domingo, 28 de marzo de 2010

GLOBALIZACIÓN, DIVERSIDAD CULTURAL Y CRISIS DE SENTIDO; EL PAPEL DE LAS POLÍTICAS CULTURALES

El resurgir del concepto de diversidad cultural -que fuera enunciado por la UNESCO hace más de dos décadas- está asociado a la evidencia de que la expansión de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Globalización (NTIC) y la multiplicación de los circuitos de distribución de bienes con contenidos simbólicos, además de favorecer a quienes ya venían detentando una posición dominante en los mercados mundiales respectivos e impulsar una concentración inaudita del poder comunicacional y cultural, constituye uno de los principales vectores de la globalización.
En este marco, el campo cultural ha adquirido una importancia económica como nunca antes en la historia. Por contrapartida, se verifica una mayor injerencia del nivel simbólico en la economía. La globalización, que tanto implica una nueva dinámica de acumulación de capital como de circulación de los bienes culturales y construcción de las identidades colectivas, trae aparejada la simbolización extrema de la vida social. De manera paralela al desgaste de las instituciones de la democracia representativa, la política emigra de sus emplazamientos tradicionales, los partidos -transformados en meras maquinarias electorales- y se disemina por la sociedad bajo la forma de movimientos sociales que asumen demandas puntuales de los ciudadanos que ya no son respondidas por aquellos.
Se asiste así a una multilocación fragmentada de la cultura y la política que pone de relieve la crisis del Estado-nación. Estos fenómenos no pueden dejar de relacionarse a los violentos procesos de desestructuración-reestructuración de las relaciones de poder en cada territorio nacional y a nivel mundial, intrínsecos a la lógica de acumulación de capital de la globalización.
En América Latina aquellos procesos reconocen dos etapas principales, con distintas fases. La primera es la de desestructuración, que se inicia en los 70 con la aplicación de la violencia física por las dictaduras militares en varios países de la región. En la dimensión económica el punto culminante se alcanza en los 90 de la mano de las democracias inscritas en el proyecto neoliberal. En esta fase se produce una reestructuración funcional a los requisitos de aquél, mediante la violencia simbólica que desplazó a la física, tanto para enmascarar las reales causas de ésta, como para gestar consenso hacia un paradigma socio-económico, político y cultural depredador del Estado y de la sociedad en función de la hegemonía de las fuerzas del mercado.
La segunda etapa es la que está teniendo lugar actualmente, con la emergencia de nuevos liderazgos populares que, en algunos casos, no provienen del mundo de la política sino de movimientos sociales o de ámbitos de la sociedad supuestamente ajenos al mismo –Venezuela, Bolivia y, en cierta medida, Brasil con el surgimiento del PT desde el movimiento sindical de los metalúrgicos del Sur industrial- y en otros, como la Argentina y Chile, de partidos de masas aquejados de pérdida de legitimidad o de alianzas entre fuerzas políticas que se ha dado en llamar “progresistas”.
La transición entre ambas etapas está signada por un crecimiento del malestar social que, ante la ausencia de respuesta de las instituciones políticas -el Estado y los partidos políticos- a los síntomas que se venían manifestando, asume las formas de la pueblada o del estallido social que logra derrumbar gobiernos previamente electos. La particularidad que distingue a la transición es la apropiación del espacio público por nuevos actores sociales y políticos que construyen discursos que ya no pueden ser soslayados por el poder.
No es este un problema de “gobernabilidad” -o su opuesto, “ingobernabilidad”- como simplicadoramente se pretende- sino una auténtica crisis de hegemonía. Pero ante la implosión o el desgaste del paradigma neoliberal, la construcción del que vendría a reemplazarlo no adquiere aún perfiles nítidos, en tanto las fuerzas sociales y políticas que promueven el cambio no logran producir las articulaciones tendientes a gestar una nueva hegemonía. Este proceso no se da en la realidad socio-histórica de América Latina tal como nos lo contaron los teóricos clásicos de las ciencias sociales, sino plagado de contradicciones e “impurezas”, avances y retrocesos, insólitas alianzas e imprevistas divisiones.
Interesa destacar el papel de la cultura y su relación con la política en este contexto, uno de cuyos rasgos fundamentales es la guerra simbólica por la imposición del sentido que tiene lugar a nivel global y en cada una de nuestras sociedades.
Dimensión cultural del desarrollo, crisis del Estado-nación e “ideologías de fin de época”
Anticipado por la UNESCO en los 70, el enunciado sobre la dimensión cultural del desarrollo ha devenido en un objeto polisémico. Si bien la generalización de la idea de que la cultura es una dimensión esencial del desarrollo da surgimiento a nuevas concepciones acerca de los procesos que ambos términos involucran, posibilitando una mayor comprensión de su complejidad, también se apela a ella para construir sentidos que la desvirtuan. A veces se suele entender a la cultura como un apéndice que sería menester adosar al actual paradigma económico para “humanizarlo”, pretensión por demás ingenua o interesada.
