domingo, 14 de febrero de 2010

LAS NUEVAS FORMAS DE CONSTRUCCIÓN DE LOS IMAGINARIOS URBANOS; IMAGEN AUDIOVISUAL, CYBERMERCADO Y CIUDADANIA

por Susana Velleggia.

Todo lo que se presenta a nosotros en el mundo social-histórico,
está indisolublemente tejido a lo simbólico. No es que se agote en ello.
Los actores reales, individuales o colectivos -el trabajo, el consumo,
la guerra, el amor, el parto- los innumerables productos materiales
sin los cuales ninguna sociedad podría vivir un instante, no son
(ni siempre ni directamente) símbolos.
Pero unos y otros son imposibles fuera de una red simbólica.
Cornelius Castoriadis “La institución imaginaria de la sociedad”

Quisiera empezar recordando una frase muy conocida atribuida a Shakespeare, “la ciudad es la gente”. Así fue traducida al menos, porque en inglés “people” también puede significar “pueblo”; o sea “la ciudad es el pueblo”. Cabe acotar que este término, ´gente´, hoy de uso extendido en los discursos político y mediático no constituye ninguna categoría de las ciencias sociales o políticas, como pueden ser pueblo, clases, sociedad, sino una designación de pretendida neutralidad ideológica y, por lo mismo, sumamente reveladora de la presencia del nivel ideológico en los discursos que la utilizan.

Entre otras cuestiones, la frase de Shakespeare connota las percepciones inaugurales de la modernidad acerca de la ciudad, como ámbito de muchedumbres sin nexos orgánicos entre sí, apiñamiento, desorden, en suma masas.
Hay una historia de la evolución del concepto masas que no vamos a recorrer aquí pero, a grandes rasgos, mencionaremos dos enfoques principales. Uno que atribuye a la masa ser expresión de la irracionalidad, denegándole la calidad de sujeto. Esta concepción se sistematiza a fines del siglo XIX y de ella participan varias corrientes de la psicología, la sociología, la filosofía, que van desde Freud y Durkheim, el padre de la sociología moderna, hasta Pareto, Tarde y Ortega y Gasset. Desde la filosofía política se trata de una visión conservadora que surge con la sociedad industrial, cuando los sectores populares irrumpen en la vida pública reclamando para sí los mismos derechos sociales, económicos y políticos que antes había conquistado la burguesía en su lucha contra el absolutismo. El desarrollo de los medios masivos de comunicación y la publicidad comercial, la industrialización y otros fenómenos históricos acaecidos entre fines del siglo XIX y XX favorecen esta percepción peyorativa de las masas.

El segundo enfoque arranca con el marxismo y se ramifica en las distintas concepciones del modernismo. Lo define muy bien Raymond Wiliams cuando escribe: “Masa y masas son también palabras heroicas y organizadoras de la solidaridad obrera y revolucionaria” (Williams, 1997 ; 64). Estamos aquí ante una percepción positiva del término masa que también había adoptado Walter Benjamin, en contraposición a otros colegas de la Escuela de Frankfurt, Fromm, Adorno y Horkheimer.
Estas dos percepciones dicotómicas de las masas son paralelas a las representaciones que se construyen históricamente sobre la ciudad. En cierta medida ellas estaban embrionariamente presentes en algunos enfoques sobre la sociedad en tanto civilización, en oposición a la naturaleza o al mundo natural, cuyo máximo exponente es Rousseau en el siglo XVIII. Recordemos que de esta oposición se han nutrido buena parte del arte y la cultura desde el siglo XIX en adelante.
La ciudad moderna se presenta, entonces, como ámbito contradictorio que articula estas dos lógicas; espacio de impenetrabilidad y apiñamiento, de muchedumbre, tráfico acelerado y violencia, pero también de creación e innovación, de acceso al confort y nuevas relaciones. Esta percepción comienza a esbozarse a fines del siglo XIX, básicamente con la novela de Dickens y, sobre todo, con la poesía de Baudelaire. La emergencia del cine –y su evolución- se relaciona con este imaginario metropolitano en gestación.

