domingo, 28 de marzo de 2010

LOS DESAFÍOS DE LAS POLÍTICAS CULTURALES Y LA GESTIÓN CULTURAL EN EL MARCO DE LA CRISIS

1. De la “cultura de la diversión” a la “cultura de la imaginación”

En el debate sobre la cultura han ido cobrando fuerza varios pre-conceptos. Entre ellos importa aclarar el que enfoca a la cultura desde la oposición divertida/aburrida.
Puede suceder que la demanda de una cultura “divertida” se interprete como una necesidad, particularmente de los sectores jóvenes, ejerciendo por tanto una presión sobre la toma de decisiones. O que el temor a quedar entrampada en la lógica elitista, que suele proliferar en torno a ciertas instituciones culturales, induzca a la gestión cultural a suponer que ello puede evitarse mediante el “suministro” de experiencias divertidas que le conferirán una imagen “moderna”.
Otra fuente de presiones puede provenir de los decisores políticos aquejados de crisis de legitimidad, en particular entre los electores jóvenes. Los argumentos utilizados suelen ser, orientar las acciones a la captura de un público masivo mediante la oferta de productos y servicios que gocen de popularidad. Funcional a estos argumentos es la construcción de un mito en torno a valores que, supuestamente, serían intrínsecos a una etapa de la vida considerada en exclusivos términos biológicos: la juventud.
La construcción mítica del objeto “juventud” remite, por lado a la cultura massmediática y, por el otro, al marketing político que, para capturar a los electores más reacios a la asunción de compromisos políticos refuerza las demarcaciones identitarias de los jóvenes, en lugar de propender a la integración de una sociedad en extremo fragmentada. La dicotomía cultura divertida-cultura aburrida, connota las de juventud-vejez ; moderno-antiguo, y supone la adopción de un determinado marco ideológico. Este es el que valoriza a los seres humanos en tanto productores-consumidores, de acuerdo a su potencial biológico, afianzando así el “darwinismo social” que practica la lógica del mercado por nuevas vías.
Entre los arcaísmos políticos en boga, hay uno que supone que la convocatoria masiva de jóvenes a un recital de música o mega-evento gratuito, produciría la adhesión automática de este electorado y que el prestigio o la popularidad de ciertos artistas se transmitirá por contagio al político que propicia el evento “divertido” o lo inaugura con el aburrido discurso de rigor. Esta convención se inscribe en las reglas de la escenificación de la política de naturaleza massmediática, antes que en el campo de la acción cultural.
Del juego de presiones no está ausente la televisión, que promueve una cultura juvenil mítica, por definición “divertida” y, en contrapartida, la idea de que la cultura seria -también concebida míticamente- es “aburrida”. El ocultamiento de la función reproductora de la diferenciación social originada en causas socioeconómicas mediante la apelación a la estética, que cumpliera la política cultural orientada a la “elevación del espíritu” por el arte -con sus intervenciones solemnes y autoreferenciales- exigiría así, antes que el cambio de aquellas funciones, un aggiornamiento funcional al nuevo escenario de mercantilización de la vida. El objeto simbólico juventud adquiere, en este contexto, el carácter de símbolo del bienestar, la libertad y la belleza a través del consumo. Algo bastante alejado de la situación real de la mayor parte de los jóvenes.
Las contradicciones de las operaciones discursivas que atraviesan esta concepción, de apariencia ingenua, son evidentes. Sería un absurdo extrapolar la oposición verdadero-falso de su campo de origen -la ciencia- a cualquiera de los géneros literarios o a la creación artística en general, (¡aunque todavía se pretenda hacerlo!), porque ella no es pertinente a la misma.
Divertir/aburrir tampoco es una disyunción apropiada al arte y la cultura, ni una finalidad de la creación en cualquiera de sus campos, mucho menos puede serlo de la gestión cultural. La cultura y, dentro de ella, el arte, se definen por una particularidad: construir sentido, a veces, a pesar de quienes desde determinadas posturas estéticas se propongan únicamente destruir ciertos sentidos, como las vanguardias, o tan solo proporcionar entretenimiento, como la televisión. Otra cuestión es qué sentidos se construyen y cómo se lo hace; si a través del drama, la tragedia, la violencia de una serie de acción, el teatro underground, o la risa y el humor. Como bien se sabe confundir medios con fines es fatal.
El mundo actual no es, precisamente divertido, basta con ver un noticiero de televisión o leer el periódico para comprobarlo. Tampoco se presenta comprensible; la mayor transparencia adjudicada a la hipertrofia informativa en la sociedad de las redes sume a los ciudadanos en un oscuro laberinto de interrogantes que provocan angustia. Existe coincidencia en señalar que una de las principales motivaciones de los consumos culturales sería la búsqueda de respuestas a los muchos interrogantes que acosan a las personas, particularmente en contextos de crisis e incertidumbre extrema.