La relación cultura-desarrollo también forma parte de las teorías funcionalistas de la modernidad, que procuran explicar el subdesarrollo en la “disfuncionalidad” de ciertas culturas -las denominadas tradicionales- con respecto a un paradigma de sociedad moderna entendido como universal. A partir del trípode: capitalismo de mercado, instituciones políticas de la democracia liberal y consumo, concebidos en calidad de rasgos tipificadores de la modernidad, las vallas culturales que oponen resistencia a este paradigma son visualizadas como obstáculos a ser removidos para el “pasaje” de la sociedad tradicional a la moderna. Se produce de este modo una jerarquización de las culturas de claras resonancias iluministas que aglutina en la oposición moderno/tradicional una gran diversidad de realidades históricas y socioculturales a las cuales se asigna un único punto de destino.
En tanto fenómeno histórico, el desarrollo es un proceso de cambio atravesado por conflictos sociales, orientado por opciones políticas, condicionado por factores, tanto materiales como simbólicos, y obviamente signado por múltiples contradicciones. Siendo cualitativamente distinto del crecimiento económico, no es un objeto susceptible de concebirse de manera lineal ni mecánica. Esto hace preciso diferenciar entre desarrollo y crecimiento de la economía.
El crecimiento económico no es un fin per se, en el sentido automatista que le dan las “teorías del derrame“ derivadas de las doctrinas económicas sobre la modernidad de cuño neoliberal. Tampoco puede equipararse a los indicadores materiales que miden el crecimiento del PBI o a los efectos parciales de las políticas macroeconómicas. Comprobado está que el crecimiento de la economía puede coexistir con el aumento de la desocupación y la pobreza, e inclusive ampliar la brecha socio-económica provocando una fragmentación inaudita de las sociedades que, bien lejos del pregonado “derrame”, constituye el mas serio obstáculo al desarrollo.
Implantar la nueva lógica de acumulación de capital en la región, aún a costa de la destrucción de sociedades enteras, requirió de dos estrategias interactuantes; la violencia física y la violencia simbólica. Es sabido que esta última es un requisito para preparar, justificar o enmascarar el ejercicio de la violencia física hacia el otro, que previamente ha de ser significado como amenaza o reducido a la invisibilidad; es decir, despojado de su condición de sujeto para ser transformado simbólicamente en objeto de quienes se autoadjudican el poder de decisión sobre él, en una gama que comprende desde el sometimiento hasta la muerte.
La violencia simbólica asume múltiples y variadas formas discursivas que van de la utilización de dispositivos semánticos como el estereotipo hasta la “amalgama ideológica” (Reboul;1986) que apela a la fachada de la ciencia para construir mitos de carácter ideológico cuya funcionalidad política se verifica en la producción de “ilusiones necesarias” (Chomsky;1992).
El estereotipo es habitualmente utilizado para la construcción de “enemigos identificados” hacia los cuales desviar las causas de los problemas o la amenaza de hipotéticas hecatombes, de modo de paralizar a las sociedades por el miedo. A través de éste y otros dispositivos, los medios masivos de comunicación cumplen un papel de primer orden en la guerra simbólica que se despliega en nuestras sociedades. Ella no solo asume formas directas y, con frecuencia burdas, sino que de manera sutil resignifica los diferentes fenómenos sociales, configurando prácticas constantes de expropiación de sentido. En tanto estas prácticas siempre apuntan a la reproducción de la hegemonía del poder que las utiliza, no suponen un vacío de sentido como podría pensarse, sino la sustitución, en ciertos casos compulsiva, de unos sentidos por otros.
Algunos discursos que apelan al valor de la cultura para el desarrollo suelen introducir, de manera connotada, la idea de que ciertas condiciones culturales son imprescindibles para la reproducción del actual régimen de acumulación -como en la era industrial lo fuera la escolarización básica- omitiendo la necesidad de una redistribución del poder en sus dimensiones política, económica y cultural, en cuanto requisito ineludible del mismo. En esta vertiente se inscriben las creencias futuristas sobre la sociedad del conocimiento que ubican a las nuevas tecnologías como panacea mágica que vendría a resolver los males del “subdesarrollo”, las que asumen el carácter de utopía de relevo de la del progreso indefinido, de raigambre positivista, habida cuenta de su pérdida de sentido.
Las tecno-utopías adhieren a la idea de que la historia de las diversas sociedades se despliega sobre el eje temporal con un único punto de llegada. Aunque algunas de estas percepciones reconocen los estragos provocados por el paradigma económico neoliberal, los intentos por transformarlo con miras a una mayor justicia distributiva –aún los más débiles- son descalificados con el término de “populismos”, categoría residual en la que se archiva a los diferentes procesos políticos y socioeconómicos que no encajan en el molde de las ideologías hegemónicas, sean de izquierda o de derecha. Esta calificación no procede por análisis verdaderamente científicos de los contextos sociohistóricos en los que los “populismos” concretos se producen y sus causas, ni del signo retrógrado o bien progresista, que ellos pueden asumir de acuerdo a la dinámica de aquellos (Laclau; 2005). Por el contrario, se emplea como cuadrícula clasificatoria de orden ideológico para estigmatizar los “desvíos” con respecto a la norma, de modo de legitimar su imposición.