En la actualidad persiste en nosotros esta doble percepción de la ciudad. En uno y otro caso son construcciones simbólicas que atribuimos al objeto ciudad. En suma, estamos aludiendo a las propiedades que depositamos en ciertos objetos, llámense discursos, fiestas, música, bienes culturales materiales, aunque en rigor se trata de una propiedad de los sujetos. En mi opinión la frase citada al comienzo, precisamente, se refiere a la ciudad como a la cultura de “la gente” que hace la ciudad y antes que remitir a la dimensión material o física de los cuerpos urbanos, alude a la dimensión simbólica.

Esto significa que la facultad de crear sentidos, propia de las sociedades humanas, no es un aditamento posterior adherido a los objetos sino que forma parte de ellos desde el momento de su producción. Una ciudad no se define, entonces, sólo por sus edificios, sus vías de circulación, su tráfico o aquello que llamamos patrimonio material, sino fundamentalmente por los sentidos que esa ciudad construye, reproduce y propone cotidianamente a quienes la habitan o transitan, los cuales hacen a la calidad de la convivencia en ella.

En toda ciudad están presentes sentidos, contradictorios, en lucha, que orientan la construcción de los equipamientos materiales y el modo en que estos inciden en las formas de vida que, a su vez, se expresan en diversas formas de uso del ámbito urbano que pueden reproducir algunos de ellos, refutar otros y redefinir el espacio físico.

Indudablemente existe una relación entre el patrimonio material y el patrimonio intangible aunque no mecánica, sino compleja, dialéctica, mediada por una serie de factores. Los sentidos que aportan los productos de la creación artística, comprendiendo en esto la literatura, la música, la arquitectura, son una parte de los sentidos que circulan en una ciudad. Pero la que yo denomino, cultura de las relaciones sociales –conformada por las lógicas, valores, imaginarios, que rigen la relación entre los ciudadanos- también participa en la construcción de los imaginarios, imprime sus huellas en el espacio físico de la ciudad y es parte determinante de la vida social.

Desde esta perspectiva el problema es identificar cuáles son los actores sociales que mayor incidencia tienen en la construcción de los sentidos que la vida de la ciudad propone diariamente a sus ciudadanos, los objetivos que aquellos persiguen y las relaciones de poder entre ellos.
Un ejemplo para aclarar este punto. Hace unos días leí en el Suplemento de Arquitectura de un diario, una declaración de César Pelli -el gran arquitecto tucumano que reside en Nueva York- que dice que a su juicio, lo mejor de su producción son las Torres Petronas, hasta ese momento los dos edificios más altos del mundo. Dice Pelli “...el diseño de las Torres Petronas es una respuesta artística al clima y la cultura de Kuala Lampur. Mi idea no fue únicamente ofrecer espacios de oficina eficientes sino también crear un símbolo de la ciudad y del país...” (negritas propias)

Son dos edificios en forma circular que Pelli describe así : “las torres rematan en agujas que ascienden y marcan un lugar contra el cielo... la piel de acero inoxidable que las reviste ofrece una variada gama de reflexiones que cambian con la luz...” Estos serían para él los dos principales atributos de la construcción. Hay aquí una cuestión, a mi juicio, muy interesante para analizar.

En primer lugar, la relación con el cielo rescata una simbología vinculada a una una tradición, la de las catedrales góticas. Pero los juegos de luz y colores cambiantes que, según Pelli, remiten al trópico, superponen un nuevo elemento a esta simbología: imprimir en el edificio el lenguaje de la imagen en movimiento, no una imagen determinada, sino de los reflejos lumínicos cambiantes que aluden a una determinada dinámica de vida.