En el presente, quizá como pocas veces en la historia, las sociedades son recorridas por sentidos ambivalentes y contradictorios. Por un lado estremecern las masacres y los genocidos en gran escala, los abusos de los poderosos sobre los débiles -sean sectores sociales o naciones-, el desastre ecológico, el hambre y la exclusión social de cada vez más vastos sectores de la población, la anarquía voraz de los flujos financieros, la violencia que implosiona en la vida cotidiana y la destrucción del tejido social, en cuanto síntomas de un nuevo (des)orden mundial que promueve inéditas formas de barbarie. Por el otro, los avances de la ciencia y la técnica y las nuevas formas de organización social que procuran dar respuesta a múltiples demandas no contenidas por la política, ni respondidas por el Estado; por los derechos humanos, de género, ambientales, etc. dan cuenta de perspectivas esperanzadoras. El clima de revulsión que afecta a diferentes sociedades, así como el surgimiento de movimientos sociales locales y globales que con sus prácticas y reclamos van definiendo los perfiles de una nueva utopía, son algunas evidencias de que el estado de malestar social se torna insoportable y crece la conciencia de que es menester articular respuestas colectivas.
En términos de la información que circula de manera preponderante, los múltiples problemas de la realidad se presentan como “hechos” carentes de causalidades e interrelaciones, imprevisibles y, en general, revestidos de una opacidad que los torna indescifrables para la mayor parte de los ciudadanos. De este modo se los resignifica desde las prácticas discursivas del poder -económico, político y mediático- que omiten las causas y relaciones entre ellos encubriendo así los reales intereses que los animan.
La crisis colectiva del sentido derivada de los vertiginosos cambios que experimentan las diferentes sociedades en la era de la globalización, implica una negación del valor de la vida, que es denominada nihilismo y asociada a la pérdida de la fuerza vinculante de los “ideales de la modernidad” por algunos pensadores. El horizonte de una sociedad fundada en las ideas de progreso y emancipación humanos, cede paso al escepticismo, el cinismo y a distintas formas de escapismo y de violencia, dando cuenta de una conciencia alienada en la sobrevivencia individual ante la imposibilidad de imaginar y proyectar el futuro de manera colectiva. La razón técnica, en cuanto ideología que deposita en los avances tecnológicos la resolución de diferentes problemas considerándolos de manera desapegada de las relaciones de poder en las que ellos se inscriben, intenta mitigar el vacío derivado de aquella pérdida. Los valores que caracterizan a las nuevas utopías emergentes de los movimientos sociales, constituyen una fuerza reactiva a esta situación. La restitución de los vínculos quebrados entre la ciencia, el arte y la vida social, la comprensión del mundo como proceso complejo y contradictorio, la búsqueda de relaciones armónicas entre culturas y sociedades diversas y con respecto al medio ambiente, son algunas de las ideas que procuran oponer una suerte de humanismo trascendente universal, al avance disruptor de las fuerzas económicas y políticas de la globalización.
El sentido de la vida está asociado a la esfera de las relaciones sociales donde se recrean valores y proyectos colectivos que posibilitan el reconocimiento de sujetos diferentes, cuyos fines y metas individuales no se perciben antagónicos de los que dan sustento a la unidad de la sociedad. Algo cualitativamente distinto de un mercado anónimo, cuyo objetivo es la reproducción del capital sin finalidad ulterior alguna. El debilitamiento de los lazos que trascienden la satisfacción inmediata de las apetencias individuales, erosiona las identidades que sostienen la organización de la vida social. Las relaciones, prácticas y sentidos colectivos pierden legitimidad y dejan de tener vigencia los valores que posibilitan la cohesión social, más allá de las diferencias que separan a las personas y grupos. Esta crisis también comprende al Estado-nación, menoscabando su carácter de instancia mediadora entre la sociedad civil, la esfera política y la económica.
El espacio significado como Nación, al cual correspondían una política, una cultura, una estructura social y una economía determinadas -que confería sentido a la existencia del Estado fundado por la modernidad- se resquebraja. Las funciones de integración y orientación de las fuerzas sociales y de sus demandas y aspiraciones, como forma clásica de las prácticas colectivas representadas por el Estado-nación, se han disgregado y autonomizado. De igual manera, cada campo del quehacer social -economía, política, cultura, etc.- ya no guarda correspondencia con los restantes y, en su conjunto, ellos no actúan como instancias organizadoras de la sociedad. La esfera de las decisiones políticas, no sólo se ha desviculado de los “mundos de la vida” (en palabras de Habermas, las relaciones interpersonales, el espacio local, como instancias próximas en las cuales todos se sienten en capacidad de incidir) sino también del Estado, como éste lo ha hecho con respecto a la Nación. Es perceptible que las decisiones fundamentales que orientan la vida de la sociedad, dependen cada vez más de espacios exógenos a la política y a la misma Nación; Wall Street, FMI, medios de comunicación social, grupos de presión económicos, nacionales y transnacionales. Esta situación es experimentada por los ciudadanos, y aunque sus causas escapen a la comprensión de buena parte de ellos, crece la sensación de estar frente a poderes omnímodos y difusos en cuyas determinaciones no es posible incidir.