Cabe acotar que la crisis que atraviesa América Latina no surge precisamente de la aplicación de postulados “populistas”, sino de los antagónicos a ellos. Las políticas económicas neoliberales no procedieron de una maduración de nuestras economías, ni se instrumentaron como etapa transitoria, o como “mal menor, sino que fueron adoptadas por ciertos grupos de poder internos articulados al capitalismo tansnacional y al unilateralismo que acentúa su hegemonía en la región con el derrumbe de los “socialismos reales”, como marco ideológico-doctrinario al que debía “amoldarse” la realidad socio-histórica de la misma.
Tras una apariencia científica de avanzada, las tecno-utopías encubren una ideología política conservadora. La idea de la sociedad hipertecnologizada propuesta como punto culminante de la evolución humana, sirve a enmascarar que es en las decisiones políticas donde deben buscarse las causas y las respuestas para superar los problemas de índole económica y social que las nuevas tecnologías vendrían supuestamente a resolver.
Admitir la coexistencia de la diversidad de culturas supondría aceptar la pluralidad de opciones en materia de paradigmas de desarrollo y, por ende, la autonomía de cada sociedad en las decisiones sobre la asignación de sus recursos. Adjudicar a la tecnología la función de vector de uniformación de identidades y realidades sociohistóricas disímiles supone una voluntad política de “sincronización cultural” (Hamelink; 1985).
Concebida de manera autónoma de la estructura de relaciones de poder de la cual surge, la tecnología es deshistorizada e introducida en un orden mágico. Proliferan en torno a estas concepciones una serie de lugares comunes, los cuales adquieren un carácter mítico dirigido a provocar un curioso fetichismo posmoderno. Las invocaciones a la “cualidad democratizadora de Internet”; a la televisión como el “ágora contemporánea” o a las “virtudes emancipadoras” de las tecnologías digitales, omiten todo interrogante problematizador sobre los procesos de participación y control -de orden político- que dan cuenta de las relaciones de poder que aquellas comportan, así como de las nuevas formas de exclusión que dichas relaciones –y no las tecnologías en abstracto- generan.
La contracara necesaria de las tecno-utopías futuristas engendradas desde la supuesta asepsia de las ciencias duras, son los mitos de fin de época. Entre ellos, el “fin de las fronteras”; el “fin de la historia”, el “fin de las ideologías”, que pasan a integrar la guerra simbólica adquiriendo un potente poder persuasor en tanto se los referencia al pensamiento científico, en este caso de las ciencias sociales.
Como explica Roland Barthes, la función del mito es despojar a la realidad de sus contradicciones y ubicar a lo social-histórico en un supuesto “orden natural” del mundo, armónico y trascendente, introduciendo una autosuficiencia explicativa que no se cuestiona. Se trata de una de las formas que asume la ideología para, sin negar la realidad histórica a la que se refiere, operar una reducción de la misma que la despoje de conflictos. Este carácter autolegitimante del mito es el que le posibilita provocar procesos de identificación y proyección en relación a grupos sociales diversos que, a través de él, pueden reconocerse como miembros de una comunidad de valores, ideas y creencias; de historia y de proyecto. De este modo el mito pasa a integrar las representaciones colectivas, esencialmente prescriptivas, que se internalizan como parte de la experiencia de vida de cada grupo o comunidad en carácter de “verdad” incontrovertible (Barthes; 1959).
La amalgama ideológica cobija así, bajo la fachada de la razón científica, creencias mágicas que, tanto sirven a erigir a la tecnología en un fetiche alienante al cual debe subordinarse la historicidad de los procesos sociales, como a construir una percepción mítica de los mismos, cual si fueran fuerzas de la naturaleza.
Estas construcciones simbólicas proporcionan arraigo al concepto de globalización entendido como ideología prescriptiva, en lugar de categoría de análisis de un fenómeno histórico. En ellas está presente la intencionalidad de construcción de imaginarios tecno-globales transterritoriales que encuentran sus referentes identitarios privilegiados en el consumo de diferentes bienes y servicios relacionados a la expansión de las NTIC. Se trata de una mutación cultural de singular envergadura que hoy experimentan muchas sociedades, particularmente en los sectores juveniles.
La globalización cultural refiere a la transterritorialidad de la circulación de contenidos simbólicos y a la construcción de identidades a este nivel, pero también remite a la pérdida de peso del Estado-nación que se verifica en distintos órdenes.
Entre las nuevas contradicciones que la globalización introduce, y que varios autores destacan, no es una menor que mientras la economía y las comunicaciones adquieren una dimensión planetaria, la escala de las decisiones políticas sigue siendo nacional.
Por otra parte, la dinámica de acumulación de capital de los grandes conglomerados que gobiernan el proceso de globalización -algunos de ellos con participación mayoritaria de estados nacionales- pone en evidencia que mientras importan las ganancias producidas en distintas partes del mundo a los países de sus sedes centrales, exportan los problemas y conflictos derivados de la misma a los niveles locales, los cuales ya no pueden ser resueltos por una política acotada a las fronteras nacionales. Ello da cuenta de dos fenómenos contradictorios entre sí.