El movimiento no sólo como tránsito, sino como componente decisorio de la vida está presente en la ciudad y las torres conceptualizan en su piel esta lógica, congruente con el imaginario de la ciudad moderna o del futuro, en este caso del arquitecto Pelli y también de quienes le encargaron el proyecto. Imaginario que es asumido por un sector con el poder de decisión como para imponerlo al resto de la sociedad. Es este un ejemplo claro de cómo se van construyendo las identidades en una ciudad o fragmentos de ella, cómo se han ido construyendo las ciudades durante la modernidad y cómo ahora esta construcción proporciona marcas identitarias nuevas.
Al igual que en otros casos, vemos que no se trata únicamente de una identidad-tradición, sino de una identidad-proyección. La propuesta por las Torres Petronas es la identidad que se estima deseable para la ciudad de Kuala Lampur y para Malasia, a futuro. Esta representación es una utopía, por cuanto sintetiza una identidad hacia la cual se pretende orientar un espacio físico y social determinado, en función de un futuro que encierra la promesa de un mundo ideal. Las dos torres de oficinas, que dominan desde su altura record el espacio de la ciudad, actúan como signo y, a la vez, símbolo, del poder que ellas instituyen: el de los negocios, el dinero, en suma, el mercado. ¿Es esta la identidad y el futuro que la mayor parte de los habitantes de Kuala Lampur concibe o desea para su ciudad y su país? Seguramente existen en la misma ciudad otras identidades e imaginarios, que se han de expresar en formas de vida, relaciones, representaciones y construcciones edilicias diversas, sin embargo entre todas esas opciones, desde determinadas relaciones de poder, se instituye como representativa de toda la ciudad una de ellas.

Este pequeño ejemplo nos permite constatar, cómo han ido operando los procesos de construcción de las ciudades e identidades urbanas, así como las construcciones que hacemos ingresar al patrimonio arquitectónico y/o histórico de las ciudades. Es de observar que, prácticamente, la totalidad de ellas responde a las identidades construidas como representación del poder hegemónico de cada época. En general el patrimonio tangible de los sectores populares, en lucha contra aquél poder o resistentes a él, fue construido con materiales precarios, perecederos y no mereció ingresar al “catálogo” de bienes patrimoniales considerados objetos de culto y protección

Cabe señalar que una identidad colectiva nunca es solo pasado, no es lo ya dado, sino que siempre está siendo; es dinámica y cambiante (Linekin ; citado en Mato;1995; 119). La identidad constituye una construcción simbólica que significa una apropiación selectiva del pasado, elaborada en el presente, respondiendo a prioridades y propósitos contemporáneos y políticamente instrumental con respecto al proyecto que se sostiene hacia el futuro. El proceso histórico de construcción de las identidades es el de la lucha por la hegemonía, material y simbólica. De esta lucha dan cuenta, asimismo, las dos representaciones contradictorias de la ciudad y de las masas.

Vamos a vincular esto, que sucede actualmente en nuestras ciudades y en nuestras sociedades, con las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs), en torno a las cuales también se están construyendo imaginarios e identidades que remiten al concepto denominado cybercultura.

De qué manera esta nueva cultura -cybercultura o tecnocultura- está reestructurando, redefiniendo, las relaciones que rigen la vida de la ciudad, las relaciones con el espacio físico y algo fundamental: las formas de construcción de los imaginarios sociales e identidades colectivas.

Aunque dichas tecnologías surjan de rigurosos procesos de investigación científica, y de fuertes inversiones en desarrollo técnico -o sea, pueden considerarse producto de la racionalidad más absoluta- los imaginarios e identidades que en torno a ellas se construyen, remiten, paradójicamente, al mito y la utopía. Al mito no en el sentido arcaico, sino al mito moderno (v.gr. el mito del Progreso) y a la utopía, por cuanto ambos interponen en el horizonte cultural presente la imagen de un futuro promisorio, que reelabora y condensa sueños sociales difusos conformando “un dispositivo, de variable eficacia, que garantiza un esquema colectivo de interpretación y de unificación a la vez del campo de las experiencias como del horizonte de expectativas y de rechazos, de temores y de esperanzas”... (Baczko ; 1999 ; 70).