El discurso político transita dos ejes excluyentes y por igual divorciados de los mundos de la vida, el marketing electoral y la esfera tecno-económica. La contrapartida de esta paradojal despolitización de la política -y de la emigración fragmentaria de lo político a otros campos de las prácticas sociales- introduce nuevas fracturas de sentido. La política quiebra así la relación básica que protege a los humanos de la locura: la de íntima correspondencia entre el discurso y la porción de realidad de vida a la que el mismo alude. Quebrado este lazo de confianza fundamental en el cual se acuñan las pocas certidumbres que permiten establecer relaciones de sentido con el mundo, más cercano o lejano, ¿en qué confiar o creer?
El discurso hegemónico de los medios de comunicación asume como un hecho, necesario o inevitable, la subordinación de la polis al mercado, proponiendo, en consecuencia, la personalización extrema de la política y la concepción de la vida como goce del instante. Se trata de construcciones simbólicas sustitutorias de las prácticas sociales productoras del sentido de polis por excelencia; la política y la cultura. Economía, política y cultura, se presentan como esferas escindidas entre sí y autonomizadas de la vida de la sociedad. Las representaciones y discursos que circulan de manera más profusa, lejos de dirigirse a cerrar esa brecha, la profundizan.
La propiedad de re-presentar -atribuida a la imagen desde Altamira hasta la llegada de la era digital- significa, literalmente, “restituir presencia”. Esto no debe confundirse con la idea de reproducción, mediante una u otra técnica -como sucediera en los inicios del cine- de las contingencias de los objetos materiales que ofrece la realidad física, meros artefactos inertes en tanto carentes de significados en sí. Re-presentar es el acto simbólico por medio del cual los individuos invisten de sentido a la realidad y a sus prácticas en relación con ella constituyéndose en sujetos. Este acto, a veces solitario, pone en juego la propia experiencia del mundo y la integralidad de la experiencia humana intersubjetivamente construidas; ideas, pensamientos, creencias, valores, ilusiones, apetencias, fantasmas; en suma imaginarios.
La cultura del goce del instante demanda excitación y desenfreno, algo opuesto de la emotividad y la reflexión que demandan los procesos cognoscitivos destinados a producir relaciones de sentido entre objetos que se presentan como datos aislados. Se requieren potentes dosis de anestesia para adormecer aquella parte del yo que aún clama por lo negado y que -al menos desde el artista-cazador de Altamira- es inherente a la condición humana: la construcción del sentido del mundo y de las prácticas individuales y colectivas en relación con él. Carece de importancia el vehículo calmante; se trate de la música ensordecedora de una disco, el talk-show televisivo, el consumo en un shopping, las ilusiones psicodélicas de un video game, o las más carnales de un porno-show. En tanto construcción intersubjetiva, el sentido forma parte de todas estas actividades. Aunque con seguridad difiera el que le adjudiquen unos y otros, todos coincidirán en que ellas son divertidas porque les permiten desenchufarse. En efecto, se trata de sentidos que desconectan a los individuos de la posibilidad de asumir el rol de sujetos; o sea, de participar en la construcción del sentido tendiente a formar una conciencia colectiva capaz de incidir transformadoramente en la realidad.
La alienación supone una conciencia refleja que no se propone interrogar al mundo para comprenderlo e intervenir en él mediante el ejercicio de la voluntad de decisión sobre el destino individual y colectivo. Solo impulsa a vivir el instante -o a sobrevivirlo- de la mejor manera posible, sin conferir a las propias prácticas más finalidad que el goce del momento o la experiencia acotada a ciertos fines instrumentales inmediatos.
La lógica de los mundos de la vida supone la representación imaginaria de un futuro mejor e implica la asunción de un proyecto colectivo en las ideas así como en las prácticas congruentes con ellas. Éste es percibido como el continente necesario de los proyectos individuales, en cuyo seno se definen las relaciones entre los sujetos en cuanto integrantes de una sociedad o de una familia. La lógica del mercado es intrínsecamente destructura de estos lazos inmateriales. Para ella solo existen los individuos, los que son concebidos exclusivamente en sus funciones de productores-consumidores de diferentes bienes.