La importancia estratégica de la integración de bloques subregionales de naciones, lejos de estar acotada al valor instrumental que se le suele adjudicar de cara a una mejor inserción de los países en la economía global, consiste en que se vincula de manera directa a la viabilidad de las decisiones políticas dirigidas a producir cambios que apunten a un nuevo paradigma de desarrollo en cada una de ellas. Objetivo que se contradice con el debilitamiento de la capacidad del Estado-nación, en cuanto referente de las formaciones identitarias, decisor soberano y mediador excluyente de los conflictos sociales, como lo fuera hasta hace pocos años.
Con todo, el debilitamiento del Estado-nación no autoriza a suponer que las fronteras políticas son una rémora del pasado dado que es producto de un proceso sobredeterminado por un doble movimiento.
De un lado, el avance en la configuración de mercados globales con sistemas de circulación simbólica y de flujos financieros a esta escala, promueve nuevas desigualdades y fragmentaciones en las distintas sociedades junto con matrices culturales de identificación de alcance transterritorial. Esta dinámica produce prácticas y sentidos vivenciados por los ciudadanos como una amenaza, tanto de estar frente a poderes transterritoriales omnímodos y difusos en cuyas decisiones ni la sociedad ni el Estado pueden influir –llámense FMI, Wall Street, u otros- como de arrasamiento de las diferencias constitutivas de las identidades culturales particulares para disolverlas en un todo uniforme. De otra parte se asiste a un reforzamiento defensivo de las micro-identidades locales y grupales, que coexisten de manera dispersa en cada territorio nacional formando “constelaciones de nosotros fragmentados” (Escobar; 2005). El debilitamiento de la dimensión nacional procede desde ambos polos.
Ello da cuenta del fracaso de la promesa de la modernidad que fincaba en el monopolio del poder por el Estado-nación la constitución de una unidad cultural de carácter territorial extenso, a la cual debían someterse los particularismos político-culturales locales para que todos pudieran adquirir la filiación de ciudadanos. Las lealtades locales basadas en los lazos de parentesco, los sentimientos y dialectos, así como en las costumbres y solidaridades tradicionales, que fueran depuestas a cambio de la garantía de la igualdad de todos ante la ley y del amparo y los sentidos de pertenencia que aquél proporcionaba, resultaron gobernadas no por la entidad que aseguraba fines superiores a los intereses particulares de las personas, sino por las fuerzas impersonales y depredadoras del mercado. Cuando se alude a la dimensión global de este proceso no se trata de un mero cambio de escala, sino de un salto cualitativo en el que la esperanza de una cultura compartida, capaz de proporcionar sentidos de pertenencia y amparo, se estrella ante los sentimientos de indefensión, extrañamiento e incertidumbre.
En América Latina, apunta Manuel Antonio Garretón “Estamos, así, frente a un cambio radical de las relaciones entre Estado y sociedad, es decir a una transformación de la matriz de constitución de la sociedad o matriz sociopolítica en América Latina. Esta idea de matriz alude a la relación entre el Estado (unidad de la sociedad), el sistema de representación o estructura política partidaria (agregación de demandas globales y reivindicaciones políticas) y la base socioeconómica y cultural de los actores sociales (participación y diversidad de la sociedad civil)” (Garretón; 2002). Mientras en la matriz tradicional moderna el Estado jugaba un rol referencial, que daba a la política un papel central, tanto en los aspectos instrumentales de satisfacción de necesidades materiales como en su carácter de lugar de síntesis de las subjetividades en un proyecto colectivo que abonaba a la idea de Nación y a las identidades congruentes con ella, los autoritarismos militares la desarticularon pero sin reemplazarla por otra configuración estable y coherente de las relaciones con la sociedad. El intento de los 90 fue su reemplazo por el proyecto neoliberal basado en las fuerzas de un mercado transnacionalizado que, pese a la desarticulación de la capacidad integradora del Estado, aumentó la intervención de éste en términos de su capacidad coercitiva. (Ibidem)
Para Garretón estos cambios implican una desinstitucionalización o desnormativización de la sociedad, en la que ética y moral -agregamos política y cultura- dejan de corresponderse, en tanto se desestructura la trilogía valores, normas y conductas. Ausencia que “no sería la patología del tipo societario postindustrial globalizado, como lo fue en la sociedad industrial nacional, sino que forma parte de la naturaleza misma de este tipo societario” (Ibidem).
El resurgir de los particularismos, antes emulsionados por la simbología del Estado-nación pero resistentes y nunca extinguidos, no significa una disolución de las fronteras en un universalismo abstracto sino el abroquelamiento en comunitarismos fragmentados los cuales pueden dar lugar a procesos políticos regresivos.
