Por Susana Velleggia.
¿A quien le importa nuestra cultura? Esta pregunta no se la harían los chinos, los franceses, los alemanes ni los estadounidenses con respecto a sus países ni, mucho menos, en relación al nuestro. Es pertinente plantearla en la Argentina, con dirigencias desde antaño mas preocupadas en contar cabezas de ganado o toneladas de granos exportables e importar “novedades”, -sean tecnologías, manufacturas industriales, o doctrinas económicas y bienes culturales- que en el desarrollo endógeno. También es pertinente frente al discurso que manipula el drama real de los pobres y hambrientos para descalificar a la cultura que, lejos de una extravagancia, constituye un tópico recurrente de cierta ideología política, más allá del léxico con que se lo exprese. La misma pregunta cobra mayor vigencia cuando se utiliza la fe religiosa con la intención de extirpar al arte argentino su potencial crítico y disruptor, como el oscurantismo inquisitorial lo hacía con las “idolatrías”; o sea, las expresiones de las culturas precolombinas. Aunque ninguna ley prescribe penas para los asesinos simbólicos, ni se cumplen las existentes para los saqueadores de las muy materiales riquezas del país, conviene clarificar el hilo conductor entre los dos tipos de delito.
Las nociones de cultura referidas a la de “elevación del espíritu por el arte”, propia del Iluminismo y la modernidad, o bien a espectáculo, típica de la posmodernidad, son creencias complementarias cuya continuidad en la gestión cultural pública argentina supera los cambios políticos. La primera, surgida con el afán de trascendencia de las burguesías europeas que convirtieron a la cultura en una eficaz arma de la lucha política contra el poder absoluto, pertenece a un horizonte histórico que no admite extrapolaciones. La que apuesta al espectáculo, utilizada para el ascenso político de algunos funcionarios que suponen que la popularidad, o el prestigio de los artistas, puede trasladarse por ósmosis a sus personas, es de raigambre mas silvestre y una rama del show-bussines.
Refinados atributos
Cuando se habla del tema, la referencia implícita es la función de diferenciación social que la cultura erudita enmascara (Bourdieu; 1988) o bien, la de publicidad representativa (Habermas; 1981) para la construcción de una opinión pública favorable al poder, mediante la exhibición de ciertos atributos con los que se lo pretende simbolizar.
Así se circunscribe el término cultura a la producción artística e intelectual y el patrimonio, con énfasis en los bienes tangibles monumentales que representan –restituyen presencia- a los poderes hegemónicos del pasado. Es este un campo de elevada sistematización y congruencia dadas, precisamente, por la continuidad histórica de dichas hegemonías. El legado de las culturas populares, que da cuenta de las luchas y la memoria de los sectores que lo construyeron, no es incluido en este campo. En primer lugar porque los materiales con los que están hechas sus obras tangibles son perecederos y, en segundo, porque su mayor riqueza se encuentra dispersa en los bienes intangibles; mitos, leyendas, fiestas, tradición oral, refranes, coplas, canciones; todo aquello que por su escasa sistematización, conforme al modelo iluminista, es confinado al “folklore”. No obstante, del patrimonio intangible de las culturas populares se han nutrido a lo largo de la historia, tanto la cultura erudita como, de manera más notoria, la llamada cultura de masas. Véanse sino los vasos comunicantes entre el gótico de raíz plebeya y el romanticismo; el relato maravilloso y el melodrama; el mito, la epopeya y la tragedia, entre otros ejemplos. Entre ambos universos se expande la cultura de mayor incidencia en la vida de la sociedad que, desde aquél enfoque, es relegada por entero a la lógica del mercado. Se trata de la massmediática y, en primer lugar de la televisiva, el campo cultural que cotidianamente construye los sentidos, las identidades y los imaginarios colectivos, en particular de los niños, adolescentes y jóvenes. La gestión cultural pública da por sentado que este territorio, el de las industrias culturales y los medios de comunicación social, salvo en el caso del cine, es competencia exclusiva del sector privado, o sea, del mercado. A partir de que M. Horkheimer y T. Adorno, integrantes de la Escuela de Franckfurt, acuñaran el término industria cultural para referirse a la producción en serie y el consumo masivo de bienes culturales mediados por tecnologías de reproducción/difusión, en los albores del nazismo, en el marco del debate de la época entre cultura erudita y cultura de masas, las IC serán inscritas en los suburbios de la cultura, en tanto producto de la mercantilización capitalista y de la necesidad ideológica de su reproducción (Horkheimer y Adorno; 1971).
