jueves, 11 de febrero de 2010

CRITICA DE CINE




Avatar (es) de un film paradójico; panfletario, exitoso e incomprendido.

Por Susana Velleggia.

Al igual que toda obra audiovisual de calidad, Avatar (James Cameron, EEUU, 2009, 162’, Twentieth Century Fox) tiene varios niveles interpretativos. El primario es la peripecia que ilustra la lucha entre el bien y el mal, presente en muchos géneros de Hollywood. También pueden inscribirse en este nivel la conversión del protagonista, Jake y otros personajes, que pasarán de un bando al otro. Destinados a una base interplanetaria, mezcla entre marines, CIA y laboratorio científico del futuro, algunos de ellos son transformados de manera transitoria, y merced a la tecnología, en avatares. Es decir son revestidos del cuerpo de otros seres, los Na´vi, para ingresar al planeta Pandora donde éstos habitan, haciéndose pasar por ellos en calidad de agentes secretos de una misión militar que procura conquistarlos.
La misión, manejada a distancia por el poder económico que gobierna -ya sin máscaras- el desencantado mundo terráqueo del futuro, consiste en apropiarse de los recursos materiales de Pandora. Esta tierra conjuga características de paraíso perdido y territorio virtual de los sueños. La extraordinaria riqueza visual de los paisajes selváticos de Pandora se despliega ante nuestros ojos como una fauna y una flora prodigiosas que transmiten la idea de un mundo natural espiritualizado. Entre estas criaturas vegetales y animales inteligentes, los esbeltos Na´vis viven en comunidades en las que existen relaciones sinérgicas con la naturaleza y entre ellos. La unidad Na´vis-naturaleza se completa con el comunitarismo espiritualista que permite crear redes simbióticas entre seres diversos, generando la circulación de una energía que conforma una inteligencia de orden superior a la de los individuos. Alusión a las teorías de la complejidad y de los sistemas, así como a las nuevas utopías de las que habla Edgard Morin en “Por una reforma del pensamiento” y otras obras.
El planteo maniqueo del conflicto remite a la historia de la civilización occidental y el pensamiento racionalista que ubica al mundo externo al individuo como un objeto a su servicio, por entero cognoscible y manipulable. El pecado original de simplificación del film, es mostrar las derivaciones fácticas de la línea filosófica divisoria entre civilización y barbarie trazada por la cultura occidental, que da origen a una construcción dicotómica de las identidades mediante la cual se justifica la concepción del otro como objeto de dominio. Entre un nosotros virtuoso y un ellos concebido como alteridad depositaria simbólica de la negatividad, el otro será tanto mas bárbaro o indigno de considerarse humano, cuanto mas posea recursos materiales que los únicos capaces de aprovechar son los autodesignados “civilizados”. Este es el drama de Pandora, idéntico al de muchos países pertenecientes a los suburbios del mundo, plagados de pobres pero ricos en recursos naturales. En este caso el botín es, en lugar del oro negro líquido cuya posesión hoy provoca guerras, un mineral con la apariencia de piedra gris, rústica e inofensiva, pero mas potente que el uranio. Ella permitiría fabricar tecnologías y armas cada vez más sofisticadas que “la Empresa” -poder absoluto cuyo rostro nunca se muestra- ambiciona vender a escala multigaláctica.
En el nivel temático, el futuro al que alude el film no es el de una globalización capitalista imaginaria que nos esperaría al final del túnel de la historia. Aunque con armamentos y artefactos menos sofisticados de los que muestra la película, el poder económico y militar imperial al cual se subordinan cada vez más la política, la ciencia y la tecnología, basa su avance en la expansión dirigida a poner bajo su dominio a los otros –sociedades, países, culturas- que opongan vallas a la apropiación de sus recursos es el que hoy conocemos. En la película el plan proviene de las usinas de “la Empresa” y su ejecución es asignada a un militarismo heavy asociado a los negocios. En este game, el rol atribuido a las instituciones políticas es el de gestoras y legitimadoras de los negocios privados. ¿Suena conocido?