Asimismo, la multilocación de los movimientos en reclamo de derechos fundamentales, por la posesión de la tierra, de género, ambientales, culturales, étnicos, religiosos, etc. implica una multiplicación de los marcadores de identidad en cada territorio, en lugar de su extinción. La lógica de la diferencia no omite la de la equivalencia sino que la reclama. Siendo el discurso político el llamado a articular dichas demandas y sintetizarlas en un horizonte de expectativas que pueda ser compartido por la mayor parte de la sociedad, su ausencia, debilidad o impotencia, no puede atribuirse simplistamente al “derrumbe de las fronteras nacionales”, al “fin de la historia” o a la “muerte de las ideologías”, sino a los cambios en las formas de procesamiento y construcción de lo político y de las identidades culturales que orientan la acción colectiva, ambas interrelacionadas.
El carácter transterritorial que asumen hoy muchas demandas de los movimientos sociales tampoco es un fenómeno de “contagio”, sino la otra cara de la globalización. Las respuestas a los conflictos que ella genera o exacerba, funcionan como apelaciones identitarias que atraviesan las fronteras. Aunque estas nuevas identidades transversales sean formuladas desde realidades disímiles, ellas encuentran una lógica de la equivalencia en la idea de un desarrollo sustentable.
Estos fenómenos obligan a redefinir la noción de ciudadanía, así como las fronteras demarcatorias del “adentro” y el “afuera” de los proyectos políticos y las categorías utilizadas para abordar el análisis de los procesos de construcción de las identidades culturales y sus vínculos con el desarrollo. Cuestiones que, en lugar de disminuir la importancia del campo de la cultura, le otorgan mayor relevancia.
La formación de capital social y la emergencia de nuevos actores sociales.
El concepto de capital social procura arrojar luz sobre la relación cultura-desarrrollo. Afirma Bernardo Klisberg que no existe todavía un consenso acabado sobre la definición del campo del capital social, el que se halla en proceso de delimitación. Robert Putnam (1994), uno de los precursores en la materia, considera que el “capital social” está conformado por: “el grado de confianza existente entre los actores de una sociedad, las normas de comportamiento cívico practicadas y el nivel de asociatividad que caracteriza a esa sociedad. Estos elementos evidencian la riqueza y la fortaleza del tejido social interno de una sociedad, en tanto dan cuenta de un bajo nivel de conflictos, limitando el “pleitismo”, actitudes positivas en materia de comportamiento cívico, que van desde el cuidado de los espacios públicos hasta el pago de impuestos, la capacidad de actuar cooperativamente, armar redes, concertaciones y sinergias en su interior.” (Ibidem).
Entre los autores que abordan el concepto, Bauman lo define como “garantía de certidumbre y, por tanto, de autoconfianza y de seguridad, proporcionando el coraje imprescindible para ejercer la libertad y el deseo de experimentar” (1999).
Existe coincidencia en señalar que se trata de una construcción simbólica intersubjetiva, inherente a la sociedad civil, configurada por valores, normas, ideas, actitudes y relaciones que orientan las prácticas individuales y colectivas, las cuales involucran a la calidad de la convivencia social, estrechamente vinculada a las posibilidades -mayores o menores- de desarrollo de los individuos y las comunidades.
La principal observación que podría hacerse a estas teorizaciones es que se basan en una visión idílica de la sociedad civil como si se tratara de una organización relativamente homogénea, sin contradicciones y autónoma con respecto a las esferas política y del mercado. Por el contrario, la sociedad civil es heterogénea, está compuesta por diferentes grupos, clases y sectores con intereses y concepciones divergentes, que experimentan -y representan- de distinta manera los fenómenos sociales y es atravesada por múltiples conflictos. Tampoco puede soslayarse que Estado, sociedad civil y mercado configuran un sistema de relaciones de fuerza y de sentido. Se trata de un sistema dinámico, multidimensional y plurideterminado, en el cual la situación de equilibrio estable es, lógica y empíricamente, imposible. La formación de capital social involucra al sistema en su conjunto y remite a las características de las relaciones entre sus partes, tanto en la dimensión material como en la simbólica.
En el marco de este debate se establece como Índice de Desarrollo de la Sociedad Civil (IDSC) a la estructura organizativa de la misma. Ella está dada por las diferentes organizaciones asociativas del llamado tercer sector, que promueven la cooperación desinteresada entre los ciudadanos para el logro de objetivos de desarrollo colectivo (Informe PNUD-BID, Tenti Fanfani; 1998). Apuntamos que esta es, por ejemplo, la norma de funcionamiento en las sociedades de los pueblos originarios, no obstante, calificadas de “primitivas” o “tradicionales”.
Emilio Tenti Fanfani advierte, “El fortalecimiento de la Sociedad Civil, la participación democrática y el capital social están muy estrechamente vinculados (…) la reserva de capital social podría ser incrementada por varios medios: diálogos entre el gobierno y la sociedad civil que conduzcan al establecimiento de alianzas; aumento de la capacidad gerencial y técnica de las OSC (organizaciones de la sociedad civil); mejoramiento de los marcos jurídicos y normativos de la OSC; inclusión de las OSC en la conceptualización y el diseño de las operaciones y proyectos.” (Ibidem).
Se entiende que el sector de las OSC se sustenta en normas de corresponsabilidad para actuar cooperativamente priorizando el interés colectivo sobre el interés particular, por ello suele ubicárselo como base para la recreación del espacio público, en tanto esfera diferenciada de la política –el Estado- y la económica -el mercado.