El reduccionismo conceptual engendra una gestión que oscila entre las funciones de administración edilicia, “hacer que los museos y teatros funcionen”; las conservacionistas “preservar el patrimonio” (acotado a los bienes materiales monumentales); el mecenazgo público de las artes y los artistas según el arbitrio del funcionario de turno, tal como si fuera un príncipe renacentista -aunque en este caso misérrimo- y las juglarescas de cara al pueblo, al que se supone que hay que “llevarle la cultura” ya que carecería de ella así como de la facultad de producirla. Esta función asume la forma del espectáculo popular desde que la ambición positivista de “educar al soberano” fuera sustituida por la más módica de divertirlo.
La institucionalidad cultural pública argentina fue modelada en el primer tercio del siglo XX para servir al primero de los paradigmas arriba enunciados. Los parches y remiendos que periódicamente se le aplican resultan impotentes para disimular su obsolescencia. La dinámica inercial de esta historia convierte al máximo organismo del área en una suerte de maquinaria autoreferencial dedicada a bloquear la productividad social que debiera ser su signo distintivo. A este paradigma de acción cultural pública se le denominó, en los 60s, “democratización de la cultura” oponiéndolo al de “democracia cultural”, que propugna que todos los ciudadanos puedan ser productores de bienes artísticos.
Contame tu condena / decime tu fracaso
Con la sola excepción del conservadurismo atávico, a nadie se le ocurría hoy poner en duda que la cultura la producen los pueblos, ni concebir al desarrollo como proceso exclusivamente económico o material, desapegado de la dimensión simbólica.
Ahora algunos representantes de la ciencia económica, al interrogarse sobre los reiterados fracasos de los planes económicos implementados en América Latina en los últimos decenios, vienen a “descubrir” la verdad elemental de que el desarrollo económico conlleva una dimensión simbólica o cultural. Este reconocimiento tardío aún permanece en el plano del debate teórico, distante de las políticas económicas concretas.
Sin embargo, en una obra clásica de la sociología de comienzos del siglo XX, Max Weber ya lo había anticipado (Weber; 1969). Aunque el autor alemán basó su estudio en las ideas religiosas y su relación con la organización del Estado y de la economía -en este caso entre el protestantismo y el capitalismo- planteó allí la médula del asunto. El hallazgo puede esquematizarse en: cómo el ethos predominante en una sociedad, lejos de ser un subproducto de los modos de producción imperantes en ella incide, de manera a veces decisoria, en la modelación de los mismos. El concepto ethos -traducido como ética y estrechamente ligado al de estética por el pensamiento griego clásico- que refiere a los valores morales, ideas, imaginarios y códigos que orientan las prácticas humanas y las relaciones sociales, alude a una concepción integral de la cultura de plena vigencia. Dos categorías surgidas de las últimas reflexiones sobre el desarrollo lo corroboran. Una es la que designa a la cultura como forma de convivencia, remitiendo, entre otras cuestiones, a una cultura de las relaciones sociales asociada a la noción de ciudadanía y a la revalorización del espacio público (Arizpe; 1999). La otra es la de capital social, entendido como las actitudes, prácticas y disposiciones de los individuos y grupos –entre ellas, la confianza, el grado de asociatividad, las capacidades de colaborar entre sí y de innovar- que constituyen factores culturales determinantes del desarrollo de las comunidades (Klisberg y Tomassini; 2000).
La primera conclusión que surge de esta síntesis es que estamos ante un campo de gran complejidad que, si bien contiene a las artes, la literatura, el pensamiento, la ciencia, el patrimonio, el espectáculo y las industrias culturales –es decir, a los procesos, productos y actores involucrados en ellas- va mucho más allá, en extensión y profundidad. Pese a su centralidad, el ethos social, en cuanto dimensión simbólica constitutiva de las instituciones y de las prácticas sociales que las reproducen, o bien las transforman, ha merecido hasta el momento nula atención por parte de la acción cultural pública. Otro tanto podría afirmarse con respecto a la formación de capital social, tarea que se adjudica de manera exclusiva al sistema educativo formal, desde la deformación educacionista imperante con respecto a la educación, simétrica de la economicista.
La segunda conclusión es que las políticas culturales ya no son susceptibles de enfocarse según opciones excluyentes; “democratización de la cultura” versus “democracia cultural”; “cultura artística” versus “cultura de las relaciones sociales”, etcétera. Cada vez mas, ellas han de ser inclusivas y articuladoras de la diversidad, no tanto de los objetos o productos, en una heteróclita mezcla como la descrita por el tango Cambalache, sino de los sujetos y procesos productivos y, sobre todo, de los modos de circulación-apropiación de los mismos, inmersos en una dinámica que transforma de manera constante las relaciones sociales, como bien señalara Benjamin.