El universo pandoriano está regido por un orden fundado en lo sagrado del cual la naturaleza es parte central. Allí la ciencia procura el conocimiento que permita acceder a relaciones de interconexión y empatía entre seres diferentes, así como al desarrollo de las capacidades de observación y percepción sensorial para aprender a hacer con aquella. Aunque no exentas de conflictos, las relaciones armónicas entre entorno natural y social, constituye el principio rector de la vida na´vi. La ruptura de esta armonía implica la profanación del orden sagrado en el cual se funda la existencia de la comunidad, fuera de la cual no se concibe al individuo. El objeto depositario de este orden sagrado es un magnífico árbol en cuyas raíces se encuentra el mineral codiciado por los terráqueos capitalistas.
Desde la autorreferencialidad del nosotros “civilizado”, la ausencia de voracidad por la acumulación material y la cosmovisión mítica holística que rige la vida de este otro tan radicalmente diferente, son interpretadas como pruebas irrefutables de su ignorancia e inferioridad; es decir, de barbarie, en razón de lo cual se justifica que sea dominado.
Como se sabe, para la Ilustración el concepto de barbarie alude a un conglomerado social ajeno al nosotros -no en el exacto sentido dado al término en la antigüedad- porque no posee nuestros conocimientos, nuestras ideas, nuestra ciencia, nuestra tecnología, nuestra cultura, nuestras creencias.
La contradicción fundante que el racionalismo plantea es entre el ser y el no ser.
El ser es la mismidad absoluta del nosotros en la cúspide de la razón, por tanto está destinado a “iluminar”, “civilizar”, gobernar, someter, doblegar, dominar, conquistar, colonizar, explotar, destruir, etc. todo otro diferente por su categoría de no-ser; es decir mero objeto en disponibilidad de ser conquistado, se trate de humanos o de la naturaleza; de individuos o de sociedades. Desde esta perspectiva se denominó misión civilizatoria a los procesos de conquista y colonización.
Avatar nos confronta a esta matriz de pensamiento y a los efectos devastadores de las prácticas de ella derivadas. Ideología y prácticas que hoy vemos avanzar sobre desdichados países bajo el manto de la globalización -término de relevo de “misión civilizatoria”- que implica un cambio fenomenal de los modos de acumulación del capitalismo bajo el control de una minúscula clase de terráqueos de este provinciano y minúsculo planeta. Ellos marchan soberbios y felices, como robots metálicos teledirigidos por el poder supremo del dios mercado, arrasando con todo lo que se interponga en el logro de su objetivo circular: acumular riqueza para acumular poder para acumular más riqueza, para acumular mas poder, etcétera.
La “guerra preventiva” para apropiarse de Pandora y sus recursos, propuesta por el comandante militar y aceptada por el representante político de “la Empresa”, tiene como primer blanco el árbol sagrado de los Na´vi, no tanto porque entre sus raíces se encuentra la codiciada mina –en definitiva el plan es hacerse del planeta entero- sino porque, según explica el milico que de este tema algo sabe, el hecho traumático del derrumbe del árbol sagrado significa quebrar para siempre el orden simbólico que rige la vida del pueblo a colonizar. Para lograr este fin es preciso, primero, destruir el sentido del mundo y de la vida del otro; o sea su cultura, de modo de dinamitar su autoestima y quebrar su voluntad al extremo que jamás pueda reconstruir su identidad y abandone la loca idea de luchar por su libertad u ofrecer resistencia a la dominación. Es la colonización del espacio simbólico, constituido por la mente y la cultura del otro, la “operación” capaz de garantizar la apropiación de sus riquezas y recursos materiales. Si el otro no adopta la imposición de la cultura, instituciones e intereses del colonizador como propios, reconociendo su superioridad y no acepta someterse, no puede ser dominado, por tanto ha de ser doblegado por la fuerza de las armas. Esta es la lógica de hierro –maniquea- que subyace a la antinomia civilización-barbarie, de la cual extrae aval el concepto, solo en apariencia paradójico, de “guerra preventiva” que el film ilustra en estilo de fábula.