Sin embargo las OSC no constituyen un espacio de relaciones autosuficientes y comprenden una amplia gama que va desde las asociaciones vecinales y mutuales, hasta los clubes, entidades o colegios profesionales, cámaras empresariales, gremios, cooperadoras, y fundaciones de empresas, pasando por los movimientos ciudadanos que persiguen distintos objetivos de democratización de las relaciones sociales o plantean demandas puntuales. Se trata de un conglomerado de actores sociales con intereses, prácticas y valores no homologables, cuyas intervenciones públicas admiten una multiplicidad de campos y de fines no necesariamente complementarios.
En un sistema de relaciones sociales que premia el individualismo y la competencia y desalienta, impide o castiga la cooperación y la solidaridad, algunas OSC procuran enmascarar o atenuar esta situación, otras se establecen en los márgenes para formar “islas incontaminadas” y están también las que intentan una acción transformadora que va más allá de las reivindicaciones puntuales que procura su intervención en un campo determinado. Estos distintos actores asumen lógicas diferenciadas.
Si bien es imprescindible generar una zona de intersección y complementaridad entre los actores públicos, los privados y las OSC, mediante procesos de participación, articulación y concertación orientados hacia objetivos de desarrollo de la sociedad, los organismos públicos, y de manera notoria los culturales, no logran formular políticas congruentes al respecto. Las prevalecientes consisten en articulaciones discontinuas para encarar ciertas acciones puntuales desvinculadas entre sí, de escasa o nula incidencia en el desarrollo en cuanto proceso integral. En otras ocasiones algunas OSC que reciben ayuda del Estado actúan como fachada de proyectos orientados por los intereses de ciertos actores privados o de algunas fuerzas corporativas, ya sea de origen nacional o extranjero.
El crecimiento experimentado en los últimos años por las OSC en los países de la región constituye un fenómeno de gran impacto en la medida que ellas están presentes en casi todos los ámbitos del quehacer social, adquiriendo a veces un protagonismo que, por contrapartida, evidencia la desinstitucionalización a la que alude Garretón. Pero este es un fenómeno complejo y ambivalente.
En tanto las instituciones se constituyen mediante una dimensión funcional y una simbólica que es la que las sanciona como tales, estén o no formalmente codificadas, la desisinstitucionalización supone, no sólo la pérdida de la dimensión funcional sino, principalmente, el desgaste o el derrumbe de la dimensión simbólica (Castoriadis; 1999). Es en la medida que han perdido su capacidad instituyente que ya no son reconocidas por la sociedad, por lo que los sectores más dinámicos de aquella pugnan por construir una institucionalidad nueva desde los escombros de la precedente. Propósito que reconoce distintos caminos y multiplicidad de actores sociales, cada uno de los cuales procura generalizar sus propios puntos de vista e intereses. Es este el caso de las OSC que, más allá de los aportes que efectúan al mejoramiento de las condiciones de vida de vastos sectores sociales, no alcanzan a formular articulaciones a nivel político que supongan un cambio de paradigma de desarrollo.
En esta situación, las intervenciones parciales y atomizadas en los sectores sociales vulnerables tienden a reproducir la fragmentación social. Dichas intervenciones por parte de numerosos agentes guiados por objetivos de “contención” del conflicto –OSC de diversa índole, así como organismos públicos cuyas acciones se presentan desvinculadas entre sí- intentan dar respuestas a problemas puntuales de diferentes segmentos de la población; mujeres, jóvenes, analfabetos, desocupados, tercera edad, etc, conforme a sus propias lógicas, perspectivas e intereses. Se produce así una feudalización de la asistencia social que genera grupos diferenciados de “beneficiarios” en el seno de una misma comunidad, obstaculizando la organización del conjunto de ella para el logro de objetivos de cambio comunes.
Cuando estas intervenciones no logran impulsar la organización autónoma de las comunidades, de modo que ellas puedan asumir el rol de protagonistas del desarrollo y prevalece el asistencialismo –por definición paternalista- o los intereses de quienes las llevan a cabo, aquellas -y los individuos que las conforman- son inhabilitadas en su calidad de sujetos. Los “asistidos” son transformados en objeto para la asistencia y, por más buenas intenciones que ésta tenga, se instala una lógica que acentúa la diferenciación de las demandas, en lugar de una articulación de las mismas que podría dar paso a políticas holísticas y superadoras de las causas de la crisis.
El crecimiento de las OSC que se verifica en el período que va mediados de los 70 a fines de los 90 constituye, entonces, no sólo un fenómeno derivado de la desistitucionalización, sino la emergencia de una institucionalidad fragmentaria sustituta que cumple un papel reparador -por cierto parcial y limitado- de las traumáticas pérdidas experimentadas por las sociedades. Ella procura compensar, tanto la defección del Estado de sus responsabilidades sociales como el vacío dejado por las organizaciones populares que antes recreaban las solidaridades colectivas y fueran desestructuradas por el terrorismo de Estado.