La construcción de sentido como rasgo inherente a la condición humana, está sometida en la actualidad a la dinámica de circulación de los bienes culturales -crecientemente mediada por la tecnología- y a la vez articulada a las distintas esferas de la vida social. La omnipresencia de lo simbólico en ésta se acrecienta al ritmo de la convergencia tecnológica, empresarial y de mercados que signa al proceso de globalización. Esto remite a la diferencia entre actividad cultural y desarrollo cultural. Mientras la primera es espontánea y permite diferenciar a los humanos de los mamíferos inferiores, el segundo es producto de procesos racionales y sostenidos en el tiempo que, a la par de atender a las características y necesidades particulares de cada espacio, reclama estrategias encaminadas a dinamizar sus potencialidades creativas y transformadoras.
Políticas (culturales) contra la exclusión
Es sabido que la creatividad no es privativa del arte y los artistas, sino que constituye un recurso social aplicable a la resolución de infinidad de problemas. Acrecentarla y orientarla hacia la respuesta a las acuciantes necesidades planteadas por la exclusión social constituye una prioridad insoslayable de las políticas culturales en la Argentina.
La creatividad y la identidad cultural también se han constituido en los recursos por excelencia de la dinámica de acumulación de capital. La enorme productividad económica de las llamadas “industrias del copyright”, las manufacturas industriales con el sello de la marca que aporta una identidad diferenciada, el turismo y muchas otras ramas de la producción y los servicios así lo prueban (Zallo; 1992).
Circunscribir la superación de la pobreza y la inequidad social a una cuestión material, da cuenta de los estragos causados por el pensamiento único. Si bien las políticas económicas que apunten a una distribución equitativa de la riqueza material constituyen una condición necesaria, son insuficientes para lograr la inclusión social de los desposeídos. Es esta una tarea de re-ciudadanización tan vasta como fuera a fines del siglo XIX la integración social de los inmigrantes y en la primera mitad del siglo XX la incorporación de los sectores populares a la vida política del país. Sin una distribución equitativa de los bienes simbólicos que impulse, avale, acompañe y profundice los alcances de las políticas económicas redistributivas, será imposible lograr aquél objetivo.
Un desafío de tal envergadura demanda estrategias de “discriminación positiva” en el campo cultural. Son los pobres e indigentes -y, de manera prioritaria, los niños y jóvenes- los que necesitan mas que cualquier otro sector social, planes culturales destinados a restituirles todo aquello que la hegemonía del mercado les expropió; identidad, autoestima, conciencia de sus derechos, capacidad organizativa, de comunicar, expresarse y crear; de soñar y proyectar, así como de actuar para construir un presente y un futuro mejores, en un entorno violento y plagado de amenazas que empujan a la autodestrucción. Fortalecer su resiliencia –otro término reciente que alude a la potencialidad humana de sobreponerse a las situaciones traumáticas, debilitada por las grandes crisis- no es lo mismo que limitarse a llenar panzas vacías. Entre ambas concepciones media un abismo; una entiende a los pobres como seres humanos integrales y ciudadanos plenos, la otra en calidad de meros entes biológicos o mamíferos inferiores.
Efemérides suntuarias
La misión específica de las políticas y la gestión cultural públicas es impulsar el desarrollo cultural de la sociedad, algo bien distinto de una sumatoria de actividades culturales. Este es el malentendido que las aprisiona y les imposibilita estructurar procesos coherentes y acumulativos. La deformación culturalista conduce, a lo sumo, al logro de un efímero impacto mediático, pero deslegitima a la gestión cultural pública mas allá de quienes la ejerzan. La consecuencia inmediata de esta lógica es la percepción del campo de la cultura como coto cerrado y distante y, por ende, lujo suntuario. Reconstruir su legitimidad significa que ella ha de ser experimentada por la sociedad como una de sus aspiraciones más genuinas y el capital simbólico vinculado a la capacidad de dar respuesta a sus necesidades.
Si la cultura es, en primer lugar, construcción de sentido y el desarrollo cultural implica la presencia de sentidos que dignifican la condición humana, mejoran la convivencia social, proporcionan marcos identitarios para el reconocimiento colectivo, aportan a la producción de sujetos autónomos, críticos y creativos y de ciudadanos responsables, así como de prácticas que enriquecen la trama de la sociedad e incrementan el capital social, la institucionalidad cultural en su calidad de servicio público, es la llamada a impulsar el ethos social compatible con estos objetivos. El ejercicio del derecho a la cultura y a la identidad de los pueblos, consagrado internacionalmente como uno de los derechos humanos fundamentales no es una función que pueda delegarse en el mercado.