Pero la esfera económica autonomizada de las esferas política y cultural, requiere del auxilio de ellas para producir y legitimar los sentidos que le posibiliten reproducirse como fin desprendido de toda ulterioridad que la trascienda. Estos construyen una idea de presente cuyos significados particulares remiten a la confusión y la incertidumbre y a un futuro percibido con angustia y miedo, en lugar de esperanza. Los sentidos capaces de alimentar ciertas metas colectivas y las prácticas que engendran la voluntad de alcanzarlas, son desplazados por la lucha por la sobrevivencia y la cultura del goce del instante. La capacidad humana de imaginar se debilita y la confianza en las propias fuerzas para incidir en la realidad, se debilita. Es esta una crisis cultural que involucra aspectos que van mucho más allá de la dimensión “material” de las relaciones sociales.
Escribe Cornelius Castoriadis que las relaciones sociales reales -es decir, socio-históricas- son instituídas, no porque lleven un “revestimiento jurídico” -en algunos casos no lo tienen- sino porque “fueron planteadas como maneras de hacer universales, simbolizadas y sancionadas”. Ellas “suponen una red a la vez real y simbólica que se sanciona ella misma, o sea una institución. Esto significa que la dimensión simbólica no es una adherencia agregada a la “materialidad” de las instituciones, sino que forma parte de la naturaleza de las mismas.
Por otra parte, según el filósofo, “La sociedad construye su simbolismo, pero no en total libertad.” Tampoco sin libertad alguna, dado que: “El simbolismo se agarra a lo natural y se agarra a lo histórico (a lo que ya estaba ahí); participa finalmente en lo racional. Todo esto hace que emerjan unos encadenamientos de significantes, unas relaciones entre significantes y significados, unas conexiones y unas consecuencias a los que no se apuntaba, ni estaban previstos. (...) el simbolismo a la vez que determina unos aspectos de la vida y de la sociedad (y no solamente aquellos que se suponía que determinaba) está lleno de intersticios y de grados de libertad”.
La “imaginación radical” es la facultad del ser humano que lo impulsa a explorar aquellos grados de libertad y ampliarlos para inventar sus instituciones, así como sus propios fantasmas. Plantea Castoriadis que lo instituido aparece desde la horda primitiva; todos los elementos de la institución ya están presentes en ella, salvo que la misma no está simbolizada como tal. Evidencia de que la institución adquiere presencia en la vida social a partir de que instituye un orden símbolico que traduce la acción de lo imaginario. Pero el papel del imaginario está en la raíz, tanto de la alienación como de la creación, de la historia y, obviamente, del arte.
La creación presupone -al igual que la alienación- la capacidad de darse lo que no es (en los encadenamientos simbólicos del pensamiento racional constituído). Pero mientras la alienación implica una autonomización del imaginario institucional con respecto a la dimensión social, la creación es constitución de lo nuevo en una relación de ida y vuelta con ésta.
Dos formas de constitución de lo simbólico son posibles; una inmediata en la que el individuo es dominado por el orden simbólico instituido y otra libre, lúcida y reflexiva, ya que si bien el discurso está presente en el simbolismo de lo que es, esto no implica que le esté fatalmente sometido. En tanto el objetivo del discurso no es el símbolo sino el sentido, todo discurso apunta a producir sentidos que pueden ser percibidos, pensados o imaginados . Son estas diversas modalidades de relación con el sentido las que presiden la representación y la creación, como procesos sociales mediante los cuales se constituyen los sujetos.
La imaginación radical sería la facultad de imaginar lo que no es a partir de lo que es, la que al imponer su presencia imaginaria al mundo orienta las prácticas sociales, a nivel individual y colectivo, hacia la construcción de nuevas instituciones. Estas no son sólo lo que la materialidad de sus códigos o funciones pretende, sino, fundamentalmente, productos históricos del imaginario colectivo. De allí el carácter particular, dinámico y cambiante de toda institución social, aunque el discurso del poder de cada época, pretenda que ellas son eternas e inmodificables.
Los imaginarios alienados están condenados a reproducir lo instituido. La imaginación radical, a la inversa, es instituyente, apunta al cambio. Ella es un fruto precioso de la experiencia humana que germina al crear nuevas relaciones de sentido que darán lugar a nuevas instituciones, aunque para ello sea preciso apelar a los “escombros” de las viejas construcciones simbólicas. Si la imaginación radical es pre-requisito de la creación constituye el objetivo central de la acción cultural. Sin embargo, ésta también es partícipe del simbolismo institucional, dado que ha sido construida por y, a la vez construye, determinados imaginarios que, en cada época y espacio, re-presentan relaciones de poder.
