jueves, 18 de diciembre de 2008

LAS INDUSTRIAS CULTURALES, ALGUNAS PRECISIONES TEÓRICAS DE CONSECUENCIAS PRÁCTICAS


Desde que perdiera vigencia el concepto iluminista de cultura, que la restringía a  “elevación del espíritu por el arte”,  y se aceptara la concepción antropológica -en el sentido de que la cultura de una sociedad, además del campo de producción artística y las representaciones simbólicas, comprende a las prácticas, relaciones y valores que dan cuenta de sus particulares formas de hacer, sentir y pensar con respecto al mundo físico y social- las políticas culturales y la gestión del sector respectivo de la administración pública se han complejizado notoriamente.
En algunos casos, ello ha derivado en enormes confusiones. Si, en efecto, para las funciones de las políticas culturales, la cultura comprende todo –desde las diversas instituciones sociales, hasta, el arte, la economía, el deporte, la salud, la gastronomía, etc.- se plantearía una absurda disyuntiva. O las políticas y la gestión públicas del sector requieren un supra-Estado cultural que comprenda todas las áreas atravesadas por la cultura, o bien “el todo es cultura” se disuelve en la nada. Peor aún, si los bienes culturales pasan a ser entendidos como una manufactura entre otras, no será posible formular políticas congruentes de desarrollo cultural, y cabría que de ellos se ocuparan sólo la iniciativa privada y el “libre mercado”, como pretenden los neoliberales decimonónicos que proliferan en la Argentina.           
El acceso a la cultura fue consagrado –por la Declaración de los Derechos Humanos de1948-  como uno de los derechos humanos básicos a nivel individual, pero recién en los ´60 se consagra a nivel colectivo. Se sancionan  entonces dos principios clave para orientar la acción cultural de los estados: el derecho de los pueblos a preservar su  propia identidad cultural y, de manera indisociable, la necesidad de hacer otro tanto con la diversidad cultural dentro de cada sociedad y a nivel mundial. Estos principios universales de carácter moral, aluden a la eliminación de toda forma de colonialismo, dominación o hegemonía de unas culturas y unas naciones sobre otras.  Es que la concepción iluminista había servido de justificación doctrinaria a los procesos de colonización europea del Tercer Mundo, en tanto sus ejecutores argumentaban que se trataba de llevar las luces de la “civilización” a los pueblos “bárbaros”, o “atrasados”. A ella obedece la disparatada idea, tan cara al positivismo, de concebir el desarrollo histórico como proceso lineal con un único punto de llegada y desplegado en el tiempo, en lugar de proceso multilineal que se desenvuelve en espacios socioculturales diferentes, siendo por ende, susceptible de adoptar lógicas diversas.
Esta suscinta introducción permite visualizar la tradición teórica en la que se inscriben las industrias culturales (IC), cuando emergen como nuevo campo artístico -y mercantil-, a fines del siglo XIX, con el cinematógrafo. Cabe apuntar que, hasta mucho después de entonces, la obra artística era concebida como la expresión original del genio del artista,  producida conforme a técnicas artesanales. Investida de un aura sacralizadora ella imponía un goce estético basado en la contemplación distanciada, en su carácter de manifestación única e irrepetible del espíritu. De manera correlativa, el “consumo”, consistía en el coleccionismo de los poderosos y los dispositivos de consagración artística recaían en las academias de cuño aristocrático y burgués. La función cultural del Estado, era velar por el patrimonio y administrar museos, teatros oficiales y bibliotecas. Primero la litografía, luego la fotografía y más tarde el cine, vienen a trastocar esta percepción del arte al revolucionar los modos de producción, circulación y consumo de los bienes culturales.
