Industrial-; c) la interrelación existente entre desarrollo y subdesarrollo, o sea en el proceso histórico mundial del cual los diversos países formaron parte, pero mediante relaciones de poder profundamente asimétricas; d) la multiplicidad de factores que intervienen en dicho proceso y la complejidad de las relaciones entre éstos, las cuales no permiten suponer un deslizamiento por un eje temporal, sino que están histórica y espacialmente situadas y atravesadas por multiplicidad de conflictos.
El tercer grupo de teorías del desarrollo sería el orientado por la tesis inicialmente planteada por la CEPAL, que Sunkel retoma y reelabora, es el de las que ubican al desarrollo como un proceso de cambio estructural global. Es en este enfoque que adquiere pleno sentido el concepto “dimensión cultural del desarrollo” enunciado por la UNESCO hace más de tres décadas, aunque fue en oportunidad de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales realizada en México en 1982 (Mundiacult) que comenzó a arraigarse la idea de que la cultura debe ser medio y a la vez objetivo de toda noción apropiada del desarrollo.
Las reflexiones en torno a la compleja relación cultura-desarrollo siguen enriqueciéndose con aportes de diversas disciplinas, de modo que en1988 el Consejo de las Naciones Unidas, a instancias de la UNESCO -siendo Secretario General del organismo el peruano Javier Perez de Cuellar- declara el “Decenio Mundial para el Desarrollo Cultural”. En 1992 se constituye una Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo (CMCD) presidida por él mismo. En 1995 se finaliza el informe de la CMCD que, entre otros temas, afirma: “Es inútil hablar de la cultura y el desarrollo como si fueran dos cosas separadas, cuando en realidad el desarrollo y la economía son elementos o aspectos de la cultura de un pueblo. La cultura no es, pues, un instrumento del progreso material: es el fin y el objetivo del desarrollo, en el sentido de realización de la existencia humana en todas sus formas y en toda su plenitud”.
En este proceso fueron construyéndose ciertos conceptos-clave que pasaron a formar parte de los marcos analíticos sobre el desarrollo. Entre ellos los de “capital social” –concepto acuñado por Robert Puttman en un estudio sobre la diferencia de desarrollo entre el Norte y el Sur de Italia- y “estrategias de vida”. Este bagaje conceptual remite a la centralidad de la cultura en la vida económica y política de las sociedades y es tomado como una constante en los estudios referidos a la superación de la pobreza y la exclusión social en América Latina.
El brasileño Celso Furtado, uno de los padres de la Teoría de la Dependencia, concibe el desarrollo ligado a dos procesos creativos: “El primero se refiere a la tecnología, al esfuerzo del hombre por prepararse y acrecentar su capacidad de acción. El segundo tiene que ver con el fin último del fruto de sus acciones; es decir los valores que el hombre agrega a su patrimonio material y espiritual”. Luego de hacer mención a las guerras y daños ambientales, que ponen al mundo al borde de la extinción, agrega el autor: “En casi todas partes, incluyendo a los países pobres y los ricos, formas perversas de crecimiento económico privilegian a las minorías y condenan a las mayorías a la miseria, abriendo así las vías a catástrofes sociales y ecológicas. Es lo que la CMDC califica desarrollo sin alma”.
El economista Amartya Sen –premio Nobel de economía 1998- asevera que existen dos formas de concebir el desarrollo. “Una está influenciada por la economía del crecimiento y sus valores subyacentes “(es decir la lógica de la acumulación material que toma el crecimiento del PBI como indicador privilegiado). “La otra noción de desarrollo lo considera como un proceso que enriquece la libertad real de los involucrados en la búsqueda de sus propios valores. A ésta la llamo la noción de desarrollo de la libertad real”. Esta noción tiene más que ver con las prácticas, representaciones y valores que impulsan la expansión de las capacidades humanas y sociales que con la opulencia material. Ella introduce una perspectiva de análisis fundamental: la facultad de las distintas sociedades para ejercer la libertad de elegir el paradigma de desarrollo que consideren más apropiado a sus aspiraciones de realización humana. Es este un enfoque que se interrelaciona con la categoría de diversidad cultural.