La gran tarea de la modernidad que puso en marcha el Renacimiento fue la producción de nuevos imaginarios instituyentes. La transformación del orden medieval que abrió paso a la era moderna se valió de un sistema de ideas que supuso un profundo cambio cultural. Esta revolución artística, científica y filosófica no fue solamente obra de la imaginación de algunos artistas e intelectuales, sino el producto de las relaciones de poder en un campo -el de las artes y la cultura en general- en un tiempo y espacio. Las luchas de los artistas e intelectuales por la apropiación del capital simbólico fue regulada por la competencia de los poderosos -Iglesia, príncipes, banqueros, dignatarios, grandes comerciantes- mediante la institución del mecenazgo. Institución que, incluso ejerciendo la censura, posibilitó la re-presentación de sentidos, prácticas e imaginarios que resignificaron al mundo desde la perspectiva de un nuevo proyecto político; el de la burguesía.
Aquél imaginario instituyente apeló, no obstante, a la reactualización de construcciones simbólicas de la antigüedad clásica, sustraidas del espacio social durante el medioevo pero que habían sido preservadas por intelectuales de los enclaves europeos de la cultura islámica. Este es el curioso itinerario que siguen las ideas fundantes de la modernidad para dar luz a la utopía que, en el siglo XIV y desde un orden social dominado por la religión, se encarnó en fuerzas sociales que consolidaron los estados-nación para concretarla. El rol asumido por la burguesía como agente del cambio sería impensable sin las ideas que fueron definiendo las prácticas sociales y políticas congruentes con ellas. El origen del Estado-nación como institución fundante de la modernidad, se inscribe en un proceso indisociable de la revolución cultural que supuso imaginar al individuo como centro del universo y a éste regido por las leyes de la razón y la ciencia.
La imaginación radical que presidió al Renacimiento, anticipó las ideas de un nuevo sistema de organización social y política que fue más allá de los siglos XIV y XV.
Al transformar aquellas ideas en los ideales de emancipación y progreso humanos sin límites, el Iluminismo del siglo XVIII dio lugar al Estado moderno desde el seno mismo del absolutismo monárquico. Estado que fue concebido como instancia articuladora de la razón y la historia; de la ideas y la realidad material, en virtud del desplazamiento del principio del origen divino del poder terrenal por el principio del raciocinio de los ciudadanos como fuente del mismo. Estos cambios históricos no son concebibles sin un arraigo en proyectos políticos que re-presentaron un futuro entendido como horizonte deseable por vastos sectores sociales. Si la dimensión cultural es parte sustantiva tanto del proyecto político que procura reproducir el mundo que es, cuanto de aquellos que apuntan a cambiarlo y de las prácticas humanas inscritas en uno u otro, ninguna transformación es factible sin la presencia de la imaginación radical.
Pensar en políticas y acciones culturales divorciadas de todo proyecto político es un absurdo o un imposible. Por mínimas que ellas sean siempre se inscriben en uno, se sea o no conciente de ello. La personalización de la política -ligada a su metamorfosis en género del espectáculo mediático- representa su privatización, en tanto pérdida del sentido dirigido a organizar las prácticas sociales en función de un proyecto colectivo superador de la realidad que es. De ella está ausente la imaginación radical.
La lógica que preside la creación, en cualquier campo; sea político, científico, o artístico es, precisamente, imaginar lo que no es. Las prácticas creativas que dan nacimiento a la obra, del campo de que se trate, se constituyen mediante procesos complejos que demandan conocimientos, habilidades, técnicas, etc., pero su punto de arranque es, en todos los casos, un acto de interrogación que pone en tela de juicio el mundo tal cual es e imagina nuevas opciones. De allí que las dictaduras siempre pretendan erradicar de la sociedad las facultades de interrogación, creación e imaginación.
En una democracia -por imperfecta que sea y mucho más si lo es- la acción cultural, lejos de obstruir la lógica de la creación sólo en ella justifica su existencia. Si no adopta la misión de impulsar la imaginación radical de la sociedad, estará negando su propia esencia, del mismo modo que lo hace la privatización de la política con la suya.
Demás está decir que la cultura de la diversión no parece apta para abrir la percepción humana a la interrogación y la problematización de lo que es, ni a la imaginación de lo que no es. Tampoco orienta las prácticas sociales hacia fines que trasciendan una instrumentalidad inmediata.