El imaginario mítico-utópico fundado en torno a las TICs -que las asimila al mundo del conocimiento en abstracto- funciona a su vez como un poderoso dispositivo de inclusión-exclusión, en tanto se trata de representaciones cuya potencia unificadora reside en la fusión entre verdad y normatividad ; informaciones y valores que se opera por y en el simbolismo (Idem ; 30). En este caso las representaciones que informan sobre el poder de dichas tecnologías procuran su adhesión al mismo; es decir lo legitiman, trazando una frontera que divide a los informados-alfabetizados-poseedores de los no informados-analfabetos-desposeídos.

EL NUEVO PODER DE LA IMAGEN

No cabe duda que la presencia de la imagen es cada vez más determinante en la conformación de las ciudades y en nuestra vida. El ejemplo de Pelli es clarísimo. Edificio-mito que es imagen futurista de una ciudad utópica del futuro, a su vez revestido de acero que refleja la luz con distintos colores a diferentes horas del día. No ofrece una imagen que se pretenda representación de la realidad sino la superficie de un espejo que proyecta luces donde las imágenes de lo real y lo virtual-utópico se confunden. Este es el mundo de la imagen cinematográfica en el más estricto sentido: la imagen producida por la luz como universo que condensa las aspiraciones, deseos, sueños, identificaciones y proyecciones de seres humanos diversos.

Nuestras grandes ciudades dan cuenta, al extremo de la polución visual, del reinado de la imagen, aunque no tan estética como la producida por el arquitecto Pelli. En buena parte de los casos se trata de significados sin significantes con arraigo en un territorio concreto; representaciones no de objetos sino de ideas sobre ellos. No son imágenes construidas intersubjetivamente desde el espacio público ni de lugares que representen las identidades, diversas, de quienes lo habitan, sino que constituyen objetivaciones de una subjetividad, la del mercado, desde la cual se ofertan imaginarios para el consumo visual de los transeúntes bajo la forma de productos “estetizados”.

Una macro pantalla televisiva parece extenderse por las ciudades ofreciendo multiplicidad de versiones idealizadas de Las Vegas, Disneyworld, Londres, París, el Far West, diferentes “cuturas étnicas” del pasado y el presente, o bien de imágenes virtuales futuristas, en una parodia de un multiculturalismo imaginario que reconcilia los decorados de los estudios hollywoodenses con el cyberespacio y la digitalización, sin contradicciones aparentes.

La mayor parte de las imágenes que hoy construyen las identidades e imaginarios de niños, jóvenes y adultos en los centros comerciales y zonas residenciales de las grandes ciudades no tienen que ver con el territorio, el ámbito de vida, el barrio que las circunda y la Nación a la cual pertenecen, tampoco tienen fuerte ligazón con el ámbito local, en cuanto espacio de interacción y convivencia humana. Estas imágenes -shoppings, restaurantes de moda, complejos de salas de cine, boutiques, paseos, parques temáticos, barrios cerrados, countries, etc.- obran, no ya como espacio global aglutinador de distintas sociedades nacionales, sino como espacio simbólico de segmentación de públicos multinacionales. La mayor parte de estas construcciones podría pertenecer a cualquier país o ciudad del mundo de manera indistinta.

La omnipresencia de este abigarrado y complejo universo icónico, establece una normativa perceptiva: el desprendimiento de la imagen de las contingencias sociales e históricas en virtud de las cuales ella es capaz de producir reconocimiento y sentido en estas dos dimensiones. Hecho que implica un salto cualitativo de enorme magnitud en las funciones que, históricamente, la imagen ha venido desempeñando.