En ambas concepciones del desarrollo, aclara Sen, está presente la cultura, solo que de distinta manera. En la primera como dimensión instrumental o medio para alcanzar la opulencia económica o bien el desarrollo sostenible o sustentable. Aunque en todos los casos es inevitable la presencia de la cultura como medio, reducirla solamente a esto implica degradarla. La segunda concepción enfatiza el papel constituyente de la cultura; esto es constructivo y creativo, inescindible de los procesos económicos. Asimismo la cultura interviene en el desarrollo cumpliendo un papel evaluativo, que remite a su presencia en las decisiones de una comunidad o de un individuo acerca de qué valora mas para su vida. Es obvio que no todas las sociedades tienen el mismo orden de prioridades sobre lo que consideran más importante para su bienestar o su desarrollo y que la acumulación de riquezas materiales como objetivo casi excluyente de la vida humana es el producto de determinadas condiciones, prácticas y concepciones socio históricas, antes que un marco de referencia de validez universal.
Esto significa que la cultura está en el comienzo de la economía, como marco axiológico que guía las decisiones acerca del tipo de desarrollo o proyecto de sociedad al cual se aspira; en cuanto instrumento para arribar a ella y en el fin, por las consecuencias en la vida humana y en el medio ambiente de la opción elegida. En tanto el principio y el fin del desarrollo es el ser humano, el desarrollo es cultural o no es tal. De allí la pertinencia de considerarlo como un proceso de cambio estructural global.

La sustentabilidad del desarrollo y la cultura como capital estratégico de las sociedades
El desarrollo sustentable o sostenible implica satisfacer las necesidades humanas actuales y, al mismo tiempo, conservar y proteger el medio ambiente y los recursos naturales, sociales y culturales para las generaciones presentes y futuras. Este requisito no puede lograrse sin considerar las relaciones de convivencia como parte sustantiva de la cultura de una sociedad. El modo en que las personas y sociedades interactúan, las pautas de conducta, aptitudes, saberes y actitudes que las orientan, en suma, la “cultura de las relaciones sociales” predominante, son factores imbricados en las prácticas sociales, políticas y económicas.
Al respecto señala Lourdes Arispe: “Necesitamos un nuevo modelo de relaciones humanas para conseguir un desarrollo sostenible”. Por esta razón la CMCD define a la cultura como forma de convivencia. Agrega la autora: “Más del 80% de los fenómenos que generan riesgos para nuestra supervivencia como especie son antropogénicos, es decir, tienen su origen en acciones humanas. Sin embargo, la condición de sostenibilidad se ha centrado casi exclusivamente en las relaciones directas de los seres humanos con su entorno natural, mientras que las indirectas (las establecidas entre las personas) se abordan como una cuestión de gobernabilidad totalmente independiente que debe analizarse y decidirse de acuerdo con otros modelos específicos de la realidad ( …) La convivencia podría servir como principio rector de la transición cultural que debemos experimentar en la Era de la Globalización. Asimismo este concepto podría utilizarse como indicador del funcionamiento de los gobiernos y de la sociedad civil”.
Según la CEPAL, en el estudio sobre las distintas formas de capital que poseen las sociedades -enfoque surgido a raíz de los análisis sobre la pobreza y las “estrategias de vida” que los pobres utilizan para sobrevivir- se destacan como activos, además del “capital natural” y el “capital producido” otros tres tipos de capital:
• “Capital humano, o los activos que una persona posee como consecuencia de su condición humana (salud, conocimientos, destrezas, tiempo, etc.)
• Capital cultural, recursos y símbolos que se poseen como resultado de la cultura de la que se es parte.
• Capital social, los recursos o activos que se poseen como resultado de las relaciones con otros (y como consecuencia) de la participación en organizaciones. Se trata del entramado de relaciones sociales y de organización entre los ciudadanos que les permiten alcanzar distinto las formas asociativas y compartir proyectos para el logro de objetivos comunes”.