La dimensión cultural de esta gran crisis es tan evidente en el discurso neoliberal, como en la emergencia de los múltiples rostros de la exclusión social -y la situación de indigencia simbólica que ella implica- y en las identidades e imaginarios en gestación que los nuevos movimientos sociales van construyendo a través de su accionar.
La mentalidad economicista ha adoptado la premisa de los “efectos no deseados del desarrollo” a cuyo remedio deberían acudir las políticas educativas, culturales, y sociales en general, cual ambulancias de emergencia ante una catástrofe natural. Dichos “efectos”, además de su impacto material, son productores de sentidos sociales devastadores en tanto socavan la autoestima, la confianza y la posibilidad de reconocimiento mutuo de los sujetos y comunidades, elementos indispensables para la formación de capital social.
Cabe recordar que en la década de los 90s, cuando los pobres se multiplicaban por doquier, los representantes del proyecto neoliberal adjudicaban las causas a la existencia de “poblaciones redundantes” o de “provincias inviables”. La exclusión fue justificada por el darwinismo social de estos discursos como algo irremediable y, en sus versiones más piadosas, como sacrificio transitorio para arribar a la utopía del “ingreso al primer mundo”, teoría del derrame mediante.
La significación del discurso que apuntaba a legitimar aquél proceso se fue agotando en la medida que la distancia entre lo que el mismo designaba como realidad y la experiencia de lo real de la sociedad creció hasta transformarse en un abismo, momento en el cual las demandas insatisfechas y simbólicamente invisibilizadas emergieron con la fuerza arrasadora de un torrente.
Aunque el punto de inflexión puede ubicarse en las implosiones a las que los distintos países de la región vienen asistiendo –en Argentina la de diciembre de 2001- los signos de la crisis fueron acumulándose a lo largo del tiempo, sin ser tomados en cuenta por dirigencias políticas más acostumbradas a los pactos con los grupos de poder que a dar respuesta a las demandas de sus representados. Esto explica que quedaran perplejas y paralizadas ante el hecho consumado del estallido social que, mientras se incubaba, fue produciendo nuevas dirigencias, las cuales resultaban confiables en tanto fueran percibidas como exógenas a la política.
Algunos de estos liderazgos sociales devinieron actores políticos que concluyeron asumiendo un papel dirigencial, otros se mantuvieron apegados a las OSC de origen. En todos los casos el reconocimiento social que obtuvieron se asentó en factores éticos y morales antes que en su supuesta competencia política. Un ejemplo del primer caso es el de Evo Morales en Bolivia y del segundo, los movimientos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo cuya credibilidad proviene de haber asumido la conciencia moral de una sociedad anómica. En ambos se verifica una fuerte presencia de la dimensión cultural asociada a la política en los sentidos que sus discursos fueron construyendo en las respectivas sociedades y los imaginarios de cambio que a partir de ellos recrearon. Este proceso abrió paso a la construcción de identidades de carácter instituyente cuyas importantes consecuencias políticas se manifiestan en diversos órdenes de la vida social.
Ejemplos similares pueden encontrarse en diferentes movimientos sociales; de empresas quebradas y luego gestionadas por sus trabajadores, de cooperativas y emprendimientos surgidos de la organización de los sectores desocupados, en las luchas reivindicativas de los pueblos originarios y campesinos sin tierras y otros. Ellos constituyen instancias de formación de capital social por su capacidad restauradora de un tejido social y cultural severamente dañado, mediante prácticas y marcos de referencia orientados por valores opuestos a la lógica del mercado e insertos en la lógica cultural de la polis.
Los movimientos que lograron rebalsar el campo microsectorial de sus demandas e involucraron a vastos conglomerados sociales, fueron los que adquirieron una dimensión genuinamente política. Ellos contribuyeron poderosamente a suturar la distancia entre ética y moral, política y cultura, y a despertar en la sociedad los imaginarios deseantes de justicia adormecidos o debilitados.
Desocupados, “piqueteros”, indígenas marginados, ahorristas estafados, jubilados, trabajadores precarizados, ambientalistas, invaden por oleadas las calles de las ciudades. Estos discursos y movimientos se presentan dislocados de un eje político totalizador que pueda articularlos. Ellos comprenden una variada gama que va de sectores de las clases medias, hasta los desocupados estructurales que conforman el mapa de la indigencia, pasando por los ocupados “precarizados” y trabajadores en negro cuyos salarios no alcanzan a cubrir la canasta básica de alimentos. Las mismas características que no permiten inscribirlos en la categoría de clase social en el sentido clásico del término, son las que los tornan reacios a una representación política unificadora.
Hecho que si, por un lado da cuenta de la fragmentación de la sociedad y la desinstitucionalización de la democracia representativa, por el otro, construye instancias de reconocimiento en torno a las cuales se recrean las micro-identidades escamoteadas de la escena pública y los sentidos de confianza, autoestima y pertenencia que permiten a sus actores la asunción del rol de sujetos.