La gestión cultural no es una ciencia contable -aunque requiera de su auxilio- ni consiste en administrar edificios, pese a que los necesita, tampoco significa la producción de algunas acciones puntuales, sean aburridas o divertidas, en la falsa creencia de que se está “haciendo cultura”. La cultura la hace la sociedad. La misión de la gestión cultural es generar las condiciones para el pleno desarrollo de aquella. Este propósito reclama la intervención de la imaginación, pero a partir del conocimiento y la comprensión de lo que es. La dinámica del cambio no se basa en la ignorancia o la negación del presente y del pasado, ni en la actitud mesiánica de pretender fundarlo todo desde cero. Si no se toma en cuenta la realidad que es, en una situación de extrema complejidad de la sociedad y del campo cultural, será poco factible impulsar lo nuevo.
La lógica de la creación implica, por definición, una utopía; crear lo que no es. Asumirla plantea riesgos y dificultades, pero si un gestor cultural se aferra a lo que es, porque está de moda o parece asegurar éxito de público, no estará aportando al desarrollo cultural de la sociedad sino a su deterioro. Por “divertidas” que resulten sus acciones, ellas se inscribirán en el más terrorífico de los aburrimientos: la muerte de la imaginación.

2. La reconstrucción de la trama cultural en el cambio

Adoptar como punto de partida de la gestión cultural la lógica de la creación y como objetivo el impulso a la imaginación radical, exige tomar en cuenta dos preguntas interrelacionadas:
a) ¿Cómo impulsar en la sociedad el desarrollo de la capacidad de interrogación y comprensión crítica del mundo que es?
b) ¿Cómo generar las condiciones que propicien la representación de un futuro mejor por parte de los ciudadanos y propiciar la emergencia de la imaginación radical y las prácticas sociales consecuentes?
La primera dinámica implica promover la capacidad de interrogación de los fenómenos que se manifiestan como hechos aislados e inmodificables y sus múltiples relaciones de sentido, apuntando a desarrollar competencias de análisis crítico de los diferentes discursos que circulan en la sociedad. Comprender el mundo que es constituye una demanda generalizada de los ciudadanos ante la crisis, tanto para encontrar explicaciones a ella como para atisbar alternativas de superación a la angustia que provoca. Esta necesidad cultural no es registrada por las encuestas habituales ni puede ser satisfecha por el consumo de la cultura del goce del instante. Preservar a las conciencias de la duda ante las convulsiones que provoca la realidad que es, exige calmarlas mediante el “entretenimiento”. Categoría anodina inventada por el show-business en la que se suele englobar la interminable serie de golpes bajos y pavadas que suministra buena parte de la programación televisiva.
A pesar de sus deficiencias presupuestarias crónicas, la gestión cultural pública tiene a su alcance recursos e instrumentos de importancia sustantiva para aportar a la comprensión del mundo que es; las artes plásticas, el teatro, el patrimonio, la música, la pantomima, los concursos literarios, los talleres de reflexión filosófica, el video, el comic, etc. y, por supuesto, el humor, distinto de la cultura de la diversión cuando motiva a pensar aunque apelando a la risa.
El fin último de estos recursos culturales no son los productos derivados de su instrumentación, sino los sentidos a los que ellos dan presencia en la vida de la sociedad y su potencial de interpelación, tanto para provocar interrogantes que lleven a descubrir nuevas relaciones de sentido, como para abrir la imaginación a lo que no es.
La dificultad principal con la que tropiezan estos propósitos es modificar los habitus de percepción modelados por las instituciones que apuntan a la reproducción del mundo que es, entre ellas notoriamente, los medios masivos de comunicación. En la configuración de un determinado habitus de percepción de lo real reside el mayor poder a-culturador de aquellos. Se trata de una percepción acosada por la retórica de la urgencia y el impacto emotivo, destinada a bloquear la probable emergencia de interrogantes sobre los distintos fenómenos de la realidad. El continuum discursivo multimediático apela a unas pocas categorías estereotipadas, que se replican sin cesar como “tesis explicativas” acerca del acontecer cotidiano y de los hechos históricos. Esta sobreoferta de simplificaciones y estereotipos induce a los receptores-consumidores al ejercicio tranquilizador de decidir únicamente, cuál de dichas categorías “pret a porter” cabe aplicar al fenómeno de que se trate, desde el auge de la comida light y la moda de la música cuartetera, hasta la crisis del país o la guerra en Oriente Medio.
La velocidad impresa a las operaciones de suministro y consumo de series estrcturadas de informaciones-opiniones que entrañan categorías de clasificación de diversidad de fenómenos nuevos -y, por ende, ideología- los transforma al instante en supuestos viejos conocidos. Los procesos en los cuales ellos adquieren pleno sentido son desplazados por la “novedad”, en tanto categoría opuesta a la de innovación. La rápida sucesión de “novedades” cierra las puertas a la innovación cuya emergencia exige miradas y preguntas nuevas, antes que respuestas pre-formateadas. Al funcionar de similar manera con respecto al pasado, este habitus de percepción también lo despoja de los significados que permiten explicar el presente, misión que define a la historiografía en cuanto ciencia.