El término capital social se vincula a la noción de cultura como forma de convivencia en tanto supone la presencia lo suficientemente extendida en la sociedad, de valores tales como confianza, cooperación, reciprocidad, proclividad a la resolución dialogada de los conflictos, los cuales remiten a la conciencia de comunidad; los lazos inmateriales o simbólicos que vinculan a las personas y grupos sociales construyendo sentidos de pertenencia, amparo y reconocimiento colectivo. La mayor capacidad de comunicación, relacionamiento y organización incentiva la formación de la trama de grupos asociativos e instituciones de la sociedad civil que interactúan en función de ciertos objetivos compartidos, posibilitándoles reconocerse como miembros de una sociedad cuyo destino compromete a todos. En el impulso que den las políticas culturales a dichos sentidos, valores y prácticas sociales reside, no sólo la posibilidad de que disminuyan aquellos que deterioran las relaciones de convivencia, sino también la de fortalecer la dimensión creativa y constructiva de la cultura en el proceso de desarrollo, en el sentido que le da Sen, una de cuyas principales propiedades es la dinámica fuertemente inclusiva de los distintos sectores sociales.
Es preciso aclarar que las denominadas ASC (Asociaciones de la Sociedad Civil) comprenden una gama sumamente heterogénea que va de las fundaciones de grandes empresas y entidades financieras –que suelen ser ramificaciones de sus áreas de marketing y publicidad- hasta las asociaciones locales que procuran diversidad de reivindicaciones y objetivos de transformación. Si bien muchas de ellas surgieron como iniciativas compensatorias de la sociedad ante la defección del Estado de bienestar y la entronización del mercado como vector de la vida social y de las políticas económicas que impulsaron la concentración de la riqueza y la expansión del desempleo, la pobreza y la exclusión social a niveles inéditos, su presencia en los más diversos campos del quehacer da cuenta de la creatividad de vastos sectores de nuestras sociedades ante las grandes crisis. Estas son reservas de capital social y cultural que, aunque fragmentadas, alientan las condiciones para la regeneración de nuevos sentidos y paradigmas.
La sustentabilidad del desarrollo posee una dimensión social y política que excede ampliamente el cuidado del medio ambiente. No hay posibilidad de desarrollo sustentable cuando un pequeño núcleo de la población concentra niveles elevados de riqueza mientras vastos sectores sociales son objeto de explotación económica, pobreza y exclusión social. Esta situación da cuenta de un paradigma de desarrollo social, ambiental y, por consiguiente, culturalmente no sustentable.
En tanto la exclusión social –como categoría distinta de la de pobreza- es un problema multidimensional sumamente complejo, no es pensable que su resolución pueda quedar librada exclusivamente a las políticas económicas, aunque tampoco sea factible de lograr sin un cambio de las mismas.
Las desigualdades materiales se interrelacionan con profundas asimetrías en el acceso a las tres formas arriba enumeradas de capital simbólico. La indigencia simbólica es la característica distintiva de la exclusión social y transforma a quienes la padecen en los grupos más vulnerables de la sociedad. En tanto la dimensión simbólica es constitutiva de las relaciones de poder social, posee una potente dinámica reproductora de las mismas. Esto significa que las injusticias, inequidades y desigualdades socioeconómicas no se reproducen solamente por la falta de acceso a ciertos satisfactores materiales sino por la situación de inmersión generalizada que entraña la indigencia simbólica, la cual inhabilita a las personas para constituirse en sujetos de su desarrollo. Esta “brecha” cultural cuyas repercusiones son de diferente tipo, no es susceptible de superarse únicamente por la vía económica.
La preocupación de muchos economistas por la cultura deviene del descubrimiento de la importancia creciente de la dimensión simbólica en la economía y, viceversa, de la capacidad generadora de riqueza material, puestos de trabajo y valor agregado de algunos sectores de la producción-circulación de bienes y servicios culturales –en particular las industrias culturales- pero esto no autoriza a considerarlos parte del campo económico en tanto son las políticas culturales las que han de regir su funcionamiento, aunque articuladas a las de otros sectores; economía, industria, salud, educación, comunicación, turismo, ciencia y tecnología, etcétera. Otros vuelven sus ojos hacia la cultura por el desencanto –y a veces el desconcierto- provocado por la grave crisis de sustentabilidad de la dinámica de acumulación del capitalismo global basada en una lógica de inclusión- exclusión cuya capacidad destructiva de los recursos naturales, sociales y culturales se torna imposible de disimular. Sus consecuencias ambientales, culturales y sociales negativas se traducen en conflictos de diversa índole que atraviesan las fronteras y arrasan el potencial constructivo de la cultura.