Los caracteres dramáticos, por cierto estereotipados, cumplen la función de arquetipos. El repertorio de guiños al espectador remite tanto al patrimonio fílmico de los géneros de Hollywood y a las culturas populares, así como a la historia real. Esto se verifica en el clissé del militar musculoso comandando desde su nave el bombardeo a Pandora que, cínico y soberbio, con el jarro de café en la mano, insta a sus soldados a “terminar rápido este asunto que quiero llegar a casa a cenar”, o en la sobreactuación de la científica autoritaria, que vira a defensora del mundo cuando descubre la inmensa originalidad del otro al cual desea conservar para conocer mas. Algo similar sucede con el personaje de Jake y el remanido recurso de personalizar el relato apelando a la voz en off del protagonista. Como ex soldado que arriba a la base militar en su silla de ruedas por ser lisiado de guerra, para allí iniciarse como agente secreto, es discriminado y tratado como una cosa, mientras que solo experimenta la posibilidad de sentirse un sujeto pleno, libre y feliz en los momentos en que, transformado en un avatar, habita el planeta encantado de los Na´vi como infiltrado y pese al conflicto que esta situación le produce. Finalmente tendrá que optar entre un mundo y el otro. Media en la resolución de este conflicto, además del amor, la toma de conciencia de que existe en Pandora un modo de vida regido por valores superiores a los de la bruta mercantilización cosificante que impera en su planeta de origen.
Esta lección de ética política se desencadena merced al acto supremo de libertad humana en función del cual no importa el riesgo: la elección del sentido a dar a la propia vida. Acto liberador que, en la jerga del orden autoritario impuesto por el poder militar terráqueo, es calificado de traición. A esta altura del film, el público ha devenido cómplice de la subversión de Jack y reconoce en su decisión, que impulsa a los Na´vi a enfrentar a los atacantes pese a la superioridad tecnológica de estos, una acción heroica con la cual se identifica.
La película logra desnudar la esencia de los procesos colonizadores, la concepción del mundo y el orden que los rige; no hay aquí posibilidad de relaciones que no sean jerárquicas, ni espacio para la libertad y la diversidad; el disenso y la espiritualidad. Todo es robusta materia para la destrucción y la acumulación. La lógica de este mundo no puede ser sino binaria.
Muchos de los clissés y estereotipos cumplen la función de connotar el rostro siniestro de un Imperio particular. Imposible no pensar en el conservadurismo cavernícola del gran país del Norte, en los políticos-gerentes de Wall Street y de los complejos militar-industrial, petrolero, etc.; en las guerras contra los sucesivos “otros” de los confines del mundo, en la destrucción de la petrolera Irak –no casualmente encarnizada con su rico patrimonio cultural- en la invasión de la gasífera Afganistán; en Palestina convertida en campo de concentración del país enclave estratégico del Medio Oriente; en la catástrofe ambiental planetaria perpetrada con la bendición del dios mercado, todas ellas cuestiones para nada virtuales. Esto lleva a pensar el peligro que implica para la humanidad que la ciencia y la técnica estén subordinadas a semejante poder económico-militar.
Sin embargo, el tecno-poder gigantesco adolece de un vacío ético deshumanizador, propio de una civilización degradada y autorreferencial. El mismo orden que la rige contiene en sí el germen de la decadencia que llevará a su autodestrucción. La fuerza que, finalmente, logrará la victoria será la de los pueblos con una cultura y una utopía sustentadas en valores humanizadores y en comunidades organizadas en torno a prácticas solidarias.
El film introduce, asimismo, algunos interrogantes inquietantes: ¿todo esto mas que suceder en la “realidad física” de la historia que la película narra, fue una construcción virtual de la mente de Jack, mientras yacía acostado en el aparato-sarcófago que debía operar la conversión de su cuerpo y trasladarlo a Pandora? ¿Quiso demostrar Cameron la posibilidad humana de crear mundos virtuales y actuar en ellos mentalmente? De ser así, ¿la frontera entre mundo imaginario y mundo natural sería otro mito del racionalismo, al igual que muchas divisiones y clasificaciones ficticias incorporadas a nuestra cultura como verdades incontrovertibles? ¿Si el mundo de los objetos naturales no es ajeno al sujeto que los piensa y significa, ni objetivable y, por tanto, no es enteramente conogscible ni dominable, podrá serlo el mundo de los objetos virtuales creados por la imaginación humana, tecnología mediante?