Entramos de lleno al universo de la cybercultura. Esta es la conformada por las representaciones, prácticas, utopías e imaginarios construidos en torno a las TICs, que actúan como mito autolegitimante del poder que las produce y administra. Se trata de una construcción eminentemente desterritorializadora y deshistorizadora, para la cual las particularidades étnicas, culturales, religiosas, históricas, sociales, geográficas, etc. de las distintas sociedades no serían más que residuos de culturas tradicionales -entendidas como sinónimo de “atrasadas”- y, por tanto, percibidas como obstáculos a la modernización o bien, reapropiadas en calidad de ornamentos exóticos de un supuesto multiculturalismo globalizador, asimilado a la vieja categoría de universalismo.

El motor del proceso de constitución de este campo que genéricamente se denomina TICs está dado por la digitalización y la convergencia, que hacen a la circulación global de los flujos financieros, informativos y culturales. Se trata de dimensiones interactuantes que conforman sistemas sinérgicos.

EL ESPACIO AUDIOVISUAL, NÚCLEO IRRADIADOR DE LA CYBERCULTURA

Si nos referimos al espacio audiovisual como constelación de articulaciones entre cine, televisión y video, a las que se vienen a agregar la informática, Internet, los videojuegos y las telecomunicaciones, podemos identificarlo como el núcleo de la convergencia en curso, que no es solo tecnológica, sino también empresarial y de mercados. Por tal motivo, ya no es pertinente designar a estos campos simplemente como medios -concepto de resonancias tecnológicas- sino que se trata de sistemas en el sentido clásico del término. Como tales son pluridimensionales y las relaciones, fluctuantes, entre las partes que los constituyen suponen mucho más que la mera suma de ellas.

Aunque cada uno de los soportes mediáticos que convergen en este sistema audiovisual siga manteniendo ciertas particularidades específicas en cuanto a modos de producción y lenguajes, los rápidos cambios que se experimentan en este campo hacen que las relaciones entre ellos estén en un estado de redefinición permanente.

El sistema audiovisual también tiende a articularse con las telecomunicaciones, con las redes informáticas y, obviamente, con los satélites, dando lugar a nuevos productos y servicios. Los procesos de compras y fusiones empresariales que tienen lugar en nuestro país y en otras latitudes entre empresas de TV Cable, del sector de la informática, y/o las telecomunicaciones; entre empresas productoras de programas y empresas productoras de equipos, que dan lugar a una conglomerización creciente de los sectores comprendidos por las TICs, de los que informan los diarios, no son algo distante sino que tienen consecuencias sobre nuestras vidas cotidianas en varios aspectos.

Los reacomodamientos regidos por los movimientos del capital, están señalando, por un lado, una tendencia a la concentración empresarial a escala transnacional y, por el otro, hacia la homogeneidad de la información. Hasta hace pocos años el acceso a las redes como Internet y las bases de datos estaba acotado a un uso empresarial y de aplicaciones científicas. Estos dos caminos divergían bastante del mundo originado en las señales analógicas, es decir el de las industrias culturales del audiovisual. Esta distancia se ha diluido desde que toda información, cualquiera sea su origen, puede ser convertida por igual en una señal merced a la digitalización y circular por las mismas redes. El cine, la música, los programas de televisión, y todos los bienes pertenecientes al campo de la cultura reproducible -que desde la lexicología del mercado se designa como entretenimiento- ya no constituyen un campo totalmente apartado del de la información científica o económica.

Estos acelerados cambios están adquiriendo una incidencia enorme, no sólo en la redefinición de las relaciones laborales, los perfiles ocupacionales, las características de los sistemas de comunicación, la economía, la política, la cultura de cada sociedad, sino también en las formas de relación entre los ciudadanos y de ellos con sus espacios de pertenencia. Sobre todo están transformándose las formas de construcción de sus imaginarios, a partir de que ciertas imágenes van construyendo un nuevo espacio de referencia de carácter virtual y global.