Es sabido que el término, industria cultural, es acuñado por Horkheimer y Adorno, integrantes de la Escuela de Frankfurt,  en su obra “Diálectica del Iluminismo”, publicada en Estados Unidos y Holanda en 1944 y en Frankfurt en1947. Además de la crítica a “la razón del Iluminismo” -cuyo inicial carácter positivo habría degenerado en negativo al servir a justificar teóricamente al poder- los autores utilizan el término industria cultural para referirse a la producción en serie y el consumo masivo de bienes culturales, mediados por tecnologías de reproducción/difusión, en el marco del debate de la época entre cultura erudita y cultura de masas. Según los autores, la IC tendría como rasgo distintivo una suerte de compulsión a la repetición que vacía el sentido de lo nuevo, bloqueando la capacidad crítica y la de imaginar. Esta degradación cultural, que los autores asocian a la emergencia del totalitarismo –cuyo marco histórico era el ascenso del Hitler en Alemania- deviene del germen de  autodestrucción presente en el Iluminismo, el cual al jerarquizar ciertos rasgos humanos -la racionalidad- y subvalorar otros aspectos, sirvió tanto a legitimar la libertad como la opresión.  Formulan así la célebre -y aún vigente- frase: “La prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura política”. De este modo, las IC serán inscritas en los suburbios de la cultura, en tanto producto  de la mercantilización capitalista y de la necesidad ideológica de su reproducción.
Entre quienes refutan esta concepción figura Walter Benjamin, también integrante de la Escuela de Frankfurt, que, en un memorable ensayo –el cual se anticipa casi un siglo a las elaboraciones actuales- subraya, entre otros conceptos fundamentales, que las verdaderas revoluciones culturales son las que tienen lugar, no en los contenidos de los productos artísticos, sino en los modos de transmisión y circulación de la cultura. Son éstos los que producen un nuevo sensorium social. Es decir; nuevas formas de percepción del arte y del mundo; nuevas formas de relación obra-público y arte-sociedad.[1]
Desde los estudios recientes de la economía politica de la cultura y la comunicación, el especialista español Ramón Zallo define a las industrias culturales como, “un conjunto de ramas, segmentos y actividades auxiliares industriales productoras y distribuidoras de mercancías con contenidos simbólicos, concebidas por un trabajo creativo, organizadas por un capital que se valoriza y destinadas finalmente a los medios de consumo, con una función de reproducción ideológica y social”.[2]
Equivocadamente se suele atribuir el carácter de industria cultural a cualquier tipo de producción cultural que pueda constituirse en mercancía. Esto no es una novedad; desde que se operara el desplazamiento del mecenas por el mercado en el siglo XVIII todos los productos artísticos son -o pueden ser-  mercancías, aunque ellos no respondan a los patrones que caracterizan a las IC. Éstos son la naturaleza específica de sus productos, sus  modos de producción, circulación y apropiación y los agentes e instituciones organizadoras intervinientes en ellas. Estas variables posibilitan acotar el campo de las IC, diferenciándolo de otros, cuestión no menor ya que a veces se pretende englobar en  esta categoría de IC, bienes y servicios tan disímiles como la moda, las artesanías, el turismo, el deporte, los artículos deportivos, los casinos y juegos de azar, el teatro, etcétera.