En la dimensión de la construcción artística y estética, Avatar constituye una bisagra en la historia del cine mundial.
El film pone sobre el tapete el gran debate inconcluso acerca del realismo que atraviesa la historia de la literatura, las artes plásticas y el teatro del siglo XIX al que se incorporan la fotografía y el cine, reactualizado en este siglo XXI cuando la factibilidad de crear mundos virtuales mediante las tecnologías digitales alcanza madurez. ¿Son menos reales las imágenes del planeta Pandora que las de “Napoleón” de Abel Gance (Francia, 1915), cuya desmesurada apetencia de realismo lo llevó a pergeñar innovaciones insólitas para su época? Apetencia que, paradójicamente, anticipa el cine en 3 D.
Cameron nos remite, por un lado a “Napoleón”, por el carácter anticipatorio de su construcción técnica y, por el otro a la naïf “Metrópolis” (Fritz Lang, EE.UU, 1926) por su dimensión alegórica sobre un futuro gobernado por la razón instrumental, donde la asociación entre poder político, economía y técnica, a la par de destruir la naturaleza, transforma a los seres humanos en esclavos-robots sin alma. Pero, a diferencia del film de Fritz Lang -de una unidad estética monolíticamente expresionista- Avatar compone un gran palimpsesto; clara alusión a la esencia de la industria cultural. En él se combinan el relato maravilloso tradicional y el mito con las tecnologías de punta; la actuación dramática con la construcción digital de personajes y animales insólitos mediante captura de movimiento y animación en 3D; escenarios virtuales con otros reales y con escenografías y maquetas construidas con inigualable detallismo; el impresionismo con el expresionismo y el surrealismo; la ciencia con el arte; el mundo de la fantasía y el sueño con la ficción realista; lo arcaico con lo hipermoderno; la estilización y el misterio del gótico, que aluden a la espiritualidad, con el gigantismo orwelliano de edificios y aparatos, que sugieren un futuro donde la función de propaganda representariva de los totalitarismos del pasado es multiplicada por las tecnologías. En este juego de contrastes reside la fuerza de la película, cuya verosimilitud se apoya en la típica peripecia del “camino del héroe” típico del cuento popular.
El film evidencia la capacidad de mezcla y resemantización de una industria que no se agota en la repetición -estigma que pesa sobre la “industria cultural” desde que los análisis de la Escuela de Frankfurt acuñaran el término- sino que también puede innovar y hasta revolucionar si esto abre nuevos nichos de mercado. Si bien genera incomodidad en los círculos cinéfilos, Avatar convoca multitudes con un discurso crítico, prácticamente un panfleto político, y una realización espectacular que interpela al espectador a partir de su sensibilidad, pero abriendo interrogantes que motivan a la reflexión. Incita a identificarse con un otro absolutamente diferente, más que con los humanos terráqueos integrantes del “nosotros” al que perteneceríamos en cuanto especie. Se trata no ya de “tolerar”, sino de comprender al otro y sus particularidades para establecer con él relaciones de diálogo e intercambio mutuamente enriquecedoras.
Como si lo anterior no bastara, también pone sobre el tapete la necesidad de reflexionar sobre los nuevos fenómenos emergentes de la articulación entre las industrias culturales, la creación artística y las TIC. Tema complejo que merece un análisis superador de los condenatorios o celebratorios que vienen circulando.
Quizá lo paradójico de Avatar sea el desafío y los interrogantes que plantea desde las profundidades de “la fortaleza”, como denominara Jean Luc Godard a la industria del cine hegemónica. No es con los lugares comunes, a los que es tan afecta cierta crítica cinematográfica presuntamente erudita, que se podrá responder a ellos.

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