Algo que había diagnosticado Walter Benjamín a comienzos del siglo XX, refiriéndose a la industria cultural, en su famoso ensayo “El arte en la era de su reproducción mecánica”, adquiere plena vigencia. Decía Benjamin que las verdaderas revoluciones culturales, las que transforman la vida de la sociedad, no son aquellas que se dan en los contenidos de la cultura sino en los cambios en las formas de transmisión de la misma. Son éstos los decisivos en tanto implican cambios en el “sensorium” social ; es decir en la percepción colectiva del arte, la cultura y la misma realidad histórica.

Se trata de cambios, propios de la estructuración de un sistema capitalista mundial, que introducen múltiples tensiones en tanto suponen la desestructuración de las relaciones sociales, culturales, económicas, políticas, preexistentes y su reestructuración sobre nuevas bases que no suponen una superación de las diferencias socioeconómicas sino, con frecuencia, su profundización.

El entorno tecnocultural conformado por las comunicaciones y los flujos financieros globales no consiste en una mega-sociedad que contenga y resuelva en sí todas las sociedades nacionales, sino en un horizonte mundial caracterizado por la ausencia de integrabilidad. La percepción de una sociedad mundial multicultural pero no integrada remite al desorden, la incertidumbre, y a la existencia de una opacidad cada vez mayor de las relaciones de poder, en lugar de la preconizada transparencia de las mismas que las TICs, supuestamente, favorecerían.

La despersonalización del poder global, que es el poder económico-financiero, reclama la personalización extrema del poder local. Aquel imaginario inicial de la ciudad moderna, como espacio de anonimato y relaciones despersonalizadas, adquiere así un nuevo giro. Tal como sucediera con la ciudad en los comienzos de la modernidad, el mito de la sociedad global es ambivalente, por un lado se asocia a la modernización, el progreso y el logro de mayores grados de bienestar y libertad individual a escala universal, pero por el otro es percibido como amenaza y retroceso, como la marcha hacia un mundo en el cual el poder de la técnica y el dinero subordinan a su lógica a los individuos y las sociedades. Este proceso de desestructuración-reestructuración es experimentado por vastos sectores sociales como un peligro de disolución de las propias identidades y de las relaciones comunitarias, e impulsor de nuevas formas de empobrecimiento, fragmentación y exclusión socioeconómica, por lo que genera conflictos, incertidumbre y diferentes estrategias de resistencia.

El borramiento de las fronteras entre lo global y lo local por obra de las comunicaciones -en tanto es la dimensión nacional, el Estado-nación como instancia mediadora entre el mundo y la localidad, la debilitada- es un dato inédito en la historia de la modernidad, que provoca desconcierto, no sólo en las poblaciones sino también en las dirigencias políticas.

El epicentro de la cybercultura en su doble calidad de mito y utopía de relevo es la imagen. Pero la hegemonía de la imagen en la vida de la sociedad ya no consiste exclusivamente en la del realismo mimético, sino que, en virtud de la revolución tecnológica, aparece un nuevo tipo de imagen: la digital, construida por ordenador. Esta imagen no es la del cine, o la televisión, que toman como modelo un referente real e intentan reproducirlo técnicamente sino aquella artificialmente generada por la interfase hombre-máquina. De ello se desprenden varias consecuencias.

Si toda imagen implica una determinada forma de relación con el mundo, a la vez que propone una forma de relación con sus propios códigos, la imagen que ya no remite a ningún referente del mundo real, sino al mundo de la ciencia y la técnica, significa la abolición de la función de re-presentar - dar presencia- a un significante perteneciente a la realidad sociohistórica.

Estamos frente a un nuevo tipo de representación que remite a los dispositivos de la mente. Se trata de una imagen, que a la par de eliminar las distancias espacio-temporales, adquiere funciones deshistorizadoras y desterritorializadoras con respecto al mundo “real”.