La construcción del sentido mediante una vertiginosa sucesión de hechos desgajados del pasado -los procesos en los que se constituyen- que aparecen, estallan y se extinguen como voraces llamaradas es el mayor obstáculo interpuesto a los procesos tendientes a explicar el presente, siempre vinculado al pasado cercano y remoto, como práctica intelectual íntrínseca a la posibilidad de imaginar el futuro. La dramatización de la información para ganar efecto se logra mediante una economía del sentido. El desprecio por el “contenido” -que exige reflexión- en beneficio de la “forma” destinada a provocar impacto, alimenta un habitus estructurador de la percepción consistente en el rechazo a la complejidad y al esfuerzo intelectual para aprehenderal. Si la realidad es compleja la indagación de las causas, consecuencias y relaciones de los fenómenos, en cuanto procesos temporales multidimensionales, es percibida como una actividad “aburrida” e innecesaria. La percepción simplificatoria proporciona, en cambio, gratificación inmediata a la conciencia, dado que a partir de unos pocos rasgos estereotipados y del borramiento de las jerarquías entre fenómenos de distinto orden, se arriba a categorías bi-polares que permiten clasificarla de manera rápida y sin esfuerzo. Los distintos discursos sobre la realidad son investidos de una simplificación extrema que los ubica en un continuum uniformador de lo percibido; el romance de la estrella de moda, el bache en una esquina, las medidas económicas que involucran la calidad de vida de millones de personas, y el discurso sobre la guerra o la política asumen el mismo rango de importancia. Los puntos saltantes de esta linealidad son los hechos violentos, dramatizados y personalizados en ciertos individuos y grupos, a su vez, desvinculados de las reales causas que los originan y sus hipotéticas soluciones.
El discurso mediático remite las causas de los males a un chivo expiatorio estereotipado; “los políticos”; “los delincuentes” u otros y la solución a otro estereotipo; “que se vayan todos”; “hay que matarlos”, etc. En cuanto a los pobres y excluidos oferta dos categorías ilusorias; la beneficencia y la demanda de “seguridad” mediante la represión. Estas operaciones cumplen la función de amalgama ideológica: despojar a lo real sociohistórico de su complejidad y someterlo a una bi-polaridad dicotómica que opera desplazamientos de sentido, enmascarada con la autoridad de la ciencia, la “información objetiva” o la institución que venga al caso, de modo de potenciar el anonadamiento que paraliza y potencia la reproducción de lo que es (en tanto es “evidente” que si todo es como es, no puede ser de otra manera).
En el campo de la gestión cultural, la utilización del patrimonio -tangible e intangible- como un recurso que posibilita la reconstrucción del hilo de la historia del cual es posible extraer conocimientos sobre el presente e imaginar futuros posibles, da respuesta a una necesidad perentoria de las sociedades que ven bloqueado su acceso a la memoria por vivir inmersas en el culto al presente perpétuo. Los “lapsus” de memoria con respecto al pasado actúan como vallas interpuestas al reconocimiento colectivo, impidiendo imaginar un futuro que, al integrar los saberes provenientes del mismo sin reiterar sus errores, trascienda los condicionamientos de la vida concebida en la instantaneidad del aquí y ahora.
Es posible constatar que los lapsus más graves de memoria están referidos al pasado reciente antes que al lejano, en particular entre los jóvenes. Aunque se responsabilice de esta situación a la educación formal, los “agujeros negros” que se observan en la materia pueden explicarse más bien, porque ciertas etapas de la historia están ausentes de los distintos ámbitos de la sociedad en los que las personas intercambian informaciones y saberes.
La segunda dinámica propuesta implica algo muy distinto del viejo programa cultural del iluminismo -burgués y socialista- consistente en “inyectar” en la conciencia del pueblo una ideología política, suponiendo que carece de la facultad de pensar por sí mismo, por lo que habría que evitarle este trabajo reservado a las élites intelectuales y las vanguardias políticas.
Se trata de generar espacios de intercambio promotores de relaciones de comunicación, expresión y creación, que posibiliten el reconocimiento y la reconstrucción de la autoestima para la constitución de sujetos -esto es, de ciudadanos- capaces de elaborar sus pensamientos, discursos y estrategias de acción. Descubrir relaciones de sentido, elaborarlas y expresarlas creativamente reclama un aprendizaje que es más grupal o colectivo que individual.