En estos movimientos sociales residen insospechados viveros de la diversidad cultural. Término que también se presta a confusiones, en la medida que se lo acote a las características de los productos simbólicos o discursos que circulan en la sociedad, las que en ningún caso pueden desvincularse de sus modos de producción y circulación. La diversidad en materia de contenidos simbólicos implica un mayor pluralismo en cuanto a la participación de los actores que los producen y una mayor visibilidad y presencia de los sentidos por ellos construidos.
Las prácticas de apropiación del espacio público de los nuevos actores sociales, en procura de reafirmar el derecho a la visibilidad y la presencia de sus identidades negadas, construyen un discurso cuyas equivalencias residen en la necesidad de reconocimiento de la dignidad de ciudadanos que fuera expropiada a las mayorías populares de nuestras sociedades. Aunque a veces esas prácticas revistan características extremas, ello sucede porque no encuentran vías institucionales para canalizar sus reivindicaciones sino de manera esporádica y mediante la exacerbación del conflicto. Este accionar no solo representa –en la acepción clásica del término: restituir presencia- determinados sentidos sino que construye identidades y discursos que dan cuenta de nuevas utopías, resistenciales u opuestas a las producidas desde las usinas del poder globalizador hegemónico. Es decir, van más allá de la lucha por las reivindicaciones puntuales que les dan sustento y participan activamente en la batalla simbólica que tiene lugar en nuestras sociedades.
En tanto la multiplicación de estos movimientos sociales y de las OSC, además de demandas materiales insatisfechas, expresa la de un conjunto de espacios de producción de sentidos y micro identidades que exceden la capacidad de las instituciones políticas actuales para formular respuestas desde un marco ideológico integrador, produce “significantes flotantes” (Laclau; op. Cit.).
La amplia disponibilidad significativa que tales procesos entrañan en el marco de una sociedad anómica, abre paso a fuerzas políticas que pueden ser regresivas o bien transformadoras, según la capacidad de unas u otras para formular las respuestas y construir los sentidos que aglutinen y movilicen a los imaginarios en tránsito.
Estos problemas impulsan a imaginar alternativas de desarrollo que a, la vez de poner el acento en la dimensión local y en la dinamización de la cultura de cada comunidad, se articulen con políticas que trasciendan el espacio nacional.
Como bien apunta Gilbert Rist, “No basta con constatar la importancia del capital social como prerrequisito para facilitar el ´desarrollo´; hay que preguntarse sobre todo cuáles son los medios de conservarlo y acrecentarlo. Ahora bien, el aumento de las desigualdades económicas y sociales -derivadas de la hegemonía de las prácticas impuestas por la ´ciencia´ económica neoliberal- va de la mano de la erosión de las identidades culturales, de la confianza y del capital social, al que supuestamente se le presta tanta atención. Al fin de cuentas, lo que está en juego es el fundamento teórico del modelo económico dominante. La cultura, la confianza, el capital social, no son medios con miras al ´desarrollo´ sino fines que serán alcanzados sólo a condición de modificar radicalmente el modelo de ´desarrollo´ basado en la lógica del mercado” (Rist; op. Cit.).
Las instituciones culturales públicas enfrentan en el presente el mayor desafío que plantea la relación cultura-desarrollo, si es que pretenden rebalsar el marco de las concepciones iluministas que constriñen sus intervenciones a las bellas artes y el patrimonio. Ellas tendrán que definir dos cuestiones esenciales: cuál será su intervención en la producción de sentidos, en el marco de la guerra simbólica que atraviesa a la sociedad desde el corpus cultural engendrado por las ideas neoliberales y cómo integrar a los nuevos actores sociales y sus demandas, identidades e imaginarios a las políticas que el Estado formule con miras a regenerar los espacios institucionales de formación de capital social.
Si la hegemonía de aquél paradigma político-económico fue posible al producirse las condiciones simbólicas que lo invistieron de legitimidad aún antes de que se “materializara”, la deslegitimación del mismo por la evidencia empírica es insuficiente para la construcción de otro superador. Este objetivo reclama una acción cultural dirigida a producir sentidos sociales integradores y prácticas que promuevan el pensamiento crítico, el desarrollo de la creatividad y, en suma, la “imaginación radical” (Castoriadis; op.cit.) en cuanto condiciones simbólicas del cambio de paradigma de desarrollo. Hecho que señala la necesidad de asumir la ardua tarea de restituir los vínculos quebrados entre cultura y política.
Es preciso destacar que se trata de una batalla simbólica decisoria por sus indudables consecuencias políticas. En ella se dirimirán los sentidos sociales que habrán de orientar las prácticas de los ciudadanos durante los próximos años –o quizá decenios- en una dirección transformadora, o bien reproductora.


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• Laclau, Ernesto (2005); “La razón populista”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
• Reboul, Olivier (1986); “Lenguaje e ideología”, Fondo de Cultura Económica, México.
• Rist, Gilbert (2000); La cultura y el capital social : ¿cómplices o víctimas del ´desarrollo´?, en Klisberg, Bernardo y Tomassini, Luciano, Obra citada.
• Tenti Fanfani, Emilio (Coord) AA.VV; (1998) Introducción a “El Capital Social. Hacia la construcción del índice de desarrollo de la sociedad Argentina”, PNUD-BID, Buenos Aires.
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