Otro rasgo a destacar es la importancia creciente de la circulación sobre la producción. La circulación es hoy la fase fundamental de la creación cultural. El crecimiento geométrico de los circuitos electrónicos de transmisión de todo tipo de informaciones está señalando, entre otras cuestiones, una asincronía entre los procesos de producción-comercialización del hardware y los que son propios del software. La producción de los bienes que van a circular por aquellos todavía requiere un elevado componente artesanal humano, basado más que nunca en el conocimiento especializado y en la creatividad. Este campo que se denomina “producción de contenidos” -software informático, programas de TV, películas, música- es hoy de importancia vital. No sólo por su creciente potencial económico y en materia de creación de valor agregado y empleo calificado, sino por su incidencia en la construcción de los imaginarios e identidades de los ciudadanos. Es decir, posee un enorme poder simbólico en orden a producir, distribuir y regular los dispositivos sociales de construcción de sentido.

Por otra parte, la existencia de ciudades atravesadas por múltiples flujos de información tecnológicamente procesados y superpuestos y la valorización de esta información como mercancía, dan cuenta de una hipertrofia informativa y del lugar subalterno asignado a las informaciones producidas por los ciudadanos, más aún cuando se trata de aquellos que no acceden a la cybercultura. Por consiguiente éstos pierden visibilidad o son ubicados en un lugar social, económica, política y culturalmente subalterno. Este fenómeno, a la par de introducir nuevas formas de fragmentación social y cultural promueve una conciencia fragmentada del mundo y del propio espacio, que deja de ser fuente de reconocimiento para convertirse en lugar de señales y tránsito; de uso y consumo.

El ciudadano, impotente para acceder a un porcentaje siquiera mediano de toda esta información que, en apariencia, estaría a su disposición, e imposibilitado de procesarla mentalmente, en una ciudad cuyas marcas identitarias tienden a mezclarse y fragmentarse hasta disolver su capacidad de producir sentidos integradores, necesariamente experimentará sentimientos de hostilidad y ajenidad con respecto al espacio común. La desvalorización de lo público asociada a una sobrevaloración de lo privado, implica un rotundo cambio en cuanto a las fuentes de legitimidad política.

La gran paradoja es que mientras la cybercultura propone la construcción de la utopía de la ciudad global al alcance de los ojos, sustrae la ciudad real del alcance de los cuerpos y las mentes de los sujetos que la habitan. Como ámbito de convivencia reduce sus límites a espacios cada vez más pequeños que actúan como centros de reunión, los cuales, en general, están vinculados a los consumos diferenciados de los distintos actores sociales. El barrio, el vecindario, han pasado a ser la periferia de las ciudades, donde no llega la mano del “progreso”, pero hasta el momento los únicos espacios que pueden suscitar sentido de pertenencia y seguir produciendo marcas identitarias y capacidad de integración.

La visibilidad de los asuntos públicos y de los conflictos sociales descansa, cada vez más, en el dominio de los dispositivos de producción-circulación del sentido, de los grandes conglomerados multimedia. Esta violencia simbólica administrada desde los poderes hegemónicos, reclama nuevas formas de ejercer el derecho a la visibilidad, por parte de los no-hegemónicos o invisibilizados. Las movilizaciones y estallidos sociales que sacuden periódicamente las zonas céntricas de nuestras ciudades, junto con la defensa de intereses o reivindicaciones materiales de aquellos, pone en escena una lucha simbólica de singular importancia. Esta es la lucha por el derecho a la visibilidad y la presencia. Tornarse visibles, siquiera circunstancialmente y ante las cámaras, frente a una sociedad para la cual la corporeidad de los invisibilizados, se resume en un dato estadístico sobre la pobreza y/o la desocupación significa, para quienes se sienten segregados y excluidos –y de hecho lo son- acceder, siquiera de manera efímera, a la categoría de ciudadanos que cotidianamente se les niega.