Por tanto, el fin último de la gestión cultural no es conservar el patrimonio, fomentar la creación artística, aumentar la producción de las industrias culturales, programar las salas de exposiciones, etc. etc. sino que éstas actividades constituyen apenas algunos instrumentos con los que ella cuenta para llevar a cabo su misión. Importa considerar para qué se los utiliza, qué sentidos ellos construyen y cómo se los articula a la vida cotidiana de la sociedad.
Economicistas go home
Si hoy tratamos de encontrar qué nos identifica como país y nos compromete como partícipes de un pasado y un futuro común, no lo hallaremos en los planes económicos que nos llevaron a la ruina, en los economistas que los aplicaron, ni en las instituciones políticas y jurídicas de un Estado meticulosamente derruido. Al hacer el inventario del capital con el que contamos para el complejo y duro camino de reconstrucción que hemos emprendido, la porción mayor reside en esa cultura que fuera una poderosa herramienta de inclusión social y el signo distintivo de nuestra voluntad de constituirnos en Nación.
Pese a los intensivos procesos de expropiación simbólica -y a las paradójicas acusaciones de “setentistas” de quienes pretenden hacernos regresar al medioevo!- los retazos más vitales de aquella cultura que resistió la arrogante ignorancia de los tecnócratas, la represión de las dictaduras y la destrucción de los fundamentalistas del mercado, aún alimentan un imaginario de justicia social, valorización del espacio público y voluntad de construcción de un proyecto colectivo, motivándonos a volver a creer que el cambio es posible. En lugar de buscar la hilacha que demuestre la “inviabilidad” del ethos que ella representa, cabría interrogarnos ¿tanto habremos retrocedido que a estas pocas certidumbres lo único que se le contrapone es el pedestre discurso blumberista sobre la seguridad, la aceptación del posibilismo y el oportunismo como formas naturales de la política, la resignación ante las mas atroces injusticias, “teoría” del derrame mediante?
No se conoce ningún “país serio” del mundo que no haya hecho de su desarrollo cultural una política de Estado prioritaria. Máxime en la actualidad, cuando la principal batalla por la autonomía de las naciones tiene lugar en el campo del poder simbólico. La misma se desenvuelve en el terreno del conocimiento científico, la comunicación, las informaciones y la totalidad de la cultura de las sociedades; desde la producción artística y de las industrias culturales y medios masivos de comunicación, hasta los valores e imaginarios, las identidades y prácticas que son fuente de construcción de ciudadanía mucho antes que la política, y de generación de recursos económicos en mayor escala que la producción de bienes primarios.
Mientras que una mayor riqueza cultural implica la existencia de prácticas humanas mas ricas, el empobrecimiento cultural significa un empobrecimiento de las mismas. Éste se visualiza en el descenso de la calidad de la convivencia, el deterioro de las instituciones que la regulan y en la inermidad frente la pobreza y la expropiación material, siempre antecedida y acompañada de la simbólica.
¿Por qué habría de importarles nuestra cultura a quienes les resulta indiferente que, como sociedad, nos empobrezcamos cada vez mas?.
Autores citados:
• Arizpe, Lourdes (1999); “El objetivo de la convivencia”, en AA .VV. “Informe Mundial sobre la Cultura”, UNESCO-CINDOC, Madrid, España.
• Benjamin, Walter (1981); “El arte en la era de su reproductibilidad técnica”, en Curran, James ; Gurevitch, Michael y Woollacot, Jane ; “Sociedad y Comunicación de Masas”, Fondo de Cultura Económica, México.
• Bourdieu, Pierre (1988); “La distinción. Criterio y bases sociales del gusto”, Altea, Taurus, Alfaguara, Madrid.
• Habermas, Jürgen (1981) “Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública”, Gustavo Gili, Barcelona.
• Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W.; (1971) “Dialéctica del Iluminismo”, Sur, Buenos Aires.
• Klisberg, Bernardo y Tomassini, Luciano (2000), Comp, VV :AA. “Capital social y cultura : claves estratégicas para el desarrollo”, BID, Fundación Felipe Herrera, Univ. De Maryland, FCE, Buenos Aires.
• Weber, Max (1969); “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, Península, Barcelona.
• Zallo, Ramón (1992); “El mercado de la cultura. Estructura económica y política de la comunicación”, Donostia (Gipuzkoa).
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