Es preciso aclarar que el concepto “dimensión cultural del desarrollo” puede ser utilizado para cobijar dos desvíos enmascaradores del análisis de las causas, consecuencias y relaciones de los complejos problemas del desarrollo y el subdesarrollo. Uno es el desplazamiento de la dimensión cultural por la económica desde un economicismo positivista de izquierda que abreva en el marxismo silvestre, complementario del pensamiento neoliberal: hasta tanto no cambie la “estructura” –o sea la economía- no puede modificarse la “superestructura”; la cultura, las instituciones y normas jurídicas. Este monocausalismo que erige a las fuerzas económicas en un poder determinante -sean las sometidas al imperio del mercado o a la planificación del Estado- sólo sirve para reemplazar el análisis por la doxa. De esto se desprendería que, del cambio de las políticas económicas –sea en una u otra dirección- se seguirán transformaciones automáticas en las diferentes dimensiones del todo social.
Otra utilización perversa del concepto consiste en desviar las respuestas a problemas políticos y económicos hacia el campo de la cultura y/o la educación. El argumento, tan caro al funcionalismo, de que para llegar al desarrollo es requisito que una sociedad renuncie a sus identidades culturales particulares -“cultura tradicional”- y asuma la “cultura moderna” -hoy global- invisibiliza las políticas económicas que generan pobreza y exclusión, de modo que no sean objeto de revisión para sustituirlas por otras que promuevan una distribución equitativa de los bienes materiales y simbólicos. Se trata de que permanezcan inmutables como si se tratara del orden natural de las cosas. Esta tendencia suele practicar la misma operación de invisibilización con los sectores sociales y culturas que representan la alteridad, negándoles así el más elemental de los derechos humanos: el derecho la visibilidad y la presencia.
Es preciso ubicar el debate sobre la diversidad cultural en el marco de las reflexiones acerca de la relación cultura-desarrollo para que el mismo sea verdaderamente enriquecedor. Asumir el postulado de diversidad cultural implica aprehenderlo, también y fundamentalmente, como categoría inclusiva de diferentes opciones de desarrollo, puesto que la expansión del potencial constructivo y creativo de la cultura -en cuanto eje de la relación cultura-desarrollo- y la diversidad cultural se interrelacionan. El fortalecimiento o el deterioro de uno de estos términos implica el del otro.
Si concebimos a la cultura como uno de los derechos humanos, la libertad para ejercer la capacidad de decisión acerca del paradigma de desarrollo a adoptar es el derecho cultural fundamental que poseen las sociedades y las personas en tanto implica, nada más ni nada menos, el sentido que eligen dar a sus vidas.
El análisis de las relaciones entre economía, cultura y desarrollo es, en América Latina, una labor pendiente que exige forjar categorías e instrumentos teóricos y conceptuales que sean apropiados a las condiciones sociohistóricas de cada país y de la región considerada como bloque integrado de naciones. Las políticas imitativas en dichos campos han perecido, sea por obsolescencia o naufragio. Pese a los avances que se observan en los últimos tiempos, aun no se vislumbra con nitidez que el campo cultural sea considerado como un sector estratégico de las políticas de desarrollo.
Digg Google Bookmarks reddit Mixx StumbleUpon Technorati Yahoo! Buzz DesignFloat Delicious BlinkList Furl

0 comentarios: on "LA RELACIÓN CULTURA-DESARROLLO; DEL MITO DEL PROGRESO A LA EXCLUSIÓN SOCIAL. NUEVOS RETOS PARA LAS POLÍTICAS CULTURALES"

Publicar un comentario