Las TICs suponen, además de las ventajas y desventajas que habitualmente se les adjudica, una redefinición de la integralidad de las relaciones sociales. Ello significa, principalmente, un cambio de status del campo simbólico, en el que la capacidad de proponer sentidos que constituyen la fuerza reguladora de la vida colectiva, por su poder para integrar y cohesionar a la sociedad en torno a un proyecto que, más allá de los conflictos de intereses, pueda ser compartido por vastos sectores de la misma, escapa cada vez más de los poderes públicos y de la voluntad de los ciudadanos. Este poder ha sido dejado en manos del mercado. Los medios de comunicación social se han erigido en los mediadores privilegiados entre las fuerzas económicas que controlan el mercado, el poder político y la sociedad. A la vez que representan a las primeras y las tornan anónimas e invisibles, como si formaran parte del “orden natural de las cosas”, personalizan de manera exacerbada a la política construyendo dirigentes-personajes dramáticos y administran la agenda informativa y cultural de la sociedad de acuerdo a sus intereses.

De este modo y sin ser concientes de ello, los ciudadanos están inmersos en una lucha por la imposición del sentido, cuya violencia puede adquirir dimensiones aún más devastadoras que las actuales. Además, el debilitamiento de los lazos de interacción y organización social, la fragmentación y la reclusión en el espacio privado, los tornan mucho más vulnerables a los dispositivos de control que toda lucha por el poder simbólico supone.
Si los organismos culturales y educativos públicos no asumen estos cambios e incorporan a sus políticas y prácticas la formación de las competencias críticas, de la capacidad de análisis y de la creatividad de los distintos sectores sociales, así como la construcción de sentidos productores de una cultura de la convivencia que sea fuente de integración y formación de capital social, es previsible que, de la mano de la especulación inmobiliaria y la industria turística, nuestras ciudades vean desaparecer los últimos vestigios de aquél patrimonio tangible e intangible que venía actuando como un marcador de identidad de carácter integrador. Con ellos también desaparecerán los espacios que aún dan sustento a formas de comunicación e interacción no guiadas por objetivos mercantiles y, por tanto, son productoras de sentidos de pertenencia y reconocimiento.

Es algo sabido: la construcción de las identidades librada a la lógica cultural del mercado es apta para la producción de consumidores, pero no de ciudadanos.

Bibliografía consultada para este trabajo


• Baczko, Bronislaw ; “Los imaginarios sociales”. Memorias y esperanzas colectivas, Nueva Visión, Buenos Aires, 1999.
• Benjamin, Walter ; El arte en la era de su reproducción mecánica, en Curran J., Gurevith M y Woollacot J., Sociedad y Comunicación de Masas, FCE, México, 1977.
• Brunner ,José Joaquín, “Cartografías de la modernidad”, Dolmen, Santiago de Chile, 1994.
• Castoriadis, Cornelius ; “La institución imaginaria de la sociedad” T I y T II, Tusquets, Buenos Aires, 1999.
• García Canclini, Néstor, “La globalización imaginada”, Paidós, Buenos Aires, 1999.
• Gorosito Kramer, Ana María, “Identidad, cultura y nacionalidad”, en “Globalización e identidad cultural”, R. Bayardo y M. Lacarrieu (Comp.) Ediciones CICCUS, Buenos Aires, 1997.
• Mato Daniel, “Crítica de la modernidad, globalización y construcción de identidades”, U. C. de Venezuela, 1995.
• Piscitelli, Alejandro ; Ciberculturas en la era de las máquinas inteligentes, Paidós, Buenos Aires, 1995.
• Velleggia, Susana ; Imágenes e imaginarios en la tensión glogal/local, en Bayardo Rubens y Lacarrieu Mónica, Compiladores, La dinámica global/local. Cultura y Comunicación, nuevos desafíos.
• Williams, Raymond ; Las percepciones metropolitanas, en La Política del Modernismo. Contra los nuevos conformistas, Manantial, Buenos Aires, 1997.
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