En términos técnicos, el concepto “industrias culturales” acota el campo a los bienes artísticos, cuyo naturaleza se basa en la producción de contenidos simbólicos que son materia de una reproducción en serie, para una difusión o comercialización masiva ; es decir, mediada por tecnologías y soportes de reproducción y/o medios de comunicación o distribución masiva. Novedad que, si bien arranca con la imprenta de tipos móviles de Guttemberg, adquiere plena presencia en la vida social en el siglo XX, como correlato cultural de los procesos que dan lugar a la llamada sociedad de masas

Tal definición no constituye un afán intelectual antojadizo, sino que obedece a la necesidad intrínseca de definir los fenómenos sociales en cuanto objeto de conocimiento y, en este caso, también de políticas públicas apropiadas a determinados campos y tipo de bienes y no a otros. Los patrones arriba enunciados, que rigen el campo de las IC, permiten diferenciarlas, tanto de los otros campos artísticos de producción de bienes simbólicos, cuanto de las distintas manufacturas industriales. Si bien todo conocimiento es constantemente perfeccionado, ampliado y modificado, para que estos avances se verifiquen es preciso una delimitación precisa, congruente y legitimada de los campos de incumbencia, conforme al conocimiento disponible al momento de efectuar la clasificación. De ningún modo podrá lograrse avance alguno si el conocimiento precedente es ignorado.  
Una obra de teatro, una obra literaria o pictórica y un concierto, pasarán a formar parte del campo de las industrias culturales, solamente si la creación de primer grado u original, es reproducida mediante la intervención de técnicas y soportes que dan por resultado una creación de segundo grado: un programa de TV, una película, un libro, una reproducción seriada de la pintura, un fonograma, un CD, etc. para su venta y/o difusión masiva.
Desde esta perspectiva, las industrias culturales “abarcan la producción y la puesta en circulación de mercancías cuyo valor de uso es simbólico y que tienen la posibilidad de incidir en la conformación de las representaciones imaginarias de sus consumidores. Por ello, su radio de acción no se restringe a la fabricación de contenidos culturales, sino que incorpora el contacto con los públicos (distribución, comercialización y difusión) e inclusive la fabricación de los bienes de capital necesarios para la producción cultural masiva y la “meta-simbolización” de los productos simbólicos para su venta.”[3] Ellas comprenden a los complejos industriales-mediáticos; audiovisual (cine, video y televisión), fonográfico (industria fonográfica y radio) y editorial (industria editorial; publicaciones periódicas y libros) y  la publicidad, en su carácter de rama auxiliar o complementaria.
Estas precisiones adquieren un sentido políticamente operativo, desde que las llamadas industrias del copyright  -otro sello distintivo de las IC que comprende también al software informático- constituyen el sector más dinámico de la economías de los países  avanzados en la materia, en primer lugar los EE.UU. donde ocupan entre el primero y el segundo lugar, según los años, por su aporte al PBI y en la generación de empleo y de divisas por exportación. 
Al asimilar estos bienes simbólicos a cualquier otra manufactura, los Estados Unidos pretenden imponer en la OMC la liberalización del comercio internacional  de productos  audiovisuales. A ello se oponen Canadá, Francia y la mayor parte de los países del mundo, mediante la doctrina de la excepción cultural. Ésta señala que los bienes culturales no pueden equipararse a otras mercancías o manufacturas, dado que se distinguen de todas ellas por el hecho de estar basados en contenidos simbólicos que construyen valores, ideas y concepciones, los cuales dan cuenta de las identidades e imaginarios de cada sociedad, a la vez que contribuyen poderosamente a producirlos.
Si cada Nación no se ocupa de proteger este sector estratégico de su economía y su cultura, en tanto implica la producción de su propia identidad cultural y de los imaginarios sociales, ninguna otra lo hará por ella. En el caso de que los objetivos de los EE.UU se impusieran en la a OMC, no sólo se cercenaría el derecho fundamental de los pueblos a la preservación de su identidad cultural, sino también se estaría atentando contra el principio universal de hacer otro tanto con respecto a la diversidad cultural.
Es fundamental comprender que todos los productos culturales, y en particular los de las IC por su alta penetración, implican contenidos simbólicos que constituyen un bien público por excelencia, cuya preservación y dinamización hace al desarrollo integral y a  la calidad de la convivencia de la sociedad,  a fin de evitar confusiones teóricas cuyas derivaciones prácticas podrían ser  fatales.  

[1] Benjamin, Walter ; “El arte en la era de su reproductibilidad técnica”, en Curran, James ; Gurevitch, Michael y Woollacot, Jane ; “Sociedad y Comunicación de Masas”, Fondo de Cultura Económica, México, 1981.  
[2]  Zallo, Ramón ; “Economía de la comunicación y la cultura”, Akal, Madrid, 1988. Ver del mismo autor : “El mercado de la cultura. Estructura económica y política de la comunicación”,   Donostia (Gipuzkoa), 1992.
[3] Zallo, Ramón ; Op. Cit.
Permitida la reproducción parcial o total citando la fuente:
Velleggia, Susana: "Las industrias culturales, algunas precisiones teóricas".
read more...