Las comunidades creativas integradas por actores provenientes de campos diversos que ponen en común experiencias y conocimientos con miras a imaginar lo nuevo, constituyen reservas de imaginación y espacios de libertad cuya influencia es contagiosa. Por ejemplo, las políticas culturales de Suecia conceden gran importancia a las mismas. Cada comunidad creativa se constituye en un nodo generador de innovaciones -artísticas, científicas, tecnológicas, etc.- que, conectado a otros, permite establecer una red de circulación de experiencias y proyectos con una enorme capacidad para integrar y dinamizar la cultura de la sociedad, además del potencial económico que las mismas pueden generar. La informática es convertida así en un importante recurso cultural y los grupos multidisciplinarios que constituyen a estas comunidades articulan diversos campos de conocimiento y disciplinas que, por lo común marchan por andariveles separados; ciencia y arte; cultura y economía; tecnología y ecología, etcétera.
Según el dramaturgo Bertolt Brecht, el desplazamiento del placer emotivo que proporciona la catarsis, hacia el placer intelectual de experimentar el descubrimiento -por el principio del distanciamiento tan caro a las vanguardias- sacude los condicionamientos perceptivos rutinarios del espectador vinculándolo al mundo de la vida a través del espectáculo teatral, pero sin someterlo a la magia de éste. La obra artística, en tanto mediadora entre los sujetos y el mundo, no agota su sentido en sí misma ni en la “descripción” -o la crítica- del mundo que es, sino que dispara significados más allá de ella. No es propósito del arte propiciar actos de consumo, como sucede con cualquier otra mercancía, sino de interrogación, develamiento e imaginación.
El desafío es cómo sustraer al público de los diversos servicios culturales de su papel de receptor condicionado por habitus de percepción que tienden a reproducirse en tanto son alimentados cotidianamente. La educación formal, inmersa en la formación de un habitus de percepción que, al enfatizar el raciocinio, la memorización y la cultura escrita, poniendo barreras a la sensibilidad, la emotividad y la capacidad de expresión, en cuanto vías diferentes de acceso al conocimiento, contribuye a bloquear o atrofiar las capacidades de descubrimiento e innovación. De allí la importancia de introducir en la educación formal y no-formal, prácticas que activen la creatividad.
Hoy se sabe que la recepción no es pasiva, sino activa y configuradora, pero ello no implica que todo acto de comunicación contribuya a activar la facultad de descubrimiento ni de creación. Derribar los condicionamientos que mantienen adormecida esta facultad es primordial. Las experiencias, artísticas u otras, que proporcionan el placer de descubrir relaciones entre los fenómenos y construir nuevos sentidos contribuyen a desarrollar la facultad de percepción vinculada a la creatividad.
En una democracia cultural los espectadores o públicos han de transformarse en creadores y emisores de sus propios discursos -artísticos y de diversa índole- y en actores de los procesos de circulación e intercambio de los mismos. La producción de los especialistas puede, no sólo coexistir sino interrelacionarse con la de los aficionados, derribando los muros que distancian a ambos grupos de actores entre sí más allá de los contactos, en general esporádicos, que mantienen en torno a los productos que se ofertan en el mercado.
Los espacios de interacción e intercambio de este tipo constituyen en sí mismos valiosos procesos formativos, en tanto a través de ellos se enriquece y fortalece la trama cultural que constituye a la sociedad. La orientación de la acción cultural hacia las prácticas y valores que recreen el interés por lo público -en la amplia gama que va de los aspectos ambientales hasta los derechos de las minorías, el ejercicio del control ciudadano y la resolución creativa de diversos problemas- relacionando a distintos grupos y sectores sociales, la transforma en un poderoso núcleo irradiador de calidad de la convivencia social.
Es, por supuesto, deseable que las acciones y servicios encaminados a lograr dichos propósitos tengan la mayor convocatoria posible, pero esto no puede llevar a confundir el “éxito” cuantitativo con la capacidad de interpelación, en términos cualitativos. El nuevo paradigma de la acción cultural puede sintetizarse en: ni minorías selectas, ni masas fascinadas: ciudadanos críticos y creativos.
La calidad de los servicios culturales se medirá por su aporte contínuo y persistente a los propósitos arriba enunciados. De manera indirecta, se estará inicidiendo así en la constitución de mercados de públicos demandantes de una cultura más diversa, rica y compleja, cuyas apetencias crecerán, cuantitativa y cualitativamente.
Un Estado democrático no puede censurar ni impedir la libre expresión, pero sí puede y debe intervenir para generar las condiciones que impulsen la constitución de mercados en los predominen la identidad cultural, la diversidad cultural y la calidad de los productos ofertados. Estos requisitos son indesligables de la participación de pluralidad de actores en la vida cultural de la sociedad. Las actuales tendencias a la uniformación y la chatura de la oferta cultural masiva y su escisión creciente del campo de la cultura erudita, solo pueden contrarestarse con la formación de públicos competentes y con una mayor participación de la comunidad en los procesos de producción y difusión de la cultura.
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